Wade esboza una amplia sonrisa.
—Es gimnasta, no animadora. Pero sí, si quieres marcar unas cuantas veces más, me parece bien.
Liam Hunter, a su espalda, nos dedica una mirada mortífera. Quiere jugar tanto como sea posible en este partido. Es un chico de último curso y necesita lucirse.
Por lo general, no tengo ningún problema con Hunter, pero al observar la forma en que me mira ahora mismo, quiero asestarle un puñetazo en ese mentón cuadrado que tiene. Joder. Necesito pelear con alguien.
Me quito el casco con brusquedad. Bettman sigue hablando sin parar cuando sus bloqueos no funcionan. Me acerco a él tras una jugada, pero East me aleja a rastras.
—Resérvalo para después —advierte.
Cuando llegamos al descanso, ganamos por cuatro touchdowns: uno más gracias a la defensa, y los otros dos, a la línea ofensiva. Hunter ha podido lucirse un par de veces para su reclutamiento universitario tras haber aplastado a unos cuantos hombres de la línea defensiva. Todos debemos llevarnos bien los unos con los otros.
El entrenador no se molesta en soltarnos un discurso motivador. Se pasea, nos da unas cuantas palmaditas en la cabeza y, luego, se esconde en su oficina para soñar con su alineación ideal, fumar o masturbarse; quién sabe.
Cuando los chicos empiezan a hablar sobre la fiesta postpartido y sobre a quién le van a destrozar el coño, saco el móvil.
«Pelea sta noche?», envío.
Levanto la vista hacia East y articulo: «¿Te apuntas?».
Mi hermano asiente enérgicamente. Me paso el teléfono de una mano a otra mientras espero una respuesta.
«Pelea a las 11. Muelle 10. East se apunta?».
«Sí».
El entrenador sale de su oficina y nos indica que el descanso se ha acabado. Cuando la ofensa vuelve a anotar, nos dicen que esta será la última racha de touchdowns para los titulares. Lo cual significa que nos tendremos que sentar en el banquillo durante lo que quede del tercer cuarto y el último entero. Menuda mierda.
Para cuando me coloco frente a Bettman, el gatillo que controla mi mal humor mide casi un centímetro. Hinco la mano en el césped artificial y boto.
—He oído que tu nueva hermana está tan desesperada que solo está contenta si se acuesta con dos de vosotros, Royal.
Pierdo el control. El color rojo inunda mis ojos cuando me abalanzo sobre el capullo antes de que pueda incorporarse. Le arranco el casco y lo golpeo primero con el puño derecho. El cartílago y el hueso de su nariz ceden. Bettman grita de dolor. Vuelvo a asestarle un puñetazo. Una gran cantidad de manos me apartan de un tirón antes de poder asestarle otro golpe.
El árbitro toca el silbato justo en mi cara y agita el pulgar por encima de su hombro.
—Expulsado —grita con la cara roja como un tomate.
El entrenador grita desde la banda.
—¿Dónde tienes la cabeza, Royal? ¿Dónde coño tienes la cabeza?
La tengo sobre los hombros, no me cabe la menor duda. Nadie habla de Ella de esa manera.
Regreso al vestuario vacío, me desvisto y me siento, desnudo, sobre una toalla frente a mi taquilla. Me doy cuenta de mi error en cuestión de segundos. Sin la acción del partido para distraerme, me resulta imposible no pensar en Ella otra vez.
Intento rechazar los pensamientos concentrándome en los suaves silbidos procedentes del terreno de juego, pero, al final, en mi cabeza se reproducen imágenes de ella como si se tratara del tráiler de una película.
Recuerdo el día en que llegó a casa. Estaba demasiado sexy…
Cuando bajó por las escaleras ataviada con ese modelito de niña buena para la fiesta de Jordan. Me entraron unas ganas tremendas de arrancarle la ropa y hacer que se inclinara sobre el pasamanos.
La recuerdo bailando. Joder, cómo bailaba…
Me levanto y me dirijo a las duchas. Abro el grifo del agua fría, furioso. Siento cómo la lujuria me recorre las venas y coloco la cabeza debajo del gélido chorro de agua.
Pero no sirve de nada.
La necesidad que siento no cesa. Y, joder, ¿qué sentido tiene luchar contra ella?
Me agarro el miembro y cierro los ojos para fingir que estoy de nuevo en casa de Jordan Carrington, observando cómo se mueve Ella. Su cuerpo es pecaminoso. Tiene unas piernas largas, una cintura diminuta y un torso perfecto. El sonido metálico de la música de la televisión se transforma en una canción sensual cuando me fijo en la forma en que sus caderas se balancean y en la gracilidad de sus brazos.
Me sujeto la polla todavía más fuerte. La escena salta de la casa de los Carrington a su habitación. Recuerdo su sabor en mi lengua. Lo dulce que era. La forma en que su boca dibujó una «O» perfectamente penetrable cuando se corrió por primera vez.
No duro mucho después de eso. Siento un cosquilleo en la parte baja de la espalda por culpa de la tensión y la imagino debajo de mí, con su pelo dorado contra mi piel y observándome con un deseo voraz.
Cuando mi cuerpo se relaja, el odio hacia mi persona regresa con toda su fuerza. Contemplo la mano con la que me estoy sujetando el pene en medio del vestuario. Dudo mucho que pudiera caer más bajo.
El orgasmo me vacía. Abro el grifo del agua caliente y me ducho, pero no me siento limpio.
Espero que el tío con el que voy a pelear esta noche sea el capullo más imbécil del país y que me dé la paliza que me merezco, la que Ella debería darme.
Capítulo 5
Easton y yo nos saltamos la fiesta postpartido y nos marchamos a casa para matar una hora antes de acudir a la pelea. Así, recuperaré algo de autocontrol y perspectiva cuando esté partiéndole la cara a algún tío en el muelle.
—Tengo que llamar a Claire —murmura East cuando entramos en la mansión—. Tengo que preguntarle si le apetece pasarse por aquí luego.
—¿Claire? —Frunzo el ceño—. No sabía que estuvieras con ella otra vez.
—Sí, bueno, yo no sabía que te tirabas a Brooke. Supongo que estamos en paz.
Se lleva el teléfono a la oreja y me despacha.
Me duele ver cómo me trata Easton. Desde que Ella se marchó, me ha estado tratando con extrema frialdad.
Cuando llego a la planta superior, la puerta de mi habitación está entreabierta y la sensación de déjà vu me embarga. De repente es como si reviviera la noche del pasado lunes, cuando encontré a Brooke en mi cama.
Juro por Dios que, si esa zorra vuelve a jugar conmigo, voy a perder los nervios.
Pero es a Gideon al que encuentro en mi cuarto. Está tumbado en mi cama, dando golpecitos a su teléfono. Cuando entro, me saluda con una mirada nublada.
—No pensaba que fueras a venir a casa este fin de semana —digo cautelosamente.
Le mandé un mensaje el martes para decirle que Ella había huido, pero he ignorado todas sus llamadas esta semana. No estaba de humor para lidiar con sus momentos de culpabilidad.
—Eso te habría gustado, ¿eh?
—No sé de qué me hablas.
Evito mirarlo a los ojos mientras me quito la camiseta de manga corta y la reemplazo por otra sin mangas.
—Y una mierda. Has evitado esta conversación desde que Ella se marchó. —Gideon se baja de la cama y se acerca a mí—. Pero ya no puedes seguir haciéndolo, hermanito.
—Mira, no es para tanto, ¿vale?