Tropezó hacia atrás y, al hacerlo, vio que se abrían más hoyos por el suelo de la arena, como bocas de bestias hambrientas. Y entonces, desesperada, tuvo una idea: quizás podría usarlos a su favor.
Ceres rodeaba los bordes de los hoyos, con la esperanza de retrasar el momento en el que él se acercara.
“¡Ceres!” llamó Paulo.
Se giró y su armero arrojó una lanza corta en su dirección. La vara dio un golpe seco en su resbaladiza mano, la madera tenía un tacto áspero. La lanza era más corta que las que se hubieran usado en una batalla real, pero aún así era lo suficientemente larga para abrirse camino con su punta en forma de hoja a través de los hoyos.
“Te cortaré a rodajas una a una”, prometió el combatiente, acercándose lentamente.
Ceres pensó que con un combatiente tan fuerte lo mejor sería agotarlo. ¿Cuánto tiempo podría aguantar luchando alguien tan enorme? Ceres sentía que sus músculos ya le ardían y que el sudor caía por su cara. ¿Se sentiría igual de mal el combatiente al que se enfrentaba?
Era imposible de saber con certeza, pero era lo que le daba más esperanza. Así que ella esquivaba y golpeaba, usando la longitud de la lanza lo mejor que podía. Consiguió escurrirse entre las defensas del gigante guerrero pero, sin embargo, su espada tan solo conseguía repiquetear en su armadura.
El combatiente levantó polvo hacia los ojos de Ceres, pero esta se giró a tiempo. Se dio la vuelta de nuevo e hizo movimientos circulares con la espada por lo bajo, hacia sus desprotegidas piernas. Él esquivó aquel barrido de un salto, pero ella consiguió hacerle otro corte en el antebrazo al retirar la espada.
Ceres golpeaba por arriba y por abajo ahora, apuntando hacia las extremidades de su oponente. Aquel hombre grande esquivaba y paraba los golpes, intentando encontrar el modo de hacer algo más que tanteos, pero Ceres continuaba moviéndose. Apuntó hacia su cara, con la esperanza de por lo menos desviar su atención.
El combatiente cogió la lanza. La agarró detrás de su cabeza, tirándola hacia delante mientras daba un paso al lado. Ceres tuvo que soltarla, porque no quería arriesgarse a que aquel hombretón tirara de ella hacia su espada. Su contrincante partió la lanza en su rodilla con la misma facilidad con la que hubiera roto una ramita.
La multitud rugió.
Ceres sintió un sudor frío en la espalda. Por un instante, visualizó a aquel gigante rompiendo su cuerpo con la misma facilidad. Tragó saliva al pensarlo y preparó de nuevo su espada.
Agarraba la empuñadura con ambas manos cuando vinieron los siguientes golpes, pues era el único modo de absorber algo del poder de los ataques del combatiente. Aún así, era increíblemente difícil. A cada golpe parecía que ella era una campana golpeada por un martillo. Con cada uno de ellos parecía que un movimiento sísmico corría por sus brazos.
Ceres ya se sentía cansada por el ataque. Cada respiración le costaba, como si respirara a la fuerza. No tenía sentido intentar contraatacar ahora o hacer otra cosa que no fuera retroceder y esperar.
Y entonces sucedió. Lentamente, Ceres sintió que el poder brotaba dentro de ella. Vino con un calor, como las primeras brasas de una quema de maleza. Se quedó en la boca de su estómago, a la espera, y Ceres fue a por él.
La energía la inundaba. El mundo iba a menor velocidad, a paso de tortuga, y ella sintió de repente que tenía todo el tiempo del mundo para parar el siguiente ataque.
También tenía toda la fuerza. Lo bloqueó con facilidad y, a continuación, blandió su espada e hizo un corte en el brazo del combatiente en una nebulosa de luz y velocidad.
“¡Ceres! ¡Ceres!” rugió la multitud.
Ella vio cómo la ira del combatiente crecía a medida que el cántico de la multitud continuaba. Ella podía entender el por qué. Se suponía que debían cantar el nombre de él, proclamar su victoria y disfrutar la muerte de ella.
Él gritó y embistió hacia delante. Ceres esperó mientras se atrevió, obligándose a quedarse quieta hasta que él casi la alcanzó.
Entonces se dejó caer. Sintió el susurro de su espada pasando por encima de su cabeza, seguido de la áspera arena cuando sus rodillas tocaron el suelo. Se lanzó hacia delante, balanceando su espada en un arco que golpeó las piernas del combatiente al pasar.
Él tropezó de cara al suelo y la espada se le cayó de la mano.
La multitud enloqueció.
Ella lo observaba desde arriba, mirando al horrible daño que su espada había hecho en sus piernas. Por un instante, se preguntó si podría conseguir ponerse de pie incluso así, pero él se desplomó hacia atrás, girándose sobre su espalda y levantando una mano como si suplicara piedad. Ceres retrocedió y miró hacia la realeza que decidiría si el hombre que tenía enfrente viviría o moriría. En cualquier caso, decidió ella, no mataría a un guerrero indefenso.
Se escuchó otro toque de trompeta.
A continuación se escuchó un rugido mientras se abrían las puertas de hierro en el lateral de la arena y el tono fue suficiente para que un escalofrío recorriera a Ceres. En aquel instante, sintió que no era más que una presa, algo que debía cazarse, algo que tenía que correr. Osó alzar la vista hacia el cercado de la realeza, sabiendo que aquello debía ser intencionado. La lucha había terminado. Ella había ganado. Sin embargo, aquello no era suficiente. Entendió que iban a matarla de un modo u otro. No dejarían que saliera del Stade con vida.
Una criatura, más grande que un humano y cubierta por un pelo enmarañado, entró con un pesado movimiento. Unos colmillos sobresalían de su cara, parecida a la de un oso, mientras unas protuberancias espinosas lo hacían a lo largo de la espalda de la criatura. En los pies tenía unas garras tan largas como puñales. Ceres no sabía qué era, pero no le hacía falta para saber que sería mortífera.
La criatura con aspecto de oso se puso sobre sus cuatro patas y corrió hacia delante, mientras Ceres preparaba su espada.
Primero llegó hasta el combatiente caído y Ceres hubiera apartado la vista si se hubiera atrevido. El hombre gritó cuando esta se abalanzó sobre él, pero no hubo modo de salir rodando de su camino. Aquellas garras gigantes se clavaron hacia abajo y Ceres escuchó el crujido de su coraza al ceder. La bestia rugía mientras atacaba salvajemente a su antiguo contrincante.
Cuando alzó la vista, sus dientes estaban cubiertos de sangre. Miró hacia Ceres, le enseñó los dientes y embistió.
Apenas le dio tiempo de apartarse a un lado, mientras daba cuchilladas a su paso. La criatura soltó un grito de dolor.
Sin embargo, el mismo impulso arrancó la espada de sus manos, con la sensación de que podría arrancarle el brazo si no la soltaba. Observó horrorizada cómo su espada iba dando vueltas por la arena hasta ir a parar a uno de los hoyos.
La bestia continuaba avanzando y Ceres, frenética, bajó la vista hacia el lugar donde los dos trozos de la lanza rota estaban sobre la arena. Se lanzó hacia ellos, agarró uno de los trozos y rodó en un solo movimiento.
Mientras ella se levantaba sobre una rodilla, la criatura ya estaba atacando. Se dijo a sí misma que no podía correr. Esta era su única oportunidad.
Iba disparada hacia ella, el peso y la velocidad de aquella cosa hicieron que Ceres se pusiera de pie. No había tiempo para pensar, no había tiempo para tener tiempo. Ella atacaba con el trozo roto de su lanza, dando golpes una y otra vez con él mientras se le acercaban las garras de la bestia con aspecto de oso.
Su fuerza era terrible, demasiada para igualarla. Ceres sintió que sus costillas podían estallar por su presión, la coraza que llevaba crujía bajo la fuerza de la criatura. Sentía sus garras como un rastrillo sobre su espalda y sus piernas, la agonía la abrasaba por dentro.
Su pellejo era demasiado grueso. Ceres le daba más y más golpes, pero sentía que la punta de su lanza apenas