–¡Muy bien! Se ha convertido usted en juez y verdugo, así que el acusado habrá de pagar el precio de su crimen.
Cogió la trampa por la cadena que la sujetaba al suelo y preguntó,
–Bien, ¿dónde está ese estanque mágico?
–Yo le mostraré el camino– dijo Shenda y echó a andar delante.
Cuando llegaron al estanque, le pareció que estaba más bello que nunca. Una gran variedad de flores, lo rodeaba y los rayos del sol se reflejaban en sus aguas.
Alrededor, los árboles se elevaban oscuros y misteriosos, como si escondieran secretos pertenecientes a los dioses.
El caballero se dirigió a la orilla del estanque y lo contempló. Después se volvió para mirar a Shenda, que se encontraba junto a él.
Contra el fondo de los árboles y con la luz del sol en su cabello, la joven parecía el modelo ideal para un cuadro que a cualquier artista le hubiera gustado pintar.
El caballero observó que sus ojos no eran azules, como cabía esperar por sus cabellos dorados, sino grises.
En algunos momentos adquirían cierta tonalidad violeta, característica peculiar en la familia de su madre.
Con su piel muy blanca, poseía una belleza etérea, muy diferente a lo que se consideraba la "clásica rosa inglesa".
Por un momento, ambos se miraron en silencio.
Él pensó que la joven era increíblemente bella, casi divina, y a Shenda le pareció sumamente atractivo, incluso magnético.
Su piel era morena, como si hubiera pasado mucho tiempo al sol, y sus facciones estaban muy bien delineadas.
Sin embargo, a pesar de ser tan bien parecido, había algo duro e imperioso en él, algo que hacía pensar que estaba demasiado acostumbrado a dar órdenes.
Parecía tener una fuerza que provenía no sólo de su cuerpo atlético, sino también de su mente.
De pronto, como si quisiera romper el encanto que los mantenía en silencio, él preguntó,
–¿Quiere que arroje la trampa al centro del estanque?
–Creo que es el punto más profundo.
Él columpió la trampa por la cadena y después la soltó. Al caer, el hierro hizo elevarse por un momento el agua y enseguida todo volvió a la quietud.
Shenda suspiró profundamente.
–Muchas gracias– dijo–. Ahora debo llevar a Rufus a casa.
Miró al estanque nuevamente, se volvió y echó a andar por donde había llegado.
Él tomó a su caballo de la rienda y dijo,
–Como tiene usted que cargar con el perro, será mejor que la lleve a su casa en mi caballo.
Sin reparar en la sorpresa de ella, la alzó y la montó en la silla. Después, guiando al caballo por la brida, inició la marcha.
Caminaron en silencio hasta que, al llegar al lindero del bosque y ver el jardín de la Vicaría, Shenda pensó que sería un error que alguien de la aldea la viera con un extraño o se supiera que Rufus había caído en una trampa.
Temerosa de los comentarios, dijo,
–Por favor, Señor.... como mi casa se encuentra ya muy cerca, me gustaría seguir a pie.
Él detuvo su caballo, volvió a tomar a Shenda por la cintura y la bajó con la misma facilidad que la había subido.
La muchacha era muy ligera y su cintura tan pequeña, que las manos de él casi la abarcaban por completo.
–Gracias una vez más– dijo Shenda–. Le estoy muy reconocida y jamás olvidaré su bondad.
–¿Cuál es su nombre?– preguntó él.
–Shenda– respondió la joven con naturalidad.
Él se quitó el sombrero.
–Entonces, hasta luego, Shenda. Estoy seguro de que ahora podrá regresar a su mundo mágico, pues eliminó lo malo que había en él.
–Espero que así sea– respondió ella.
–Si realmente me está agradecida por el pequeño favor que le he hecho, creo que debería recompensarme de algún modo, ¿no le parece?
Shenda lo miró sin entender, y él con la mayor calma, le puso una mano bajo el mentón, le levantó la cara y la besó en los labios con delicadeza.
Shenda quedó tan aturdida que no acertaba ni a moverse.
Cuando al fin pudo reaccionar, ya él había montado de nuevo y se alejaba por el camino.
Lo vio desaparecer entre los árboles mientras pensaba que debía estar soñando.
¿Cómo era posible que su primer beso se lo hubiera dado un desconocido, a quien nunca había visto, un intruso en el que ella consideraba su propio bosque?
El jinete desapareció en pocos segundos, pero Shenda permaneció inmóvil, pensando que todo aquello no podía haber sucedido en realidad.
Sin embargo, aún creía sentir el roce de los labios masculinos sobre los suyos. Aunque pareciera increíble, la había besado...
Un gemido de Rufus la sacó de su abstracción.
Con el perrito en los brazos, recorrió el tramo que le faltaba hasta llegar a la Vicaría y entró en ésta, no por la puerta principal, sino por otra lateral que daba al jardín.
Al penetrar en la casa le pareció que regresaba a su vida diaria, libre de sorpresas e inquietudes.
Tenía que curar la pata de Rufus y cuanto antes se olvidara de lo ocurrido, mejor.
Era consciente, sin embargo, de que jamás lo olvidaría.
En la cocina no había nadie, ya que Martha se había marchado. Iba por las mañanas para limpiar y preparar el almuerzo y después regresaba a la casa donde vivía en compañía de su hijo, que era el "loco del pueblo".
Después de atenderlo, regresaba a la Vicaría para preparar la cena.
Martha era una buena cocinera, ya que había aprendido en el castillo, pero necesitaba los ingredientes adecuados, difíciles de adquirir dada la situación.
Shenda supuso que Martha se habría ido temprano y como era ella la única que iba a comer, le habría dejado algún plato frío y una ensalada hecha con las pocas verduras que cultivaban en el jardín.
Al soltar a Rufus sobre la mesa de la cocina, se dio cuenta de que el pañuelo del caballero seguía atado a la pata del perro.
Era un pañuelo muy fino, de lino y, Shenda pensó que probablemente nunca podría devolvérselo a su dueño, porque él le había preguntado su nombre, pero ella no había hecho lo mismo a su vez.
"No tiene importancia, puesto que no lo volveré a ver", se dijo.
Seguramente era un visitante que iba camino de alguna de las mansiones que había en la Comarca.
Le hizo una cura adecuada a Rufus, y estaba a punto de meter el pañuelo en agua para quitarle las manchas de sangre, cuando alguien llamó repetidamente a la puerta.
–¡Adelante!– autorizó ella, suponiendo que era alguien de la aldea.
Se abrió la puerta y entró un muchacho grandullón, hijo de un granjero vecino.
–Buenos días– lo saludó con voz agradable–. ¿Qué puedo hacer por ti?
–Le traigo malas noticias, Señorita Shenda– repuso él.
Shenda se quedó inmóvil.
–¿Qué ha ocurrido?
–Se