Los pelos de Riley se pusieron de punta.
“¿Qué pasó con Moran?”, preguntó.
Kelsey negó con la cabeza con desaprobación.
“Todavía está libre”, dijo. “Muchas veces deseo jamás haber hecho ese trato. Lleva años dirigiendo todo tipo de actividades pandilleras. Los jóvenes pandilleros lo admiran. Él es inteligente y escurridizo. La policía local y el FBI no han podido llevarlo ante la justicia”.
Los pelos de Riley seguían de punta. Riley se encontró en la mente de Hatcher, meditando en la cárcel durante décadas sobre la traición de Moran. En el universo moral de Hatcher, un hombre así no merecía vivir. Y la justicia debió haberle llegado desde hace mucho tiempo.
“¿Tienes su dirección actual?”, le preguntó Riley a Kelsey.
“No, pero estoy segura de que la oficina de campo sí la tiene. ¿Por qué?”.
Riley respiró profundamente.
“Porque Shane va a matarlo”.
CAPÍTULO SIETE
Riley sabía que Smokey Moran corría gran peligro. Pero la verdad era que Riley no sentía mucha compasión por el matón feroz.
Shane Hatcher era lo que realmente importaba.
Su misión era regresar a Hatcher a la prisión. Si lo atrapaban antes de que matara a Moran por su traición, bien. Ella y Bill conducirían a la dirección de Moran sin darle ninguna advertencia. Llamarían a la oficina de campo local para que contaran con apoyo allá.
Los barrios pandilleros mucho más siniestros de Siracusa quedaban a media hora en carro de la casa de clase media en la que vivía Kelsey Sprigge. El cielo estaba nublado, pero no estaba nevando, y el tráfico se movía normalmente por las carreteras bien despejadas.
Riley accedió a la base de datos del FBI e investigó un poco en su celular mientras Bill manejaba. Vio que la situación local de las pandillas era grave, ya que se habían agrupado y reagrupado en esta área desde la década de 1980. En la era de Shane de las Cadenas, la mayoría habían sido locales. Desde entonces unas pandillas nacionales se habían trasladado a la zona, trayendo consigo mayores niveles de violencia.
Las drogas que alimentaban esta violencia con sus ganancias se habían vuelto más extrañas y mucho más peligrosas. Ahora incluían cigarrillos empapados en líquido para embalsamar y cristales llamados “sales de baño” que inducían paranoia. Nadie sabía qué sustancia aún más letal aparecería pronto.
Cuando Bill se estacionó frente al edificio de departamentos deteriorado donde vivía Moran, Riley vio a dos hombres con chaquetas del FBI bajarse de otro carro. Eran los agentes McGill y Newton, quienes los habían recibido en el aeropuerto. Pudo notar que llevaban chalecos Kevlar debajo de sus chaquetas. Ambos llevaban rifles de francotiradores marca Remington.
“Moran vive en el tercer piso”, dijo Riley.
Cuando los agentes entraron por la puerta principal del edificio, se encontraron con varios pandilleros que estaban pasando el rato en el vestíbulo raído y frío. Estaban parados con las manos metidas en los bolsillos de sus sudaderas con capucha y parecían no estar prestándoles mucha atención al grupo armado.
“¿Serán los guardaespaldas de Moran?”, se preguntó Riley.
No creía que era probable que intentaran detener a un pequeño ejército de agentes, aunque podrían avisarle a Moran que alguien iba en camino a su apartamento.
McGill y Newton parecían conocer a los jóvenes.
“Estamos aquí para ver a Smokey Moran”, dijo Riley.
Ninguno de los jóvenes dijo una palabra. Solo miraron a los agentes con expresiones extrañas y vacías. Ese comportamiento le parecía extraño.
“Salgan”, dijo Newton, y los chicos asintieron con la cabeza y salieron por la puerta principal.
Los agentes subieron tres tramos de escaleras con Riley en el frente. Los agentes locales revisaron cada pasillo cuidadosamente. Se detuvieron en frente del apartamento de Moran en el tercer piso.
Riley golpeó la puerta. Cuando nadie contestó, exclamó:
“Smokey Moran, te habla la agente del FBI Riley Paige. Mis colegas y yo necesitamos hablar contigo. No pretendemos hacerte daño. No estamos aquí para arrestarte”.
El silencio continuó.
“Tenemos razones para creer que tu vida está en peligro”, gritó Riley.
Nada.
Riley intentó el pomo. Para su sorpresa, la puerta no estaba cerrada con llave, y se abrió.
Los agentes entraron a un apartamento muy limpio que prácticamente no estaba decorado. Tampoco tenía una televisión, ni dispositivos electrónicos, ni una computadora. Riley entró en cuenta de que Moran lograba ejercer una gran influencia en el mundo criminal únicamente dando órdenes cara a cara. Pasaba desapercibido ya que nunca se conectaba, ni tampoco usaba un teléfono.
“Definitivamente es astuto”, pensó Riley. “A veces lo tradicional funciona mejor”.
Pero Moran no estaba por ninguna parte. Los dos agentes locales revisaron todas las habitaciones y los armarios rápidamente. No había nadie en el apartamento.
Todos bajaron las escaleras de nuevo. Cuando llegaron al vestíbulo, McGill y Newton levantaron sus rifles, listos para la acción. Los pandilleros jóvenes los estaban esperando en la base de las escaleras.
Riley los observó. Se dio cuenta que obviamente habían tenido órdenes de dejar que Riley y sus colegas registraran el apartamento vacío. Ahora parecía que tenían algo que decir.
“Smokey nos dijo que creía que vendrían”, dijo uno de los pandilleros.
“Nos dijo que les diéramos un mensaje”, dijo otro.
“Dijo que lo busquen en el viejo almacén de Bushnell en la calle Dolliver”, dijo un tercero.
Luego, sin decir más, los jóvenes se echaron a un lado, dejándoles a los agentes un montón de espacio para pasar.
“¿Estaba solo?”, preguntó Riley.
“Sí, estaba solo cuando salió de aquí”, respondió uno de los jóvenes.
Sentía un presentimiento extraño. Riley no sabía qué pensar al respecto.
McGill y Newton siguieron observando a los jóvenes mientras salieron del edificio. Cuando estaban afuera, Newton dijo: “Yo sé dónde queda ese almacén”.
“Yo también”, dijo McGill. “Queda a pocas cuadras de aquí. Está abandonado y a la venta, y se ha hablado de convertirlo en apartamentos elegantes. Pero no me gusta esto. Ese lugar es perfecto para una emboscada”.
Tomó su teléfono y pidió más apoyo.
“Tendremos que tener cuidado”, dijo Riley. “Los seguiremos en nuestra camioneta”.
Bill siguió de cerca a la VUD local. Estacionaron ambos carros delante de un edificio de ladrillos decrépito de cuatro pisos con una fachada hecha pedazos y ventanas rotas. Justo en ese momento llegó otro vehículo del FBI.
Cuando Riley observó el edificio más de cerca, entendió por qué McGill había querido más apoyo. El lugar era enorme y decrépito, con tres pisos de ventanas oscuras y rotas. Cualquiera de las ventanas podría ocultar a un tirador con un rifle fácilmente.
Todo el equipo local estaba armado con cañones largos, pero ella y Bill solo tenían pistolas. Serían un blanco fácil en medio de un tiroteo.
Aún así, Riley no le encontraba sentido a una emboscada. Después de eludir su detención hábilmente por unas tres décadas, ¿por