—¿Y yo?—arguyó doña Ermelinda.
—¡Tú, la del pasado! ¡Esta es, digo, la mujer del porvenir! ¡Claro, no en balde me ha estado oyendo disertar un día y otro sobre la sociedad futura y la mujer del porvenir; no en balde la he inculcado las emancipadoras doctrinas del anarquismo... sin bombas!
—¡Pues yo creo—dijo de mal humor la tía—que esta chicuela es capaz hasta de tirar bombas!
—Y aunque así fuera...—insinuó Augusto.
—¡Eso no! ¡eso no!—el tío.
—Y ¿qué más da?
—¡Don Augusto! ¡Don Augusto!
—Yo creo—añadió la tía—que no por esto que acaba de pasar debe usted ceder en sus pretensiones...
—¡Claro que no! Así tiene más mérito.
—¡A la conquista, pues! Y ya sabe usted que nos tiene de su parte y que puede venir a esta su casa cuantas veces guste, y quiéralo o no Eugenia.
—Pero, mujer, ¡si ella no ha manifestado que le disgusten las venidas acá de don Augusto!... ¡Hay que ganarla a puño, amigo, a puño! Ya irá usted conociéndola y verá de qué temple es. Esto es todo una mujer, don Augusto, y hay que ganarla a puño, a puño. ¿No quería usted conocerla?
—Sí, pero...
—Entendido, entendido. ¡A la lucha, pues, amigo mío!
—Cierto, cierto, y ahora ¡adiós!
Don Fermín llamó luego aparte a Augusto, para decirle:
—Se me había olvidado decirle que cuando escriba a Eugenia lo haga escribiendo su nombre con jota y no con ge, Eujenia, y del Arco con ka: Eujenia Domingo del Arko.
—Y ¿por qué?
—Porque hasta que no llegue el día feliz en que el esperanto sea la única lengua, ¡una sola para toda la humanidad!, hay que escribir el castellano con ortografía fonética. ¡Nada de ces! ¡guerra a la ce! Za, ze, zi, zo, zu con zeda, y ka, ke, ki, ko, ku con ka. ¡Y fuera las haches! ¡La hache es el absurdo, la reacción, la autoridad, la edad media, el retroceso! ¡Guerra a la hache!
—¿De modo que es usted foneticista también?
—¿También? ¿por qué también?
—Por lo de anarquista y esperantista...
—Todo es uno, señor, todo es uno. Anarquismo, esperantismo, espiritismo, vegetarianismo, foneticismo... ¡todo es uno! ¡Guerra a la autoridad! ¡guerra a la división de lenguas! ¡guerra a la vil materia y a la muerte! ¡guerra a la carne! ¡guerra a la hache! ¡Adiós!
Despidiéronse y Augusto salió a la calle como alijerado de un gran peso y hasta gozoso. Nunca hubiera presupuesto lo que le pasaba por dentro del espíritu. Aquella manera de habérsele presentado Eugenia la primera vez que se vieron de quieto y de cerca y que se hablaron, lejos de dolerle, encendíale más y le animaba. El mundo le parecía más grande, el aire más puro y más azul el cielo. Era como si respirase por vez primera. En lo más íntimo de sus oídos cantaba aquella palabra de su madre: ¡cásate! Casi todas las mujeres con que cruzaba por la calle parecíanle guapas, muchas hermosísimas y ninguna fea. Diríase que para él empezaba a estar el mundo iluminado por una nueva luz misteriosa desde dos grandes estrellas invisibles que refulgían más allá del azul del cielo, detrás de su aparente bóveda. Empezaba a conocer el mundo. Y sin saber cómo se puso a pensar en la profunda fuente de la confusión vulgar entre el pecado de la carne y la caída de nuestros primeros padres por haber probado del fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal.
Y meditó en la doctrina de don Fermín sobre el origen del conocimiento.
Llegó a casa, y al salir Orfeo a recibirle lo cojió en sus brazos, le acarició y le dijo: «Hoy empezamos una nueva vida, Orfeo. ¿No sientes que el mundo es más grande, más puro el aire y más azul el cielo? ¡Ah, cuando la veas, Orfeo, cuando la conozcas...! ¡Entonces sentirás la congoja de no ser más que perro como yo siento la de no ser más que hombre! Y dime, Orfeo, ¿cómo podéis conocer si no pecáis, si vuestro conocimiento no es pecado? El conocimiento que no es pecado no es tal conocimiento, no es racional».
Al servirle la comida su fiel Liduvina se le quedó mirando.
—¿Qué miras?—preguntó Augusto.
—Me parece que hay mudanza.
—¿De dónde sacas eso?
—El señorito tiene otra cara.
—¿Lo crees?
—Naturalmente. ¿Y qué, se arregla lo de la pianista?
—¡Liduvina! ¡Liduvina!
—Tiene usted razón, señorito; pero ¡me interesa tanto su felicidad!
—¿Quién sabe qué es eso?...
—Es verdad.
Y los dos miraron al suelo, como si el secreto de la felicidad estuviese debajo de él.
IX
Al día siguiente de esto hablaba Eugenia en el reducido cuchitril de una portería con un joven, mientras la portera había salido discretamente a tomar el fresco a la puerta de la casa.
—Es menester que esto se acabe, Mauricio—decía Eugenia—; así no podemos seguir, y menos después de lo que te digo pasó ayer.
—Pero ¿no dices—dijo el llamado Mauricio—que ese pretendiente es un pobre panoli que vive en Babia?
—Sí, pero tiene dinero y mi tía no me va a dejar en paz. Y, la verdad, no me gusta hacer feos a nadie, y tampoco quiero que me estén dando la jaqueca.
—¡Despáchale!
—¿De dónde? ¿de casa de mis tíos? ¿Y si ellos no quieren?
—No le hagas caso.
—Ni le hago ni pienso hacerle, pero se me antoja que el pobrete va a dar en la flor de venir de visita a hora que esté yo. No es cosa, como comprendes, de que me encierre en mi cuarto y me niegue a que me vea, y sin solicitarme va a dedicarse a mártir silencioso.
—Déjale que se dedique.
—No, no puedo resistir a los mendigos de ninguna clase, y menos a esos que piden limosna con los ojos. ¡Y si vieras qué miradas me echa!
—¿Te conmueve?
—Me encocora. Y, la verdad, ¿por qué no he de decírtelo?, sí, me conmueve.
—¿Y temes?
—¡Hombre, no seas majadero! No temo nada. Para mí no hay más que tú.
—¡Ya lo sabía!—dijo lleno de convicción Mauricio, y poniendo una mano sobre una rodilla de Eugenia la dejó allí.
—Es preciso que te decidas, Mauricio.
—Pero ¿a qué, rica mía, a qué?
—¿A qué ha de ser, hombre, a qué ha de ser? ¡A que nos casemos de una vez!
—Y ¿de qué vamos a vivir?
—De mi trabajo hasta que tú lo encuentres.
—¿De tu trabajo?
—¡Sí, de la odiosa música!
—¿De su trabajo? ¡Eso sí que no!; ¡nunca! ¡nunca! ¡nunca!; ¡todo menos vivir yo de tu trabajo! Lo buscaré, seguiré buscándolo, y en tanto, esperaremos...
—Esperaremos... esperaremos... ¡y