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a decir. Pero estas palabras produjeron un efecto realmente mágico, porque la ventana se cerró de golpe y no había transcurrido un minuto cuando desatrancaron la puerta y la abrieron. Era el señor Sherman, un anciano enjuto y reseco, cargado de espalda, de cuello arrugado y gafas de cristales azules.

      —Los amigos del señor Sherlock son siempre bienvenidos —dijo—. Entre, señor. No se acerque al tejón, porque muerde. ¡Ea, malísimo, malísimo! Qué, ¿quieres darle un mordisco a este caballero? —esto se lo decía a un armiño, que asomaba su maligna cabeza y sus ojos inyectados de sangre entre los barrotes de su jaula—. No se preocupe de ese reptil, señor, porque no tiene colmillos; es sólo un lución, y lo dejo suelto porque mata a las cucarachas. No debe molestarse porque al principio me haya conducido con algo de desconfianza; los muchachos no me dejan tranquilo, y son bastantes los que se meten por esta callejuela para dar aldabonazos en la puerta. ¿Qué es lo que desea el señor Sherlock Holmes, caballero?

      —Uno de sus perros.

      —¡Ah! Será Toby.

      —Sí, ese es su nombre.

      —Toby tiene su casa en el número 7, aquí a la izquierda.

      Avanzó lentamente con la vela en la mano por entre la extraña familia de animales reunida a su alrededor. A la luz incierta y cortada de sombras, pude distinguir confusamente ojos brillantes que se clavaban en nosotros desde todos los rincones y hendiduras. Hasta en las vigas que cruzaban por encima de nuestras cabezas había hileras de pájaros solemnes, que alzaban perezosamente el peso de su cuerpo de una pata cargándolo en la otra al despertarlos de su reposo nuestras voces.

      Toby resultó ser un animal feo, de largo pelo y orejas colgantes, mitad spaniel y mitad sabueso, castaño y blanco y de andares desgarbados y patosos. Aceptó, después de alguna vacilación, un terrón de azúcar que el viejo naturalista me entregó y, después de sellar de ese modo nuestra alianza, me siguió al coche y no puso dificultad alguna en acompañarme.

      Acababan de dar las tres en el reloj del palacio, cuando llegaba de regreso a Pondicherry Lodge. Me enteré de que el ex boxeador, McMurdo, había sido detenido como cómplice y que él y el señor Sholto habían sido llevados a la comisaría. Dos agentes uniformados estaban de guardia en la estrecha puerta exterior; pero en cuanto mencioné el nombre del detective me dejaron pasar con mi perro. Holmes estaba en pie en el umbral de la casa, con las manos en los bolsillos y fumando en su pipa.

      —¡Vaya; ya lo trae usted! —exclamó—. ¡Qué perro magnífico! Athelney Jones se ha marchado. Desde que usted se fue hemos tenido aquí un enorme despliegue de energía. No solamente ha detenido a nuestro amigo Thaddeus, sino también al que guardaba la puerta exterior, al ama de llaves y al criado indio. La casa, salvo por el sargento que está arriba, ha quedado a nuestra disposición. Deje usted al perro aquí y suba conmigo.

      Atamos a Toby a la mesa del vestíbulo y subimos de nuevo al piso superior. La habitación estaba tal cual nosotros la habíamos dejado, salvo que habían colocado una sábana sobre la figura central. Recostado en el rincón estaba un sargento de policía con cara de cansado.

      —Présteme su linterna, sargento —dijo mi compañero—. Ahora áteme esta tira de papel al cuello, de manera que me cuelgue por delante. Gracias. Ahora voy a quitarme las botas y los calcetines. Watson, hágame el favor de llevármelos abajo. Voy a realizar un pequeño ejercicio de trepador. Empaparé mi pañuelo en la creosota, eso bastará. Ahora suba conmigo un momento a la buhardilla.

      Trepamos por el agujero y Holmes proyectó una vez más la luz sobre las huellas que había en el polvo, y dijo:

      —Quiero que se fije usted muy bien en estas huellas. ¿Observa usted en ellas algo que le llame la atención?

      —Pertenecen a un niño o a una mujer pequeña —dije.

      —Prescindiendo, sin embargo, del tamaño, ¿no encuentra nada más?

      —Parecen, más o menos, como cualquier otra huella de pie.

      —De ninguna manera. Mire aquí. Es la impresión del pie derecho en el polvo. Ahora haré yo con mi pie desnudo una impresión junto a ella. ¿Cuál es la diferencia principal?

      —Los dedos de los pies de usted están muy juntos. Los dedos de la otra impresión están totalmente separados los unos de los otros.

      —Así es. He ahí el detalle importante. Téngalo presente. Hágame ahora el favor de pasar por encima de esa ventana plegadiza y huela el borde del marco de madera. Yo me quedaré del lado de acá con este pañuelo en la mano.

      Hice lo que me indicaba y advertí en el acto un fuerte olor a alquitrán.

      —Es ahí donde puso el pie al salir de aquí. Si usted ha sido capaz de sentir el olor, creo que Toby no tendrá dificultad alguna. Y ahora corra a la planta baja, suelte al perro y preste atención en Blondin .

      Cuando salí de la casa a los jardines, Sherlock Holmes ya estaba en el tejado y pude verlo como si fuese un enorme gusano de luz reptando muy despacio a lo largo del caballete del tejado. Le perdí de vista detrás de una serie de chimeneas, pero reapareció en seguida y luego volvió a desaparecer por el lado opuesto. Di vuelta a la casa y me lo encontré sentado en el ángulo de uno de los aleros.

      —¿Es usted, Watson? —me gritó.

      —Sí.

      —Este es el lugar. ¿Qué es esa cosa negra que se ve ahí abajo?

      —Una barrica de agua.

      —¿Con tapa encima?

      —Sí.

      —¿No se ve por ahí una escalera?

      —No. —¡Condenado individuo! ¡Esto es como para desnucarse! Sin embargo, por donde él trepó, yo he de poder bajar. La tubería de bajada de aguas parece sólida. Allá va, ocurra lo que ocurra.

      Se oyó un rumor de pies y la linterna empezó a bajar sin interrupción por el ángulo de la pared, hasta que, dando un salto ligero, se plantó encima de la barrica, y de allí volvió a saltar al suelo.

      —Fue fácil seguirle —dijo volviéndose a poner los calcetines y las botas—. A todo lo largo del camino he encontrado tejas sueltas, y ese hombre se dejó caer esto con la precipitación que llevaba. Como suelen decir ustedes los médicos, viene a confirmar mi diagnóstico.

      El objeto que me alargó era una bolsita de lana teñida con colores vegetales y con algunas cuentecitas llamativas enhebradas a su alrededor. Tanto por la forma como por el tamaño, presentaba cierto parecido a una petaca. En el interior había media docena de espinas de madera negra, puntiagudas por un lado y redondeadas por el otro, lo mismo que la que había herido a Bartholomew Sholto.

      —Son unos artefactos infernales —dijo—. Tenga cuidado de no pincharse. Estoy muy contento de haberme hecho con ellas, porque, según toda probabilidad, ese hombre no debía tener más que éstas. De modo que es menor el peligro de que usted y yo nos encontremos de pronto con una espina clavada en la piel. Por mi parte, preferiría que me disparasen una bala Martini. ¿Se siente usted con valor para una caminata de seis millas a paso vivo, Watson?

      —Desde luego que sí —contesté.

      —¿La resistirá su pierna?

      —¡Oh, sí!

      —¡De modo que ya estamos aquí, mi bueno y querido Toby! ¡Huele, Toby, huele!

      Holmes adelantó el pañuelo empapado de creosota hasta colocarlo debajo de la nariz del perro, mientras el animal, con las peludas patas separadas y ladeando la cabeza de una manera cómica, olía como huele un catador de vinos el bouquet de una cosecha especial. Hecho eso, arrojó Holmes el pañuelo muy lejos, ató una fuerte cuerda al collar del perro y condujo a éste hasta el pie de la barrica de agua. El animal estalló inmediatamente en una serie de agudos y trémulos ladridos, y, con la nariz pegada al suelo y la cola enhiesta, salió pataleando en pos de la huella a un paso que mantenía tensa la traílla y nos hizo caminar a todo lo que daban nuestras piernas.