Cuadro 1.1. Los 10 elementos más abundantes en nuestro Sol*
* Modificado de J. Emsley (2001).
** Corresponde al número de átomos del elemento con respecto a cada millón de átomos de hidrógeno.
Así, transcurrió casi un siglo y medio para que, en 1814, el físico alemán Joseph von Fraunhofer (1787-1826) analizara y clasificara, por su longitud de onda, las líneas espectrales más conspicuas del espectro solar, observando, además, que el patrón del espectro era distinto cuando la luz provenía de otras estrellas. Medio siglo después, los descubrimientos del astrónomo inglés sir William Huggins (1824-1910) y los del físico ruso Gustav Robert Kirchhoff (1824-1887) en colaboración con el químico alemán Robert Wilhelm Bunsen (1811-1899), permitieron comprender que las líneas espectrales que llevan el nombre de Fraunhofer, son como una huella digital específica para cada elemento químico cuando éste es calentado hasta la incandescencia. Pero ¿qué quiere decir todo esto para el astrónomo amateur, para ese observador de todos los tiempos que mira el cielo nocturno tachonado de estrellas y azorado distingue que las hay rojas y azules, verdes y amarillas?
Entre otras cosas quiere decir que nuestro ojo, al discriminar el color de las estrellas, funciona como un espectrómetro natural. En otras palabras, que al agruparlas por su color, intuitivamente las estamos clasificando por su composición química particular. En efecto, en 1859 Kirchhoff y Bunsen inventaron la espectroscopía y al poco tiempo, en 1863, Huggins, estudiando las líneas espectrales de estrellas, nebulosas, cometas, etc., demostró que los mismos elementos químicos que existen en la Tierra están presentes en el cosmos. Con esta poderosa herramienta analítica dio inicio la astroquímica y, con ella, la clasificación y el estudio sistemático de las estrellas. Por ejemplo, tomando en cuenta sus diferentes tamaños y colores, la astroquímica ha revelado que las estrellas azules, las más grandes y luminosas, también llamadas tipo-O, y las de color verde o tipo-B, son las más calientes y alcanzan temperaturas hasta de 10 000 y 50 000 grados Celsius, respectivamente. Las más pequeñas son las estrellas tipo-M, también llamadas enanas; son de color rojo y tienen aproximadamente la mitad de la masa de nuestro Sol. Las enanas rojas queman lentamente su combustible y comparativamente son estrellas frías y poco brillantes, su temperatura es menor a los 3 500 ºC. La temperatura en la superficie del Sol, que pertenece a la familia de las estrellas amarillas tipo-G, es de 6 000 ºC.
NOVAS Y SUPERNOVAS
Por sus características al nacer y por la forma en que se desarrollan y mueren, las estrellas se agrupan en dos grandes clases: las gigantes o masivas, y las más comunes y de menor tamaño, como nuestro Sol. Las estrellas gigantes se llaman así porque cuando nacen tienen al menos ocho o más veces la masa solar. Esta dimensión es ciertamente titánica si recordamos que el Sol es aproximadamente 110 veces más grande que la Tierra. Las estrellas masivas son, pues, verdaderos colosos cósmicos que tienen una vida más agitada y turbulenta que el común de las estrellas, y que cuando mueren lo hacen explotando de manera repentina y fulgurante. De ahí su nombre de novas y supernovas; es decir, estrellas que no eran más llamativas que cualesquiera otras en el firmamento hasta que, de pronto, brillan intensamente por el estallido resplandeciente indicativo de que la estrella ha muerto (figura 1.1).
El término nueva estrella fue acuñado por el astrónomo danés Tycho Brahe (1546-1601). Lo utilizó en su libro De Nova Stella para describir un suceso semejante observado por él en la constelación de Casiopea en 1572. También el célebre astrónomo y matemático alemán Johann Kepler (1571-1630) describió la aparición de una nova en 1604. Ésta fue la última supernova observada a simple vista. El nombre supernova fue acuñado por el astrofísico búlgaro Fritz Zwicky (1898-1974) y el astrónomo alemán Walter Baade (1893-1960). Estos científicos, en un conciso resumen (Supernovae and Cosmic Rays) de un solo párrafo y 24 líneas, publicado (Physical Review) en 1934, explicaban el mecanismo de formación de las supernovas y de las hasta ese entonces desconocidas estrellas de neutrones.
Figura 1.1. Nacimiento y evolución de las estrellas. Las estrellas nacen y se forman en el interior de frías nubes de gas y polvo interestelar llamadas nébulas moleculares. Por su proximidad con la Tierra, a 1 500 años luz de distancia, una de las mejor estudiadas es la nébula de Orión. Como en el resto del cosmos, los principales componentes de estas nébulas son el hidrógeno y el helio, con rastros de carbono, nitrógeno y oxígeno, así como algunas partículas sólidas dispersas. Colectivamente, estas partículas son llamadas por los astrónomos “polvo”. Sin embargo, este polvo en nada se asemeja al polvo que conocemos. Estas pequeñas partículas o semillas de lo que será una futura estrella, son esencialmente granos de hollín de carbón con cubiertas heladas, ya sea de metano congelado, de agua o de ambos. Eventualmente, por la atracción gravitacional que ejercen estas partículas, la nébula desarrolla regiones en las que habrá más polvo que en otras. Este proceso, conocido con el nombre de contracción gravitacional, favorece los choques entre partículas y aumenta la temperatura de esas regiones nebulares. Surgen capullos o glóbulos estelares de gas y polvo que empiezan a brillar tenuemente. Se trata de protoestrellas que paulatinamente generarán más energía hasta alcanzar la temperatura crítica de 15 millones de grados Celsius. Así, en este caldeado invernadero cósmico nebular, nacen y comienzan su jornada las estrellas jóvenes y con ellas, al igual que como ocurre en la biosfera, se recicla, en un ritmo astronómico e inexorable de vida y muerte sideral, toda la materia del universo.
Acerca de las supernovas, es interesante recordar que la primera entrada o registro que consigna el catálogo de nebulosas elaborado en 1781 por el astrónomo francés Charles Messier (1730-1817) corresponde a M1, una nebulosa ubicada en la constelación de Tauro y que actualmente conocemos con el nombre de Nebulosa del Cangrejo. Pues bien, en la constelación de Tauro, en 1054, los astrónomos de las culturas china y mesoamericana consignaron la repentina aparición de lo que ahora sabemos que fue la explosión de una supernova. En las épocas previas al telescopio eventos de esta naturaleza podían ser y de hecho fueron interpretados como el nacimiento de nuevas estrellas. Para los chinos se trataba de estrellas visitantes; es decir, de estrellas que aparecían en un lugar donde previamente no se había observado su presencia. Así, en sus cuidadosos registros siderales, los astrónomos orientales refieren que el 4 de julio de 1054 apareció una estrella visitante en las inmediaciones de la estrella que ellos llamaban Tien-Kwan1 y que hoy conocemos como Zeta Tauri. Esta nueva estrella fue visible a simple vista durante 23 días y su brillo menguó lentamente hasta desaparecer en la primavera de 1056. Al igual que la milenaria cultura oriental, las civilizaciones precolombinas poseían un sofisticado conocimiento astronómico y registraron en piedra (marcadores astronómicos o petroglifos) la aparición de la nueva estrella en la constelación de Tauro. En efecto, el intenso y transitorio destello observado hace más de 900 años por los astrónomos chinos y mesoamericanos fue la explosión de una supernova. La arqueoastronomía ha revelado que los petroglifos de la cultura anasazi descubiertos en el Cañón del Chaco (Nuevo México) y en la región de Tuitán (Durango, México) dan cuenta del espectacular suceso celeste ocurrido en 1054. Así, hoy en día sabemos que la M1, la popularmente