Era más joven que su hermana María. No llegaba aún a los cincuenta años. Vivía célibe y solo en la casa solariega que los Oscos tenían en la calle del Pozo, nada magnífica por cierto. Iba rara vez por casa de su hermana, no por antipatía, sino por lo retraído y áspero de su genio. Salía poco de casa, sobre todo de día. Tenía contadísimos amigos. El más íntimo de todos, el único puede decirse que gozaba de su intimidad, un fraile exclaustrado, que antes de ordenarse había servido en las filas del ejército como oficial. Fray Diego era su perpetuo camarada. El barón, por su carácter sombrío, por sus excentricidades, y sobre todo por lo espantable de su rostro, inspiraba general temor en la población. Los niños sentían en su presencia un terror pánico. Los padres y las niñeras, para reducirlos a la obediencia, les amenazaban con él:—¡Se lo voy a decir al barón!—¡Que viene el barón!—Hoy he visto al barón y me preguntó si eras obediente, etc. Y el barón, por su gesto, constantemente desabrido, por lo bronco y recio de la voz y por la brusquedad con que acostumbraba a hablarles, era para las inocentes criaturas un verdadero ogro. Iba constantemente armado de un par de pistolas; el estoque de su bastón era un verdadero sable. Se decía que había disparado sobre un criado sólo porque le había abierto una carta, y que en varias ocasiones había cogido a los niños que se atrevían a hacerle muecas en la calle, los metía en la cuadra, los desnudaba y los azotaba cruelmente con las correas del freno de su caballo. Verdaderos o inventados estos cuentos, contribuían a acreditarle entre el elemento infantil de Lancia como un monstruo de ferocidad del cual había que huir, si el temblor de las piernas lo consentía.
Una de las cosas que más coadyuvaban a infundir el terror en los pequeños y cierto respeto, no exento de miedo, en los grandes, era el caballo que el barón poseía; un caballo de ojo ardiente y feroz y de genio tan furioso que nadie osaba montarle más que él y su amigo Fray Diego, que había servido en caballería. Para sacarlo a beber lo llevaban siempre del diestro, y aun así el indómito bruto iba tirando saltos y coces, poniendo en conmoción a los transeúntes. Cuando el barón lo montaba, y dando corcovos y alzándose de brazos salía de casa, la calle se estremecía, los vecinos se asomaban a las ventanas, los niños se refugiaban en las faldas de sus madres, todos contemplaban atónitos aquel centauro temeroso. Realmente el barón de los Oscos en tal momento, con su rostro desfigurado, los ojos encarnizados, los grandes bigotes empalmados con las patillas, cerdosos y erizados, y el formidable torso pegado al caballo, era una figura que infundía espanto. Había que remontarse con la fantasía a la irrupción de los bárbaros para hallar algo semejante. Ni Alarico, ni Atila, ni Odoacro debían de tener aspecto más feo y siniestro ni producir más grima. Júzguese del efecto que causaría entre los vecinos tímidos cuando una temporada le dio por salir a caballo pasada la medianoche y recorrer las calles de la ciudad acompañado de un criado, caballero asimismo en otro corcel.
La condesa de Onís era dentro de su sexo un tipo tan estrafalario, por lo menos, como su hermano. Bajita, rechoncha, cara redonda y pálida con ojos negros y muertos, el cabello pegado a las sienes con goma de membrillo, vestida constantemente con el hábito morado del Nazareno. Vivía recluida en su palacio como una monja en el convento. Vivía entregada en absoluto a la devoción, pero a una devoción caprichosa, fantástica, en nada parecida a la que practican las almas verdaderamente místicas. Toda su vida había dado señales de un humor excéntrico, mas desde la muerte del conde se había pronunciado tanto que bien podían tomarse sus excentricidades como manías, y no de las más leves. Cuando joven había mostrado una naturaleza tan púdica que rayaba por su exageración en lo ridículo. Sus amigas la embromaban no pocas veces afectando cierta libertad en el hablar. Tan castísimos eran los oídos de la doncella de los Oscos, que los de una miss inglesa parecerían los de un sargento a su lado. No podía sufrir que la ropa interior de su hermano fuese en unión con la suya cuando la lavandera la llevaba o la traía. Si aquél le entregaba unos pantalones para que le cosiera un botón, cumplido el encargo corría a su cuarto y se lavaba bien las manos, y aun dicen que se echaba en ellas algunas gotas de agua bendita. Apretábase el seno hasta hacerse daño; subía el cuello de los vestidos contra las prescripciones de la moda; no se mudaba la camisa sino a oscuras, y cuando no tenía los guantes puestos jamás daba la mano a un hombre. La historia de su casamiento fue verdaderamente curiosa, llena de incidentes cómicos que se repitieron durante mucho tiempo por la ciudad. Sobre todo lo que acaeció en la primera noche de novios, verdadero o inventado, era muy gracioso y digno de figurar en una novela de Paul de Kok.
Durante el matrimonio esta virtud de la castidad templose un poco. Casi parece excusado decirlo. Mas luego que quedó viuda volvió a exacerbarse de modo notable. Sobre todo, en los últimos años adquirió aspecto de locura. Cuando se rezaba el rosario, que era dos veces al día, mandaba previamente una criada al gallinero para apartar, mientras durase, al gallo de las gallinas; luego la ordenaba separar las cucharas de los tenedores y los corchetes machos de las hembras. Por último, la hacía situarse en una ventana de la fachada lateral de la casa para impedir que ninguno orinara en el rincón donde los transeúntes solían hacerlo. Un día vino el cochero a decirle que una de las yeguas estaba en el celo. Tanto se indignó que, después de haber reñido ásperamente por la osadía de notificarle tal asquerosidad, mandó inmediatamente venderla. Una vez que sorprendió al mozo de cuadra dando un beso a la cocinera se puso enferma del disgusto. Ambos salieron inmediatamente de la casa.
Le gustaba, no obstante, tener tertulia a primera hora de la noche, pero de clérigos solamente. Acostumbraba a sentarse en una butaca, delante de la cual, con intención o sin ella, probablemente con intención, colocaba dos sillas de suerte que parecía estar detrás de una valla. Poco después de entrar los presbíteros y animarse la conversación, la condesa se dormía profundamente, y así estaba hasta las nueve en que las sotanas se despedían, por supuesto sin darle la mano. Como la casa tenía capilla, salía poquísimas veces, y esas en coche. Guardaba todo el oro, que llegaba a sus manos, en los parajes más ocultos del desván o de la huerta. Algunas veces por esta avaricia, o más propiamente por esta manía de urraca, la casa se vio en verdaderos aprietos: consintió en que su hijo pidiera a préstamo algunas cantidades antes que desenterrar las peluconas. Era además golosa, muy golosa, capaz de comerse una fuente de confites sin asomos de indigestión. Pero no habían de ser fabricados por las monjas: por extraña contradicción con sus piadosas inclinaciones, odiaba todo lo que olía a convento.
Pues por esta mujer estrambótica, bien podemos decir loca, fue educado el actual conde de Onís. Su carácter se resintió muchísimo. Para contrarrestar aquella excesiva sensibilidad, aquel temperamento débil y vacilante y el humor fantástico y sombrío de que daba en ocasiones tristes muestras, se hubiera necesitado una educación viril al aire libre, un maestro inteligente y enérgico que supiera despertar en su organismo el brío y la resolución de los Campo. Sucedió lo contrario desgraciadamente. La condesa se empeñó en que no siguiese carrera que le apartase de Lancia. Estudió, pues, en la universidad del pueblo la carrera de jurisprudencia, que es la capa con que los jóvenes ricos tapan su propósito de holgar toda la vida. Mientras duró, y mucho tiempo después de terminada, la condesa le tuvo sujeto a su autoridad de un modo que resultaba ridículo. Jamás salía de casa sin pedirle permiso, no fumaba en su presencia, se recogía al oscurecer, rezaba el rosario, confesábase cuando ella lo ordenaba. Mientras su cuerpo se desarrollaba prodigiosamente, se trasformaba en un mancebo bizarro y atlético, su espíritu continuaba tan infantil y sumiso como si nunca pasara de diez años. En esta vida retraída y afeminada agravose la nativa timidez de su carácter, su sensibilidad delicada se hizo enfermiza, su genio sombrío y receloso. Y lo más lamentable era que, sin ser una lumbrera, estaba dotado de clara inteligencia y poseía una penetración frecuente en los hombres reservados y tímidos. Carecía de ilustración y de experiencia; pero sabía mantener discretamente una conversación y no se le escapaban los defectos del prójimo. Como casi todos los seres débiles, gozaba a veces malignamente a costa de ellos. Es la venganza que la gente sin carácter toma de quienes lo poseen demasiado vigoroso y espontáneo. No obstante, estas ráfagas de ironía y malignidad no eran en él frecuentes. Aparecía más bien como un joven prudente, reservado, melancólico, de trato cortés y caballeroso, de corazón sensible, lleno de cariño y de respeto hacia su madre.
Después