Concha, sorprendida también de aquel interés exclusivo, sentía que poco á poco se le comunicaba el entusiasmo de Gormaz, contribuyendo á su excitación el instinto femenino, el espectáculo de las dos rivales acurrucadas en el sofá, nerviosas como dos gatas que se disponen á sacar las uñas, y mirándola de reojo con pupila fosforescente. Un sutil calor empezó á difundirse por su alma, transformándole la voz, que con sorpresa de ella misma se timbró en notas penetrantes y apasionadas. Gormaz, observando esta favorable metamórfosis, aplicaba leña á la hoguera.
—Ya ve Vd. que en este acto está Vd. celosa... Hay que revelar esos celos en el acento, en la fisonomía... Su marido de Vd. la está engañando; Vd. no se ha de quedar tan fresca!
Á veces Concha, cuando decía una frase con vehemencia, avergonzábase un poco y soltaba la risa.
—Ay, Dios mío... Don Manolo, estoy exagerando, ¿verdad?
—No, hija, no... En esa situación hay que poseerse, así como en el primer acto debe Vd. más bien aparecer fría y coqueta... Bien dicho, bien! Ánimo... á la escena con la criada... Rosalía, hija, ¿me hace Vd. el favor?
—¿Eh?—murmuró Rosalía con displicencia.
—Pues ahora es la escenita de Vd... La carta.
—Ay... Vd. dispense... Como no se ha fijado usted nada en lo que dije antes, creí que...
Encogióse Gormaz levemente de hombros, y resignándose, prestó alguna atención al dejo sevillano contrahecho de la estanquera. Era preciso activar porque la hora de la función se aproximaba, y ya dos ó tres músicos, con sus instrumentos muy enfundados en bayeta verde debajo del brazo, se asomaban por la puerta de entrada, retirándose después de escuchar algunos minutos curiosamente. El último acto se atropelló un poco, pero Concha sabía al dedillo el papel y Gormaz, como de paso, pudo aún indicarle algunos toques maestros. Al final le apretó misteriosamente la mano.
—Hasta luégo... y á ver cómo nos lucimos!
Concha se dirigió al tocador, donde la esperaba su hermana vigilando la cesta de los trajes, mientras Rosalía y Julia, ocupando todo el hueco del espejo, se daban polvos de arroz por quintales, limpiándose después cejas y pestañas con la tohalla húmeda. Como no tenían trazas de hacer sitio, Dolores gritó á Concha en voz alta:
—Hija, arrímate al espejo... Estás sin peinar aún, acuérdate...
Las dos usurpadoras del tocador se desviaron con majestuoso paso de reinas ofendidas, y empezaron á calzarse en un rincón, secreteando y sin dejar su actitud hostil. El tocado de Concha fué corto; su juventud y su fresca tez no requerían gran afeite. Sus ojos brillaban y sus mejillas estaban algo sonrosadas. Al remangarse el pelo con unas agujas de azabache, recordó el beso de Ramón, y se enrojeció hasta la frente. ¡Qué poco había durado! ¿Lo sabría Dolores? ¡Bah! ¿Cómo lo había de saber? Esforzóse en desechar aquel orden de ideas, recordando que era preciso hacer un esfuerzo para representar bien y que don Manolo no se quejase de ella.
Cuando puso los piés en la escena, el corazón le latió, según costumbre, un poquillo, al ver el aspecto imponente del teatro. Sin que pudiese precisar quiénes eran los espectadores que llenaban las butacas, atestaban los palcos y se apiñaban en la galería, bien comprendió que estaba allí todo Marineda, la gente fina, el señorío; público inusitado en aquel local, donde por lo regular el elemento dominante eran los socios y sus familias. Veía vagamente, sobre el fondo granate del papel que reviste el teatro, agitarse una triple hilera de cabezas femeniles, adornadas con flores; los colores claros y ricos de los trajes hacían una decoración abigarrada; y de las butacas, subía hacia Concha, como una ola de curiosidad, el reflejo de los cristales de los gemelos instantáneamente clavados en ella, y el susurro de voces que muy quedito pronunciaban ó preguntaban su nombre. Zumbáronle algo los oídos, y se le apretó la garganta al articular las primeras frases del papel; pero recordando de pronto un consejo de Gormaz, alzó los ojos y fijó en el auditorio una mirada tranquila. Distinguió entonces con más claridad la concurrencia, y respiró. De pronto volvió á alterar su serenidad la cara de Ramón, que desde las primeras filas de butacas, acechaba una ojeada de su novia. Apartó la vista y se dedicó á recitar lo mejor posible el papel. Gormaz, asomando de tiempo en tiempo entre bastidores su cabeza sudorosa, recorría el teatro, fijándose en un palco entresuelo, el único vacío que quedaba ya; después hacía una señal de inteligencia á Concha, aprobando y animando.
El público, sin embargo, no daba más indicio de agradecer los esfuerzos de Concha que, por parte de los hombres, no quitarle los gemelos de encima. En conjunto se veía que la representación hacía reir disimuladamente á los que no fastidiaba. Dos ó tres carcajadas sofocadas habían resonado ya, una aguda y aflautadilla en un palco, otras más sonoras en las butacas. Por mucho que las señoras procurasen aparentar que se divertían y prestaban atención, notábanse los bostezos de á cuarta, mal encubiertos por el abanico. Sotto voce, los espectadores se comunicaban sus impresiones de aburrimiento. ¡Las tales funciones de aficionados! ¡Venir á ver lo mismo que se ve en el Teatro todos los días, sólo que echado á perder! Luégo, ¡qué programa tan largo, santo Dios! ¡Tres actos de Consuelo, el Orfeón, lectura de poesías y un sainete! No se salía de allí menos de la una. Y el caso es que no cabía marcharse dejándolos con la palabra en la boca, por compromiso con el Intendente, que se picaría, de seguro, si se le hiciese un desaire á su protegido... ¡Buen tipo tenía el protegido! ¡Vaya un galán para el papel de Fernando! Las patillas postizas se le estaban cayendo: por no saber en qué ocupar las manos, no cesaba de dar vueltas á la cadena del reloj... ¡Pues y las mujeres! ¡Qué modo de vestirse! Aparte de que no se les oía una palabra, y como estaban aguardando lo que dijese el apuntador para hablar, resultaba que el acto no concluía nunca... ¡Y qué acción! Lo mismo que esas muñecas, á las cuales se les tira de un cordelito y levantan los brazos... La Consuelo pronunciaba más claro; á esa al menos se le entendía bien: ¡pero qué trazas de descarada y pizpireta!...
En las butacas también se comentaba lo indigesto de la función, con otra salsa más picante, y sobre todo con tan unánimes elogios á la buena cara y simpática voz de Concha, que Ramón se volvió dos ó tres veces impaciente y sobresaltado, como si algún bicho le picase en la nuca. Sólo respiró el pobre novio, al caer con pausa el telón, tras la fuga de Consuelo.
Concha atravesaba los bastidores con su hermana para regresar al tocador y vestirse de nuevo, cuando su novio le cerró el paso. Llamóle la atención verle tan fosco y cariacontecido, y con la mayor inquietud le preguntó:
—¿Qué hay de nuevo?
—Nada—murmuró él repentinamente avergonzado, al ver á Dolores allí, de las ideas tontas que venían ocurriéndosele.—¿Vas á vestirte?
—Sí... abur, que después me cogen el sitio las otras.
Gormaz, que vagaba por allí como alma en pena, la empujó, dándole prisa:
—¡Vamos, hija... vamos!
Sacó después el ex-actor un cigarrillo y lo encendió, paseándose inquieto y con taconeo nervioso por la solitaria escena. De rato en rato pegaba el ojo izquierdo á un agujerillo del telón, y siempre veía, en el lleno completo y brillante de la sala, el hueco del palco vacío, como una mella en una hermosa dentadura. Al fin hizo un ademán de contento: la puerta del palco se abría, entrando por ella dos hombres, el uno de mediana edad, grueso, lampiño, de pelo negro y liso como el hule, fisonomía entre clerical y chulesca, que Gormaz reconoció por el gracioso ó primer actor cómico de la compañía: el otro viejo, de borbónico perfil, con una de esas caras inteligentes y castizas de pelucona rancia, que aún hoy se ven en aldeanos del centro de Castilla y en algún torero. Era un rostro movible, donde a intervalos se transparenta ya la ironía indulgente, ya la enérgica voluntad vencedora de los muchos años. La nariz y la barba, en demasía aficionadas á gastar conversación, se combinaban bien con el mondo cráneo, lleno de protuberancias color marfil. La apostura era mucho más firme y desembarazada