El dolor fluyó en su interior, el puro horror de lo que había sucedido lo llenaba. ¿Su madre había muerto? No podía ser. Ella siempre había estado allí, tan inamovible como una roca, y ahora… ya no estaba, había desaparecido en un instante.
Al instante, unos hombres entraron a toda prisa para atraparlo, unos brazos sujetaron los suyos desde ambos lados. Sebastián estaba demasiado bloqueado como para pelear. No podía creerlo. Él pensaba que su madre sobreviviría a todos en el reino. Pensaba que era tan fuerte y tan astuta que nada podría acabar con ella. Ahora alguien la había asesinado.
No, alguien no. Solo había una persona que pudiera ser.
—Lo hizo Ruperto —dijo Sebastián—. Ruperto es quien…
—No diga más mentiras —dijo el cabecilla de los guardias—. ¿Debo creer que es una coincidencia que lo hayamos encontrado corriendo armado por palacio tan seguido de la muerte de su madre? Príncipe Sebastián de la Casa de Flamberg, le arresto por el asesinato de su madre. Llevadlo a una de las torres, chicos. Supongo que querrán juzgarlo por esto antes de ejecutarlo como el traidor que es.
CAPÍTULO DOS
Angelica estaba delicadamente sentada en el salón de la casa señorial de Ruperto, arreglada con la misma perfección que las flores que había encima de la chimenea, escuchando cómo el príncipe primogénito del reino entraba en pánico mientras intentaba no mostrar nada de su menosprecio.
—¡La maté! —gritaba, abriendo sus brazos en cruz mientras andaba de un lado a otro—. La maté de verdad.
—Grita un poco más, mi príncipe —dijo Angelica, incapaz de evitar que se colara al menos un poco del desprecio que sentía—. Creo que algunos de los del edificio de al lado pueden no haberte oído.
—¡No te rías de mí! —dijo Ruperto, señalándola con el dedo—. Tú… tú me incitaste a esto.
Un débil chorrito de miedo creció en el interior de Angelica al oírlo. No deseaba para nada ser el blanco de la ira de Ruperto.
—Aun así, el que está manchado con la sangre de la Viuda eres tú —dijo Angelica, con un ligero toque de indignación. No por el asesinato; la vieja bruja lo tenía merecido. Era sencillamente repulsión por la falta de elegancia en todo aquello y por la estupidez de su futuro marido.
La expresión de Ruperto mostró ira, pero bajó la vista como si viera por primera vez la sangre que había en su camisa y que la manchaba de un carmesí que hacía juego con su capa. Su expresión volvió a algo parecido al desconsuelo al hacerlo. ¡Qué raro! , pensó Angelica, ¿Era posible que hubieran encontrado a una persona a la que Ruperto realmente se arrepintiera de hacer daño?
—Me matarán por ello —dijo Ruperto—. Maté a mi madre. Caminé por palacio manchado con su sangre. Me vieron.
Probablemente lo vio medio Ashton, dado la manera en la que seguramente había ido por las calles con ella. Lo único que lo salvaba era que durante esa parte del camino iba envuelto con una capa. En cuanto a lo demás… bueno, Angelica se encargaría de ello.
—Quítate la camisa —ordenó.
—¡Tú a mí no me das órdenes! —dijo Ruperto, atacándola verbalmente.
Angelica se mantuvo firme, pero suavizó un poco el tono, para intentar tranquilizar a Ruperto de la manera que evidentemente quería—. Quítate la camisa, Ruperto. Tienes que lavarte.
Lo hizo y también tiró su capa. Angelica le dio unos toques a las manchas de sangre que quedaban con un pañuelo y un cuenco de agua y borró lo que pudo de los restos de la violencia. Tocó una pequeña campana y una camarera entró con ropa limpia y se llevó la vieja.
—Ya está —dijo Angelica mientras Ruperto se vestía—, ¿no te sientes mejor?
Ante su sorpresa, Ruperto negó con la cabeza.
—Esto no se lleva lo que pasó. No se lleva lo que veo aquí, ¡aquí dentro! —Se dio un golpe en un lado de la cabeza con la mano abierta.
Angelica le cogió la mano y le besó la frente con la delicadeza de una madre a un hijo.
—No tienes que hacerte daño. Eres demasiado valioso para mí para eso.
Valioso era una palabra para ello. Necesario podría ser otra. Angelica necesitaba a Ruperto vivo y bien, al menos por ahora. Él era la llave para abrir todas las puertas del poder, y debía estar intacto para hacerlo. Antes, controlarlo había resultado muy fácil, pero todo esto era… inesperado.
—Pronto me perderás —dijo Ruperto—. Cuando descubran lo que hice…
—Ruperto, nunca había visto que una muerte te afectara de esta manera —dijo Angelica—. Has luchado en batallas. Has estado al mando de ejércitos que han matado a miles de .
También había luchado y matado en causes menos evidentemente necesarias. Había hecho daño a más de las que le tocaban durante toda su vida. Por lo que Angelica había oído, había hecho cosas que darían náuseas a la mayoría de , y que se habían escondido al mundo. ¿Por qué una muerte más iba a ser un problema?
—Era mi madre —dijo Ruperto, como si eso lo hiciera evidente—. No era cualquier campesina. Era mi madre y la reina.
—La madre que iba a robarte tu derecho natural —puntualizó Angelica—. La reina que iba a exiliarte.
—Aun así… —empezó Ruperto.
Angelica lo cogió por los hombros, con el deseo de poderle hacer entrar en razón—. No hay un aun así —dijo—. Te lo iba a quitar todo. Iba a destrozarte para dárselo todo a su hijo…
—¡Su hijo soy yo! —gritó Ruperto, apartando a Angelica de un empujón. Angelica sabía que ene ese instante debía tener miedo de él, pero lo cierto era que no lo tenía. Al menos, de momento, era ella la que tenía el control.
—Sí, lo eres —dijo Angelica—. Su hijo y su heredero, y ella intentó quitártelo todo. Intentó dárselo a alguien que te habría hecho daño. Prácticamente, fue en defensa propia.
Ruperto negó con la cabeza.
—No… no lo verán así. Cuando se enteren de lo que he hecho…
—¿Por qué iban a enterarse? —preguntó Angelica en un tono perfectamente lógico que fingía no comprender. Se dirigió a uno de los divanes que había allí, se sentó y cogió una copa de vino frío. Le hizo un gesto a Ruperto para que hiciera lo mismo, y este se bebió el suyo con una rapidez que daba a entender que apenas lo había saboreado.
—La gente me habrá visto —dijo Ruperto—. Adivinarán de dónde venía la sangre.
Angelica no pensaba que Ruperto fuera tan estúpido. Pensaba que era un imbécil, evidentemente, incluso un imbécil peligroso, pero no tanto.
—A la gente se la puede comprar, o amenazar, o matar —dijo—. Se la puede distraer con rumores, o incluso convencerla de que se equivocaba. Tengo a gente escuchando indicios de que la gente hable en tu contra, y cualquiera que lo haga será silenciado o quedará como un estúpido, de manera que será ignorado.
—Aun así… —empezó Ruperto.
—No empieces otra vez, mi amor —dijo Angelica—. Tú eres un hombre fuerte y seguro de ti mismo. ¿Por qué te cuestionas a ti mismo con esto?
—Porque esto puede ir mal de muchas maneras —dijo Ruperto—. No soy tonto. Ya sé lo que piensa de mí la gente. Si empiezan los rumores, se los creerán.
—En ese caso, procuraré que no empiecen —dijo Angelica—, o les encontraré un blanco más adecuado. —Alargó el brazo para cogerle una mano—. Cuando te acostabas con la hija de algún noble en el pasado y eras demasiado brusco con