La doncella aprovechó una pausa para dar a su señora noticia de un encuentro agradable que habían tenido en el Retiro.
–¿No sabe la señora a quién vimos en el paseo? Pues estábamos ya para venirnos cuando veo cruzar una mujer de mantón… Aquella mujer parece Aurora, digo para mí… Y así fue como lo pensé: la misma Aurora que había venido a Madrid a comprar zapatitos para los niños y se marchaba a su casa.
Aurora era una joven que había sido segunda doncella durante algunos años en casa de Escudero, se había casado con un tipógrafo y vivía en el Puente de Vallecas.
–¡Ay, señora, qué cambiada está! No la conocería si la viese. ¡Qué delgada, qué descuidada, qué sucia! Vergüenza me dio siquiera que hubiera besado a los niños…
Doña Eugenia dejó escapar un grito doloroso y se puso en pie de repente. Escudero, asustado del susto de su esposa, soltó el tenedor que cayó en el plato con estrépito; los niños chillaron, la doncella se puso pálida.
–¡Cómo!—profirió la señora con voz alterada—. ¿No sabe usted que le tengo prohibido que nadie bese a los niños…? ¡Y les besa una mujer que vive en uno de esos barrios sucios, llenos de miseria, y habita en una casa que será seguramente un foco de infección…! ¡Ahora mismo a desinfectar a estos niños! ¡Ahora mismo, sin pérdida de tiempo!
–Pero, mujer—se atrevió a apuntar Escudero, recogiendo el tenedor y volviendo a engullir tranquilamente—, no es tan seguro que la casa de Aurora sea un foco de infección, porque ella también tiene niños y es de suponer que los besará…
Doña Eugenia no escuchaba nada.
–¡Que los contagie ella si quiere…! ¡Yo no quiero contagio…! ¡yo no quiero que se mate a mis niños!
Y diciendo y haciendo los agarró con mano crispada del brazo, y bajándolos de la silla los arrastró hasta el lavabo del gabinete contiguo, y quieras que no les metió la cabeza en una disolución de sublimado y les restregó los labios y las mejillas casi hasta hacerles brotar la sangre. Los niños protestaban con altos gritos de aquel lavatorio intempestivo y cruel. La consternación se pintaba en el rostro de los espectadores, exceptuando el de Escudero que reaccionaba admirablemente ante los continuos sobresaltos que su espasmódica esposa le proporcionaba.
Todo quedó en calma al fin, pero la doncella delincuente se marchó llorando y vino otra a sustituirla. Sin embargo, al cabo de pocos minutos se presentó de nuevo con una carta urgente para el señor. Se puso éste con calma los anteojos, la leyó atentamente y luego sacudió la cabeza con tristeza.
–¡Pobre Manuel!
Un antiguo agente de negocios, compañero suyo, había quedado arruinado tiempo hacía; venía viviendo en la mayor miseria y por fin le notificaba que el casero le había puesto los muebles en la calle y le pedía por el amor de Dios que le diese veinte duros.
–¡No faltaba más…! ¡Ya lo creo que se los daré!—exclamó don Ramón, que era hombre caritativo, echando mano a la cartera.
Pero de pronto se detuvo, quedó un instante suspenso y por fin, levantándose, fue a su despacho. Miró su libro de gastos y vio que el día anterior había quedado agotada la consignación mensual de limosnas. Así que volvió diciendo con cara compungida:
–Dile que no puede ser… Lo siento mucho… pero no puede ser.
–¡Pero, papá!—exclamó Araceli.
–No puede ser, hija… no puede ser…—repuso con impaciencia.
Escudero hacía cuantiosas limosnas, tenía destinada para ello una partida crecida de su presupuesto mensual, pero era un hombre tan formal y tan exacto que, una vez agotada ésta, por nada ni por nadie haría un adelanto sobre el presupuesto del mes siguiente. Fue necesario conformarse. Sin embargo, Tristán sacó disimuladamente del bolsillo un billete y haciendo seña a la doncella, se lo dio por debajo de la mesa.
Araceli seguía de humor placentero. La poética aventura con la vizcondesa había exaltado sus sentimientos de grandeza. Mecida con deleite sobre las nubes irisadas del cielo aristocrático, no daba paz a la lengua. Las costumbres excéntricas pero respetables de la marquesa de C.***, tía de su amiguita Enriqueta, la belleza de la condesa de B.***, los trajes de la duquesa H.***, los escándalos del barón de S.***, un verdadero loco, pero ¡tan fino! ¡tan distinguido! Siempre se acordaría de aquella tarde en que se sintió indispuesta en las carreras y el mismo barón fue por una taza de te y se la sirvió por su propia mano.
La misma sobrexcitación heráldica le impulsó a dirigirse a su primo en tono jovial.
–¿Y qué tal, qué tal el marquesito del Lago? Dicen que es un cazador de primera fuerza.
Tristán se encogió de hombros con desdén.
–No sé si es de primera o de última, pero no le oí hablar nunca de otra cosa.
–Me ha dicho Visita que es un chico muy simpático.
Una pedrada en la cara no le hubiera hecho peor efecto a nuestro joven que aquella frase. Obscureciose su rostro y dijo con acento de concentrado desprecio:
–¡El marquesito del Lago es un imbécil!
–Para ti todos son imbéciles—repuso picada la prima—. No asistiendo al Ateneo y no citando a los filósofos alemanes… ya se sabe, un imbécil.
–Lo digo y puedo probarlo. Ni aun sabiendo de antemano lo que iban a preguntarle en el examen y preparándole su ayo toda una noche, fue posible que aprobase el derecho romano.
–¿Y para qué necesita saber derecho romano si es marqués?—replicó con audacia irritante la joven.
La disputa prosiguió con acritud por ambas partes, sobre todo por la de Tristán. Sin embargo, Escudero hizo callar a su hija, porque después de lo que Tristán había revelado era disculpable su cólera.
VII
SUS AMIGOS
Al entrar de nuevo Tristán en su cuarto después del almuerzo, encontró allí a su amigo García.
–¡Hola! ¿estás tú aquí? No me han dicho nada—dijo en un tono entre cariñoso y displicente.
Claro que no le habían dicho nada, ni había para qué. García, en opinión de los criados de la casa, no representaba nada porque traía el chaquet raído, los pantalones deshilachados, el sombrero con grasa y las barbas terriblemente aborrascadas. Y sin embargo, García era el amigo más íntimo que tenía el señorito Tristán, su condiscípulo y un catedrático en ciernes.
Su amistad databa de la Universidad. Un día en que a Tristán le tocó la conferencia, la pronunció con tal galanura que el profesor, sorprendido agradablemente, manifestó que se felicitaba de haber hallado al fin un discípulo de tan claro entendimiento y de palabra tan fácil. Al salir de clase un muchacho feo, peludo y desaseado, con quien nunca había cruzado la palabra, le abrazó y le felicitó con entusiasmo. Era García. Desde entonces no tuvo Tristán otro amigo más leal, más cariñoso, más abnegado. Al compás de los progresos que nuestro joven hacía tanto en la Universidad como en el Ateneo y la prensa, crecía en proporción geométrica la admiración de García. Cuando Tristán publicó sus primeros artículos y poesías en una revista, juzgole de golpe un gran hombre, y de esta opinión ya no le apeó nadie en toda la vida. Al ponerse a la venta el año anterior su volumen de poesías titulado Engaños y Desengaños, García le creyó en el pináculo de la gloria y él a su lado para compartirla. Recorría las calles con el tomo en la mano, entraba en las librerías y se enteraba de cuántos ejemplares se habían vendido, iba a los cafés y leía en alta voz algunos versos dejando estupefactos a los parroquianos, y en todas partes voceando y gesticulando dilataba la fama del poeta. Tristán agradecía aquella devoción; pero no lo bastante; hay que decirlo sin ambages. Así es nuestra pecadora naturaleza.
Como venía de la mesa malhumorado no hizo más que saludarle, encerrándose después en un silencio sombrío