La luz que arrojan siempre cambia de manera insensible con cada generación, ahora brilla más, ahora es más tenue, y en muchas ocasiones vuelven a resplandecer. Pero a veces olvidamos que hay que cuidar estas luces o se debilitan y bien pueden expirar por completo. Para que brillen vivamente hay que alimentarlas con la devoción de unos cuantos espíritus en cada generación.
Desde mediados de esa década ya había entrado en escena Helen Maitland Anrep, quien vivió con Fry tanto esta nombradía como la negativa de un puñado de burócratas de la Universidad de Oxford a conferirle en 1927 la prestigiada cátedra de bellas artes que 60 años atrás estableciera Felix Slade.
Raro es el profeta que llega a los 60. Sin embargo, a tal grado seguían intactos el entusiasmo y el sentido crítico de Fry que por entonces fue capaz de reconocer abiertamente que en el terreno de la historia del arte, como decía Salomon Reinach, todos tenían en su pasado una escandalosa tiara de Saitafernes. En 1933 salió de la imprenta su libro Characteristics of French Art; la Universidad de Cambridge le ofreció la misma cátedra que seis años atrás le negara Oxford y enseguida empezó a trabajar en su cátedra inaugural, "La historia del arte como estudio académico". El texto se lee más como un discurso servido a manera de postre de una cena que como un acto académico, comentó alguien en el folleto impreso en 1934. Tal es la cuota que toda la vida se le impone a la versatilidad y al deseo de conocer más. Y como señaló otro lector: Fry siempre se caracterizó por la capacidad para descubrir y exhibir las cualidades de ciertas obras, para hacer ver a sus lectores lo que les hacía sentir por medio de su prosa. La cátedra inaugural en realidad retoma algunas de las ideas que se formó a lo largo del tiempo. La función de este nuevo actor, por ejemplo. El historiador del arte, apuntó a propósito de la incorporación de esta disciplina en la Universidad de Londres por medio del Courtlaud Institute of Art en 1930, debe tener la capacidad para contemplar cualquier objeto que declare ser una obra de arte con el mismo escrutinio alerta y cuidadoso que se aplica a uno que ya fue, digámoslo así, canonizado. El buen gusto en arte era un don natural, sostenía Fry, pero su eficacia descansaba en la seriedad con la que uno decide aplicarse en su constante ejercicio. El lugar de la universidad en la construcción de este campo del conocimiento, por ejemplo. El futuro de la estética aplicada, como la llamó Fry, estaba más cerca de la antropología y de la psicología que de los estudios clásicos, y por tal motivo creía que para evitar las trampas de la fe era indispensable propiciar un acercamiento mucho más científico a las obras. Imitar el resultado final sin comprender los procesos subyacentes seguía siendo un rasgo recurrente en la pintura inglesa desde que así lo señalara al comienzo del siglo XIX un autor como William Hazlitt. Desde muy joven se hizo a la idea de que la grandeza de la civilización británica nunca había contado con un arte a la misma altura, como escribió en Reflections on English Painting (1934), y acaso la historia del arte ayudara a reconsiderar la relevancia de las mismas manifestaciones bajo su mira.
Una tarde, al salir de una de sus cátedras en Cambridge, Fry tropezó y el posterior infarto que cegó su vida el 9 de septiembre de 1934 quedó desde entonces ligado al trauma de tal caída. En su mesa de trabajo quedó a medias la traducción de un libro de Charles Mauron, que concluyó Katherine John y publicó Hogarth Press con el título de Aesthetics and Psychology (1935). Sus últimas conferencias se publicaron un año antes de la aparición de la biografía que le dedicó Virginia Woolf en 1940 –la misma que un día dijo que Fry fue el toque de distinción en la de por sí distinguida asamblea de escritores y artistas que fue el grupo de Bloomsbury.
Antonio Saborit
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