En resumidas cuentas, la velada transcurrió agradablemente para toda la familia. La señora Bennet vio cómo su hija mayor había sido admirada por los de Netherfield. El señor Bingley había bailado con ella dos veces, y sus hermanas estuvieron muy atentas con ella. Jane estaba tan satisfecha o más que su madre, pero se lo guardaba para ella. Elizabeth se alegraba por Jane. Mary había oído cómo la señorita Bingley decía de ella que era la muchacha más culta del vecindario. Y Catherine y Lydia habían tenido la suerte de no quedarse nunca sin pareja, que, como les habían enseñado, era de lo único que debían preocuparse en los bailes. Así que volvieron contentas a Longbourn, el pueblo donde vivían y del que eran los principales habitantes. Encontraron al señor Bennet aún levantado; con un libro delante perdía la noción del tiempo; y en esta ocasión sentía gran curiosidad por los acontecimientos de la noche que había despertado tanta expectación. Llegó a creer que la opinión de su esposa sobre el forastero pudiera ser desfavorable; pero pronto se dio cuenta de que lo que iba a oír era todo lo contrario.
―¡Oh!, mi querido señor Bennet ―dijo su esposa al entrar en la habitación―. Hemos tenido una velada encantadora, el baile fue espléndido. Me habría gustado que hubieses estado allí. Jane despertó tal admiración, nunca se había visto nada igual. Todos comentaban lo guapa que estaba, y el señor Bingley la encontró bellísima y bailó con ella dos veces. Fíjate, querido; bailó con ella dos veces. Fue a la única de todo el salón a la que sacó a bailar por segunda vez. La primera a quien sacó fue a la señorita Lucas. Me contrarió bastante verlo bailar con ella, pero a él no le gustó nada. ¿A quién puede gustarle?, ¿no crees? Sin embargo pareció quedarse prendado de Jane cuando la vio bailar. Así es que preguntó quién era, se la presentaron y le pidió el siguiente baile. Entonces bailó el tercero con la señorita King, el cuarto con María Lucas, el quinto otra vez con Jane, el sexto con Lizzy y el boulanger…
―¡Si hubiese tenido alguna compasión de mí ―gritó el marido impaciente― no habría gastado tanto! ¡Por el amor de Dios, no me hables más de sus parejas! ¡Ojalá se hubiese torcido un tobillo en el primer baile!
―¡Oh, querido mío! Me tiene fascinada, es increíblemente guapo, y sus hermanas son encantadoras. Llevaban los vestidos más elegantes que he visto en mi vida. El encaje del de la señora Hurst…
Aquí fue interrumpida de nuevo. El señor Bennet protestó contra toda descripción de atuendos. Por lo tanto ella se vio obligada a pasar a otro capítulo del relato, y contó, con gran amargura y algo de exageración, la escandalosa rudeza del señor Darcy.
―Pero puedo asegurarte ―añadió― que Lizzy no pierde gran cosa con no ser su tipo, porque es el hombre más desagradable y horrible que existe, y no merece las simpatías de nadie. Es tan estirado y tan engreído que no hay forma de soportarle. No hacía más que pasearse de un lado para otro como un pavo real. Ni siquiera es lo bastante guapo para que merezca la pena bailar con él. Me habría gustado que hubieses estado allí y que le hubieses dado una buena lección. Le detesto.
CAPÍTULO IV
Cuando Jane y Elizabeth se quedaron solas, la primera, que había sido cautelosa a la hora de elogiar al señor Bingley, expresó a su hermana lo mucho que lo admiraba.
―Es todo lo que un hombre joven debería ser ―dijo ella―, sensato, alegre, con sentido del humor; nunca había visto modales tan desenfadados, tanta naturalidad con una educación tan perfecta.
―Y también es guapo ―replicó Elizabeth―, lo cual nunca está de más en un joven. De modo que es un hombre completo.
―Me sentí muy adulada cuando me sacó a bailar por segunda vez. No esperaba semejante cumplido.
―¿No te lo esperabas? Yo sí. Ésa es la gran diferencia entre nosotras. A ti los cumplidos siempre te cogen de sorpresa, a mí, nunca. Era lo más natural que te sacase a bailar por segunda vez. No pudo pasarle inadvertido que eras cinco veces más guapa que todas las demás mujeres que había en el salón. No agradezcas su galantería por eso. Bien, la verdad es que es muy agradable, apruebo que te guste. Te han gustado muchas personas estúpidas.
―¡Lizzy, querida!
―¡Oh! Sabes perfectamente que tienes cierta tendencia a que te guste toda la gente. Nunca ves un defecto en nadie. Todo el mundo es bueno y agradable a tus ojos. Nunca te he oído hablar mal de un ser humano en mi vida.
―No quisiera ser imprudente al censurar a alguien; pero siempre digo lo que pienso.
―Ya lo sé; y es eso lo que lo hace asombroso. Estar tan ciega para las locuras y tonterías de los demás, con el buen sentido que tienes. Fingir candor es algo bastante corriente, se ve en todas partes. Pero ser cándido sin ostentación ni premeditación, quedarse con lo bueno de cada uno, mejorarlo aun, y no decir nada de lo malo, eso sólo lo haces tú. Y también te gustan sus hermanas, ¿no es así? Sus modales no se parecen en nada a los de él.
―Al principio desde luego que no, pero cuando charlas con ellas son muy amables. La señorita Bingley va a venir a vivir con su hermano y ocuparse de su casa. Y, o mucho me equivoco, o estoy segura de que encontraremos en ella una vecina encantadora.
Elizabeth escuchaba en silencio, pero no estaba convencida. El comportamiento de las hermanas de Bingley no había sido a propósito para agradar a nadie. Mejor observadora que su hermana, con un temperamento menos flexible y un juicio menos propenso a dejarse influir por los halagos, Elizabeth estaba poco dispuesta a aprobar a las Bingley. Eran, en efecto, unas señoras muy finas, bastante alegres cuando no se las contrariaba y, cuando ellas querían, muy agradables; pero orgullosas y engreídas. Eran bastante bonitas; habían sido educadas en uno de los mejores colegios de la capital y poseían una fortuna de veinte mil libras; estaban acostumbradas a gastar más de la cuenta y a relacionarse con gente de rango, por lo que se creían con el derecho de tener una buena opinión de sí mismas y una pobre opinión de los demás. Pertenecían a una honorable familia del norte de Inglaterra, circunstancia que estaba más profundamente grabada en su memoria que la de que tanto su fortuna como la de su hermano había sido hecha en el comercio.
El señor Bingley heredó casi cien mil libras de su padre, quien ya había tenido la intención de comprar una mansión pero no vivió para hacerlo. El señor Bingley pensaba de la misma forma y a veces parecía decidido a hacer la elección dentro de su condado; pero como ahora disponía de una buena casa y de la libertad de un propietario, los que conocían bien su carácter tranquilo dudaban el que no pasase el resto de sus días en Netherfield y dejase la compra para la generación venidera.
Sus hermanas estaban ansiosas de que él tuviera una mansión de su propiedad. Pero aunque en la actualidad no fuese más que arrendatario, la señorita Bingley no dejaba por eso de estar deseosa de presidir su mesa; ni la señora Hurst, que se había casado con un hombre más elegante que rico, estaba menos dispuesta a considerar la casa de su hermano como la suya propia siempre que le conviniese.
A los dos años escasos de haber llegado el señor Bingley a su mayoría de edad, una casual recomendación le indujo a visitar la posesión de Netherfield. La vio por dentro y por fuera durante media hora, y se dio por satisfecho con las ponderaciones del propietario, alquilándola inmediatamente.
Ente él y Darcy existía una firme amistad a pesar de tener caracteres tan opuestos. Bingley había ganado la simpatía de Darcy por su temperamento abierto y dócil y por su naturalidad, aunque no hubiese una forma de ser que ofreciese mayor contraste a la suya y aunque él parecía estar muy satisfecho de su carácter. Bingley sabía el respeto que Darcy le tenía, por lo que confiaba plenamente en él, así como en su buen criterio. Entendía a Darcy como nadie. Bingley no era nada tonto, pero Darcy era mucho más inteligente. Era al mismo tiempo arrogante, reservado y quisquilloso, y aunque era muy educado, sus modales no le hacían nada atractivo. En lo que a esto respecta su amigo tenía toda la ventaja, Bingley estaba seguro de caer bien dondequiera