–¡Pero chico, si la das con la badila la matas!
–¡Que la mate, recontra! ¿Para qué sirve en el mundo esa puerca? ¡Siempre metiéndose donde no la llaman! ¡Caciplándolo todo! ¡Metiendo las narizotas en las cosas de sus hermanos!… ¡Ya no la aguanto más, recontra!
Apesar de las disposiciones belicosas de Enrique respecto a su hermana, quedose un instante suspenso y pálido escuchando pasos en el corredor, lo cual probó a su primo Miguel que aún no le había abandonado enteramente el instinto de conservación. Los pasos se alejaron al fin sin dar el resultado desastroso que fue de temer, y Enrique con voz más sosegada dijo:
–Me parece que ya es hora de comer. Vamos abajo antes que nos llamen.
En efecto, cuando los dos primos llegaron al piso principal, la familia estaba ya en el comedor, que era una pieza espaciosa, amueblada también a la antigua. En el centro una gran mesa de roble tallado cubierta con el mantel y atestada de platos, copas, fruteras y dulceras; a juzgar por el número de cubiertos, había convidados. Sobre la mesa ardía una lámpara de bronce colgada del techo. Los aparadores casi tocaban en él y eran también de roble tallado; las sillas de roble igualmente; todo de roble. Esta madera dura, maciza y adusta, parecía el símbolo de aquella respetable familia.
Sentado ya a la mesa leyendo un periódico, estaba el dueño de la casa, D. Bernardo Rivera, con la frente espantosamente fruncida, no porque estuviese disgustado, sino porque tal era su costumbre siempre que leía algo; guardaba frente a los periódicos y los libros la actitud prevenida y hostil del que no quiere ser juguete de sofismas o frases relumbrantes. Doña Martina, su esposa, daba vueltas por la estancia, atenta a que nada faltase, ni sobrase, en la mesa y en los aparadores. Era mujer de unos cuarenta años, de regular estatura, metida en carnes, que no habría sido fea a los veinte, de fisonomía abierta y simpática, pero ordinaria; el talle y la figura más ordinarios aún, porque el vientre le había crecido en los últimos años mucho más de la cuenta y no había corsé que lo sujetase; la voz aguda y desentonada, los ademanes bruscos y el mirar dulce y halagüeño: vestía un traje de terciopelo de color castaño, que en aquella época era el sumo lujo entre las señoras de calidad; mas advertíase que aquel terciopelo no estaba tan bien pegado a sus carnes como era de esperar, dado el aspecto imponente y el concertado gusto y elegancia que reinaban en la casa. Consistía esto (vamos a decirlo en secreto al lector, porque en secreto y al oído se lo decían los amigos de la familia cuando tocaban este asunto), en que doña Martina había sido planchadora en sus juveniles años, planchadora de la casa de su esposo, o por mejor decir, de los padres de su esposo. Cómo D. Bernardo Rivera había descendido tan abajo y doña Martina había subido tan arriba, no era fácil de explicar en aquel tiempo; años atrás no había tal dificultad para los que apreciaban, en su justo valor, las carnes macizas y sonrosadas de la buena señora. Se contaban a este propósito mil anécdotas más o menos chistosas, que todas redundaban en elogio de ella; doña Martina había sido, en sus tiempos floridos, una fortaleza inexpugnable; el fuerte de Figueras y la ciudadela de Santoña, eran castillitos de naipes al lado suyo; sus condiciones de resistencia la habían llevado al término feliz en que hoy la vemos. Verdaderos o falsos estos dichos maliciosos, el resultado es que D. Bernardo se encontró casado, y fue necesario que su esposa salvase de un golpe la enorme distancia que mediaba entre su humildad y la grandeza y autoridad que habían acompañado al Sr. de Rivera desde sus más tiernos años. ¿La salvó en efecto esta señora? En concepto de D. Bernardo no, y esta era la espina más dolorosa de su vida, la que le amargaba las muchas satisfacciones que la sociedad le había proporcionado. Sin embargo, hay que convenir en que ella había hecho todo lo que estaba de su parte; si no lo había conseguido, acháquese a todo menos a falta de buena voluntad. Y todavía creemos que andaba su esposo algo exagerado en este punto; porque doña Martina supo muy bien, al cabo de pocos años, recibir a los amigos de su esposo con dignidad, ya que no con distinción, y supo también preparar una mesa con elegancia y pasear en carretela por la Castellana sin ir rígida e incómoda en el asiento; aprendió igualmente a no dormirse en el Teatro Real y a saludar a sus amigas desde lejos abriendo y cerrando repetidas veces la mano; ofrecía la casa bastante bien, aunque siempre con las mismas frases; se enteraba de las últimas modas y se las aplicaba; se echaba polvos de arroz y se pintaba las cejas cuando iba a algún sarao; por último, aunque con marcado acento español, había llegado a hablar medianamente el francés.
Apesar de todo esto, el Sr. de Rivera no estaba satisfecho. No que lo manifestase tontamente y al primero que llegase, pues la circunspección era una de sus cualidades predominantes, pero lo dejaba traslucir a sus íntimos amigos. Hallaba don Bernardo que su cara esposa reñía demasiado con los criados y a voces, que sus frases de cortesía eran siempre las mismas y pronunciadas en retahíla como una lección, que daba confianza a cualquier amiga y la iniciaba sin reparo en los asuntos domésticos, que no observaba, en fin, con las personas que frecuentaban la casa, aquella dignidad y reserva, aquel sosiego imponente propios de una perfecta señora. Este capítulo de cargos que el Sr. de Rivera tenía guardado contra su esposa, había ocasionado serios disgustos matrimoniales.
Sentada en una butaca trabajando con aguja de marfil en una colcha de estambre estaba Eulalia, cuya fisonomía semejaba notablemente a la de su papá: era también larga de cara, aguileña, de cejas pobladas y labios colgantes que expresaban un profundo desprecio a todo lo que abarcaban sus ojos: como él, tenía fruncida la frente casi siempre, lo cual daba a su rostro una expresión hostil, no muy común por fortuna en las doncellas de sus años; porque Eulalia estaba en la edad del amor, de las ilusiones, de la ternura, del rubor y la inocencia, por más que ninguna de estas cosas se advirtiesen en ella.
Cuando los dos primitos pisaron el comedor, levantó la cabeza y les clavó una intensa mirada escrutadora, que ellos por tácito acuerdo fingieron no advertir. Mas contra lo que esperaban, en vez de convertirla de nuevo a la labor, siguió cada vez más fija y más escrutadora sobre ellos, hasta el punto de turbarlos. Para evitar su fascinadora influencia se acercaron a los señores que allí había, los cuales les saludaron con palmaditas en el rostro. Doña Martina, después de dar a Miguel un beso sonoro en la frente, les preguntó que dónde habían estado: contestó Miguel en voz alta, para que lo oyese Eulalia, que se habían pasado la tarde en el cuarto de Enrique y Carlos jugando con el mapa de rompe-cabezas. Al oír esto Carlos, que tenía un año más que Enrique, se puso hecho un energúmeno, diciendo que si le enredaban otra vez con sus mapas, iba a hacer una en las narices de su hermano y su primo que fuese sonada; pero aquél le tranquilizó en seguida, manifestándole por lo bajo que no habían andado con su rompe-cabezas, sino con los frascos de Eulalia: no sólo se sosegó, sino que tuvo una verdadera satisfacción, porque para odiar a Eulalia estaban todos de acuerdo en la casa, menos su padre y su madre.
Carlitos era el hijo más guapo que tenían los Sres. de Rivera, y el más aplicado también. Cara redonda y sonrosada, facciones correctas, ojos negros y expresivos y poblados de largas pestañas. Todos sus estudios en la escuela fueron coronados por un éxito lisonjero; diplomas con orla de colores, libros, medallas de metal azogado, hasta una corona de laurel con cintas de seda que hizo llorar y moquear copiosamente a doña Martina, cuando de las manos del maestro la vio bajar solemnemente a la cabeza de su hijo. Pero su estudio favorito había sido siempre la geografía, sobre todo la astronómica. Los globos terráqueos y las esferas armilares que había hecho comprar a su padre, no pueden fácilmente contarse; apesar de ser un hombre de ciencia, estos artefactos duraban poco tiempo íntegros en sus manos; y consistía en que Carlitos no se limitaba a estudiar la lección, como cualquier chico vulgar, sino que la alteza de su pensamiento le arrastraba a escudriñar los secretos topográficos de nuestro planeta, para lo cual ideaba grandes vías de comunicación que tenía cuidado de señalar con tinta sobre el globo, atravesando las montañas más altas y salvando mares y lagos por medio de asombrosos puentes que ningún ingeniero del mundo se hubiera atrevido siquiera a imaginar. Muchas veces, sin embargo, la tinta se corría sobre la piel de que estaba revestido y quedaba el globo hecho un asco, y vuelta a comprar otro su padre, para que el fuego de la pasión geográfica no se extinguiese en el niño. Pues tocante a las esferas, pasaba lo propio. Carlitos no consideraba los espacios celestes con el asombro del hombre ignorante ni respetaba debidamente las leyes inmutables que determinan las revoluciones de los astros; familiarizado con todos