Lolita suspiró.
−En ese caso tendré que hacer que el Duque cumpla con su obligación, tal como debía haberlo hecho desde un principio.
−Ah..., yo siempre había creído que él era muy consciente de sus obligaciones− dijo el caballero−.¿Qué ha hecho para ofenderla tanto, señorita?
Hablaba de una manera que habría persuadido a la mayoría de las mujeres; sin embargo, Lolita irguió aún más la cabeza y repuso:
−Si se lo dijera, como usted es amigo suyo, trataría de encontrarle toda clase de excusas.
El caballero sonrió.
−Creo que él es muy capaz de encontrar sus propias razones.
−¡OH, sí, estoy segura de que es muy convincente!− ahora era Lolita quien hablaba con sarcasmo.
−¿Por qué se niega el Duque a ayudarla como usted cree que debe hacerlo?
Ante el silencio de Lolita, el hombre añadió:
−Quizá esté usted pensando que puede recurrir a mí.
La sorpresa de Lolita evidenció que no había pensado nada parecido.
−¡Por supuesto que no! Jamás se me ocurriría imponerme a un desconocido...
Tal vez haya sido incorrecto el pedirle que me lleve al Castillo; pero, ¿cómo iba a suponer que no habría ni un coche de alquiler en la estación?
Parecía tan preocupada por lo que consideraba un comportamiento inadecuado, que el caballero quiso tranquilizarla:
−Era la cosa más sensata que podía hacer; hubiera sido una tontería que me dejara partir.
−En ese caso habría tenido que ir andando...
−¿A qué distancia se encuentra el Castillo?
−A un poco más de cuatro kilómetros. Y no hubiera sabido qué dirección tomar...
−Así qué, como ve, ha hecho lo mejor y, a mi vez, debo darle las gracias por hacer que mi recorrido haya resultado mucho más interesante.
Lolita rió levemente.
−Ahora es usted amable conmigo y logra que me sienta menos culpable.
−Pero eso no hace que sea menos curioso. Permítame añadir que si se encuentra usted en problemas, me gustaría poder ayudarla.
−Eso quien tiene que hacerlo es el Duque.
La determinación con que hablaba , llamó la atención del caballero, pues era sorprendente en alguien tan joven.
−Ha dicho usted que vivía fuera de Inglaterra...¿Se alegra de hallarse de nuevo en el suelo natal?
−En cierta manera, aunque resulta extraño y un poco atemorizador, sobre todo...
Se detuvo, como si una vez más pensara que estaba siendo indiscreta.
−Sobre todo, no teniendo dinero− adivinó él.
−La verdad es que tengo algo..., pero no me durará mucho tiempo.
−Eso es algo que todos hemos descubierto en una o otra ocasión.
−Entonces, comprenderá que debo velar por mí misma.
Lolita miró implorante al hombre y añadió;
−De veras, bailo muy bien. Mi maestro me dijo en cierta ocasión, que yo era tan buena como cualquier profesional. Eso fue lo que me hizo pensar en la posibilidad de buscar trabajo en el Covent Garden. Es el mejor Teatro de Londres, ¿no?
−Eso dicen. Pero insisto en que olvide esa idea.
−¿Porque soy una Dama? No creo que me rechacen sólo por eso.
−No la rechazarían si en realidad baila usted tan bien como dice, pero ésa no es vida para una joven de buena cuna y bien educada, como sin duda lo es usted.
Lolita suspiró.
−Entonces, ¿cómo se ganan la vida las Damas, cuando lo necesitan?
−Las Damas se casan cuando tienen su edad... ¿No hay nadie que pueda introducirla en Sociedad?
−Yo no deseo entrar en Sociedad, sino reunir suficiente dinero para poder ir a la India.
−¡A la India! ¿Por qué demonios quiere usted ir a la India?
−Por una razón muy particular.
El caballero estaba a punto de preguntarle cuál era esa razón, cuando ella exclamó:
−¡Sin duda, ése es el Castillo! ¡Dios mío..., es exactamente como me lo imaginaba!
Enfrente de ellos, sobre una colina, se erguía el Castillo de Calver. Rodeado de árboles protectores y brillantes bajo la luz del sol, parecía una joya en su estuche de terciopelo.
Construido en tiempos de normandos, luego cada propietario había ido haciéndole añadidos a su antojo, hasta que por fin, en el siglo XVIII, toda aquella confusión fue eliminada y en su lugar se elevó un magnífico ejemplo de Arquitectura estilo Palatino.
Ahora constaba de un cuerpo central con alas a uno y otro lado. Sólo la Torre de piedra gris era diferente del resto de la nueva mansión, revestida de piedras blancas.
El sol refulgía en las más de cien ventanas y, viéndolo desde lejos, a Lolita le pareció el Castillo como salido de un Cuento de Hadas.
−¡Es maravilloso!− dijo en voz baja.
−Supuse que le gustaría− comentó el caballero.
−¿Cómo puede alguien vivir en un lugar tan maravilloso y no tener un carácter acorde con él?− estaba claro que Lolita pensaba en el Duque.
Los ojos del caballero brillaban con intensidad mientras se acercaban al Castillo.
Traspusieron una alta verja de hierro forjado y enfilaron una avenida bordeada. de robles.
Cruzaron luego un puente y subieron una pendiente antes de detenerse en la explanada que había ante el Castillo.
−Gracias, señor, por haberme traído y no tener que venir andando− le dijo entonces Lolita al caballero.
−Ciertamente, no habría usted llegado tan pronto− sonrió el hombre.
Dado que éste sujetaba las riendas de los caballos, Lolita no intentó darle la mano y bajó del coche ayudada por uno de los lacayos que se habían aproximado.
Al dirigirse hacia la escalinata que, por cierto, estaba cubierta por una alfombra roja, notó que la seguía el caballero que la había llevado allí.
Se le emparejó en un momento y cruzaron al mismo tiempo el umbral.
−Me alegra ver a Su Señoría de regreso− dijo un anciano, saliéndoles al encuentro.
Lolita se volvió para mirar al caballero con ojos acusadores. Estaba a punto de decir algo, pero el Duque se le adelantó:
−Estoy seguro de que mi invitada desea arreglarse un poco después del viaje,. Dawson. Tomaremos el té en el salón azul.
−Muy bien, Señoría.
El mayordomo se acercó a Lolita y le pidió con respeto:
−¿Quiere acompañarme, señorita?
La guió escaleras arriba y ella, mientras lo seguía, se sentía demasiado sorprendida para poder pensar con claridad.
"¿Cómo iba yo a adivinar que el Duque vendría en el tren como cualquier otro pasajero?", se preguntaba.
Tenía entendido que, en Inglaterra, los Duques siempre eran propietarios de trenes privados o, por lo menos, de un vagón especial que se enganchaba al tren de uso público.