—No fue eso. Piensa en el mundo.
Ceres pensó. Pensó en los efectos de la guerra. En los malditos desperdicios de Felldust y en las ruinas de la isla que había allá arriba. En los pocos Antiguos que quedaban en el mundo. En las invasiones y en la gente que había muerto luchando contra el Imperio.
—Creo que no los destruisteis por lo que representaría hacerlo —dijo Ceres—. ¿De qué sirve ganar si no queda nada después de hacerlo? —. Aunque imaginaba que había algo más—. Yo formé parte de una rebelión. Luchamos contra algo que era grande y malvado y que empeoraba la vida de la gente, pero ahora ¿cuánta gente ha muerto? Nada se resuelve asesinando a todo el mundo.
Entonces vio que Lin y Alteo se miraban el uno al otro. Asintieron con la cabeza.
—Al principio, permitimos la rebelión de los hechiceros —dijo Alteo—. Pensábamos que no serviría para nada. Después creció y luchamos, pero mientras nos enfrentábamos a ella, hicimos tanto daño como ellos. Teníamos el poder para destrozar paisajes enteros y los usamos. De qué manera lo usamos.
—Has visto las cosas que se le han hecho a esta isla —dijo Lin—. Cuando te sane, si es que te sano, tú tendrás este tipo de poder. ¿Qué harás con él, Ceres?
Hubo un tiempo en el que la respuesta hubiera sido sencilla. Hubiera hundido el Imperio. Hubiera destruido a los nobles. Ahora solo deseaba que las personas pudieran vivir la vida a salvo y felices; no era pedir mucho.
—Solo deseo salvar a la gente que amo —dijo—. No quiero destruir a nadie. Tan solo… creo que debería hacerlo. Odio aquello, solo deseo la paz.
Incluso a Ceres eso le sorprendía un poco. Ella no quería más violencia. Simplemente, debía hacerlo para evitar que asesinaran a personas inocentes. Aquello le valió que asintieran otra vez.
—Buena respuesta –dijo Lin—. Ven aquí.
La antigua hechicera se movía entre los botellines de cristal y las herramientas de alquimia que parecían existir de forma ilusoria. Se movía por allí, moviendo y cambiando cosas. Alteo iba con ella y los dos parecían trabajar con esa armonía que solo puede alcanzarse tras muchos años. Vertían soluciones en recipientes nuevos, añadían ingredientes, consultaban libros.
Ceres se quedó quieta observándolos y tuvo que reconocer que no entendía ni la mitad de lo que estaban haciendo. Cuando se pusieron delante de ella con un botellín de cristal, casi no parecía suficiente.
—Bebe esto —dijo Lin. Se lo pasó a Ceres y, a pesar de que parecía algo frágil, cuando Ceres lo cogió vio que era cristal sólido. Lo alzó y vio el destello del líquido dorado que coincidía con la tonalidad de la cúpula que la rodeaba.
Ceres lo bebió y tenía el mismo sabor que la luz de las estrellas.
Pareció invadirla y notaba su avance con la relajación de sus músculos y el alivio de dolores que no sabía ni que existían. También notaba que algo crecía en su interior, extendiéndose como un sistema de raíces que recorría su cuerpo mientras los canales por los que su poder había corrido se regeneraban.
Cuando terminó, Ceres se sentía mejor de lo que lo había hecho desde antes de la invasión. Parecía que una profunda sensación de paz se propagaba en su interior.
—¿Ya está? —preguntó Ceres.
Alteo y Lin se cogieron de las manos.
—No del todo —dijo Alteo.
La cúpula que rodeaba a Ceres pareció derrumbarse hacia dentro, lo que había dentro desapareció para convertirse en luz pura. Esa luz se concentró en el lugar donde estaban la Antigua y los Hechiceros, hasta que Ceres ya no pudo divisarlos allí dentro.
—Será interesante ver lo que pasa a continuación —dijo Lin—. Adiós, Ceres.
La luz estalló hacia ella, llenando a Ceres, inundando los canales de su cuerpo como el agua en acueductos recién construidos. La llenaba y continuaba llenándola a raudales, de modo que parecía que dentro de Ceres había más poder del que jamás había habido antes. Por primera vez, comprendió la verdadera fortaleza de los poderes de los Antiguos.
Se quedó allí quieta, vibrando con el poder, y supo que había llegado el momento.
Era el momento para la guerra.
CAPÍTULO SIETE
Jeva sentía que la tensión crecía a cada paso que daba hacia la sala de reuniones. La gente que había en el punto de encuentro la miraban fijamente del modo que hubiera esperado que la gente de fuera de sus tierras miraran a los de su especie: como si fuera una cosa rara, diferente, incluso peligrosa. No era una sensación que a Jeva le gustara.
¿Era solo porque aquí no veían a muchas con las marcas de las sacerdotisas o había algo más? Hasta que no aparecieron los primeros insultos y acusaciones de la multitud allí reunida, Jeva no empezó a comprenderlo.
—¡Traidora!
—¡Llevaste a tu tribu a la masacre!
Un joven salió de la multitud con la fanfarronería que solo los jóvenes pueden permitirse. Caminaba con largos pasos, como si fuera el dueño del camino que llevaba a la casa de los muertos. Cuando Jeva hizo un movimiento para acercarse a él, este fue a bloquearla.
Jeva debería haberle golpeado solo por eso, pero estaba allí para cosas más importantes.
—Aparta —dijo—. No estoy aquí para la violencia.
—¿Has olvidado por completo la manera de actuar de nuestro pueblo? —preguntó este—. Arrastraste a nuestra tribu a morir a Delos. ¿Cuántos regresaron?
Jeva notaba su rabia. El tipo de rabia que incluso su gente sentía cuando perdían a alguien cercano a ellos. Contarle que había ido hasta los antepasados y que debería estar contento no serviría de nada. En cualquier caso, Jeva no estaba segura de creérselo ahora mismo. Había visto las muertes sin sentido de la guerra.
—Pero tú regresaste —dijo el joven—. Destruiste una de nuestras tribus y tú regresaste, ¡cobarde!
Otro día, Jeva lo hubiera matado por eso, pero lo cierto era que el lloriqueo de un idiota no tenía importancia, no comparado con todo lo que estaba sucediendo. Hizo un movimiento para acercarse de nuevo a él.
Jeva se detuvo cuando este sacó un cuchillo.
—Tú no quieres hacer esto, chico —dijo ella.
—¿No me digas lo que yo quiero! —gritó él y se lanzó sobre ella.
Jeva reaccionó por instinto, esquivando del golpe con un balanceo, mientras atacaba con sus cadenas de cuchillas. Le agarró el cuello con una, que giraba mientras ella se movía con la velocidad que le proporcionaba una larga práctica. La sangre la salpicó mientras el joven se agarraba la herida y caía sobre sus rodillas.
—Maldito seas—dijo Jeva en voz baja—. ¿Por qué me has hecho hacer esto, idiota?
Evidentemente, no hubo respuesta. Nunca había respuesta. Jeva susurró las palabras de una oración para los muertos y, a continuación, paró y lo levantó. Otros aldeanos la siguieron mientras continuaba su camino y Jeva ahora sentía la tensión donde antes había habido bromas. La seguían de cerca, como una guardia de honor o como la escolta de un prisionero hacia su ejecución.
Cuando llegaron a la Casa de los Muertos, los ancianos del lugar ya la estaban esperando. Jeva caminaba descalza y se arrodilló ante la pira que ardía sin cesar y dejó caer encima el cuerpo de su atacante. Se quedó quieta hasta que empezó a arder y miró alrededor, a la gente a la que había venido a convencer.
—Viniste aquí con las manos manchadas de sangre —dijo un Orador de la Muerte, mientras daba un paso al frente y su túnica giraba—. Los muertos nos dijeron que vendría alguien, pero no que sucedería de esta manera.