—Ha llegado el momento de que esto vaya a nuestro favor —dijo, haciendo uso de ese poder y trazando los resquicios de consecuencia dentro de su mente. Cada uno representaba una posibilidad, una opción. El Maestro de los Cuervos no tenía ninguna manera de saber cuál sucedería; él no era la mujer de la fuente u otro de los verdaderos videntes. Sin embargo, podía ver lo suficiente para saber dónde ejercer influencia. Dónde apretar para conseguir los efectos que deseaba.
Contactó con los pájaros que aleteaban alrededor de Ashton. Su mente buscaba los lugares donde unas palabras bien situadas podrían hacer el máximo, y córvidos de todas clases bajaron del cielo para graznarlas.
Un cuervo se posó cerca del comandante que estaba a cargo de la vigilancia de la ciudad de Ashton y lo miró fijamente con sus ojos negros.
—Norteños en el río —graznó cuando el Maestro de los Cuervos pronunció—. Norteños en el río, vestidos de comerciantes.
No esperó a ver la conmoción del hombre mientras intentaba buscar el sentido a lo que estaba sucediendo. En su lugar, el Maestro de los Cuervos cambió su atención hacia un grajo que había en el cementerio e hizo que se posara encima de una lápida cerca de los conspiradores en potencia que planeaban huir.
—Sed valientes —graznó su pájaro—. Os vigilan.
Para compensarlo, mandó otro pájaro a un hombre que estaba al lado de una de las murallas principales e hizo que graznara un augurio de muerte. Sembraba valor y cobardía, decía verdades y contaba mentiras, entrelazándolas en un hechizo de cosas conocidas y medio conocidas.
No todos los pájaros salían victoriosos. Mandó a un mirlo volando en dirección a la ventana del Príncipe Ruperto y se encontró con que tenía unas rejas. Mandó a un cuerpo volando hacia los barcos que esperaban en el puerto, volando en círculo cada vez más bajo por encima del buque insignia de Ishjemme, y un hombre que miraba hacia arriba llamó su atención. El Maestro de los Cuervos conocía a ese hombre. Era el que le había clavado una espada en Ishjemme. Ahora miraba fijamente al pájaro y se llevó la mano al cinturón, del que sacó pistola tan rápido que casi no parecía humana…
—¡Maldita sea! —gruñó el Maestro de los Cuervos mientras apartaba de golpe su atención del pájaro justo a tiempo.
Se olvidó de la flota. En su lugar, concentró su atención en la ciudad, donde encontró pequeñas cosas que podrían dar valor a los hombres o quitárselo, que podrían avivar su rabia o volverlos descuidados. Hizo que una urraca le robara el anillo de casado a una mujer mientras estaba lavaba unos vasos y que lo tirara a los pies del soldado con el que estaba casada. Sin ninguna duda el hombre pasaría la batalla preguntándose por qué no estaba en su dedo, y si él debería estar en casa. Hizo que un cuervo levantara una vela encendida y la tirara a un grupo de edificios abandonados por donde las llamas treparían.
—Dejémoslos que elijan si quieren salvar sus casas de los invasores o del fuego —dijo.
Unos cien pájaros más salieron con otros encargos, cada uno de ellos llevándose un destello de poder, pero cada uno de ellos era una inversión en el caos que derivaría de ello. Algunos hablaban con los soldados, otros con los hombres y mujeres que él había enviado para este momento, que estaban allí para contar historias de los horrores de Ishjemme a aquellos que escuchaban, o insinuar una rebelión violenta contra el linaje de la Viuda, o ambas cosas.
El Maestro de los Cuervos tomó una batalla que debería haber sido una victoria fácil para los invasores y la transformó en algo más complejo, peligroso y mortífero.
Para cuando volvió a sí mismo, estaba sonriendo por lo que había conseguido. Los hombres pensaban en las grandes obras de la magia y pensaban en símbolos y libros antiguos, pero él había conseguido algo mucho más grande, con mucho menos. Echó un vistazo a sus oficiales, que observaban todavía con miradas obedientes a los cuervos que mordisqueaban a los muertos.
—Mañana el enemigo tendrá su batalla por Ashton —dijo—. Será violenta, con muchos muertos en todos los bandos.
No podía evitar sentir un punto de satisfacción en ello. Al fin y al cabo, él era la principal razón de que murieran tantos.
—¿Cuándo atacamos, mi señor? —preguntó uno de los comandantes de su flota—. ¿Tiene órdenes para nosotros?
—¿Estás ansioso por atacar? —preguntó el Maestro de los Cuervos.
—Lo estoy, mi señor —dijo el hombre. Se golpeó la mano con el puño—. Quiero aplastarlos por la humillación que causaron la última vez que estuvieron por aquí.
—Yo también —dijo un general—. Quiero que sepan que el Nuevo Ejército es más fuerte.
Le siguió un coro de asentimiento, cada hombre parecía esforzarse más que el último por demostrar lo comprometido que estaba en reparar los fracasos del ataque al reino de la Viuda. Tal vez se trataba de eso. Quizá cada uno de ellos deseaba demostrar que podían ser mejores. Quizá pensaban que se jugaban el pellejo si fracasaban de nuevo.
No se equivocaban del todo. Aun así, el Maestro de los Cuervos levantó una mano para pedir calma—. Tened paciencia. Volved a vuestros hombres y a vuestros barcos. Aseguraos que todo está listo para un ataque. Os diré el momento para ello.
Se marcharon en grupo, cada uno de ellos apresurándose para prepararse. El Maestro de los Cuervos los dejó ir. Por ahora, su atención estaba en el rojo sangriento del atardecer y lo que este presagiaba. No tenía ninguna duda de que por la mañana habría sangre en abundancia. Gracias a los esfuerzos de sus criaturas, habría una matanza a un nivel que haría que el río de Ashton se volviera rojo. Sus criaturas se darían un festín.
—Y cuando hayan terminado —dijo—, añadiremos a nuestro imperio lo que quede.
CAPÍTULO SIETE
La asesina conocida como Rose esperó a que estuviera completamente oscuro antes de remar hacia los barcos que esperaban en el puerto, sus remos estaban envueltos por tela en los escálamos. Ayudaba que la luna estaba brillante/tenía mucha luz y que ella siempre había visto bien en la oscuridad cuando era necesario. Esto significaba que no podía arriesgarse ni tan solo con un la linterna de un ladrón. Aun así, el miedo corría en su interior a cada brazada y solo lo inmovilizaba con esfuerzo.
—Irá bien —dijo—. Lo has hecho cientos de veces antes.
Quizás cientos no. Incluso los mejores de todos los tiempos en su profesión habían matado jamás a tantos. Ella no era el cuchillo de un carnicero, al que mandaban a matar a tantos como pudiera en una guerra. Ella era el cuchillo de un jardinero, cortando de raíz solo lo que era necesario.
—La mitad de los soldados que hay allí habrán matado más que yo —susurró, como si eso lo justificara.
Siempre había miedo cuando lo hacía. Miedo a ser descubierta. Miedo de que algo saliera mal. Miedo de que pudiera adquirir la clase de conciencia que evitara que hiciera lo que mejor se le daba.
—Por ahora no —susurró Rose.
Poco a poco, guió su barca a través de las barcas que estaban esperando. Nos e sorprendió al oír una voz gritando en la noche.
—¡Eh! ¿Quién anda ahí? ¿Qué estás haciendo?
Rose vio un soldado inclinado sobre la proa de un barco que había por ahí cerca, con un arco en las manos. Quizás un estúpido hubiera intentado remar hacia un lugar seguro, y hubiera recibido una flecha en la espalda por causar problemas. En su lugar, se paró a pensar por un momento. Los acentos eran algo en lo que había pasado tiempo trabajando, así que ahora Rose seleccionó uno adecuado, no el mismo de Ishjemme, sino el de una de las islas entre allí y la costa del reino, que