–Vámonos, que ya estamos casi cercados de agua.
–Espera un poquito… tengo que decirte una cosa… Te la voy a decir muy bajo para que no se entere nadie… nadie más que tú… Ricardo, me alegraría que el mar subiese ahora de pronto y nos sepultase para siempre… Así estaríamos eternamente en el fondo del agua, tú sentado y yo apoyada en tu regazo con los ojos abiertos… Entonces sí, me dormiría a ratos y tú velarías mi sueño, ¿no es verdad? Las olas pasarían sobre nuestra cabeza y nos vendrían a contar lo que sucedía en el mundo… Esos peces blancos y azules que los marineros pescan con los anzuelos vendrían silenciosamente a visitarnos y nos permitirían pasar la mano por sus escamas de plata… Las algas se enredarían a nuestros pies formando cojines blandos, y cuando el sol saliera le veríamos al través del cristal del agua más grande y más hermoso, filtrando sus rayos de mil colores por ella y deslumbrándonos con su esplendor… Dí, ¿no te gusta?
–Calla, Martita; estás delirando… Vámonos, que el agua sube.
–Espera un momento… Hace una hora que estamos aquí y el viento no ha conseguido enfriarme las mejillas… tengo cada vez más calor en ellas. No importa… me encuentro bien… ¿Quieres hacerme un favor?… Sóplame en la cara a ver si me pasa esta sofocación… ¡Así, así!… ¡Qué amable eres!… Por algo dice todo el mundo que eres muy simpático… Tienes el genio un poco vivo… Oye; necesito pedirte perdón.
–¿De qué?
–De un susto que te he dado el otro día. ¿Te acuerdas cuando hicimos juntos un ramo de flores en el jardín?… Después quisiste hacerme una caricia y fuí tan necia que lo llevé a mal y me eché a llorar… ¡Qué sorpresa y qué disgusto habrás tenido!… Confieso que soy una tonta y que no merezco que nadie me quiera… Sin embargo, bien puedes creerme que no estaba enfadada contigo… Lloré de sentimiento… sin saber por qué… ¡Qué motivo tenía yo para llorar! Tú no querías hacerme ningún daño… no querías más que besarme las manos, ¿verdad?
–Nada más, hermosa.
–Pues yo tengo mucho gusto en que las beses, Ricardo… Tómalas…
La niña extendió hacia arriba sus lindas manos que se agitaron en el aire alegres y cándidas como dos palomitas recién salidas del nido. Ricardo las besó con efusión repetidas veces.
–No basta eso—prosiguió la niña riendo.—Antes me besabas en la cara siempre que me encontrabas o te despedías… ¿Por qué has dejado de hacerlo? ¿Me tienes miedo?… Yo no soy una mujer… soy una niña todavía… Hasta que me ponga de largo tienes derecho a besarme… Después ya será otra cosa… Anda, dame un beso en la frente…
–Ahora dame uno en cada mejilla… Aún sigue el calor ¿no es cierto?… Ahora quiero que beses las trenzas de mi pelo… Aguarda… déjame sacarlas que estoy acostada sobre ellas… A ti no te gusta el cabello negro… ya lo sé… pero eres muy amable y lo besarás por darme gusto…
Ricardo iba besando tiernamente los sitios que le señalaba. Al fin se detuvo y se puso a jugar con las trenzas negras, azotando con ellas suavemente el rostro de la niña. En los ojos de ésta seguía luciendo el mismo fuego malicioso. Sintióse levemente turbado y trató de fijar los suyos en el mar, pero ella le dijo sonriendo:
–Si no te enfadases te pediría otro aquí—y señaló a sus labios rojos y húmedos.
El rostro del joven marqués se tiñó de carmín. Quedó un instante inmóvil, y bajando al fin la cabeza unió sus labios a los de la niña con prolongado beso.
Un fuerte soplo de viento había despertado el Océano cuando se preparaba a dormir: agitóse un instante en su inmenso lecho de arena, cual si cambiase de postura, y dejó escapar un sordo murmullo de disgusto. Las olas tornaron a rodar a lo lejos hinchadas y azules: las de la playa clamaron de nuevo con extrañas voces. Apagáronse las luces que ardían en sus crestas y se desvaneció la esplendorosa ebullición de los tesoros submarinos. La mancha de plata iba adquiriendo los tristes reflejos del acero bruñido.
Cuando Ricardo separó sus labios de los de la niña, lo primero que hizo fué pasear una mirada inquieta por los contornos de la peña. Estaban ya cercados por el agua. Levantóse bruscamente y sin decir nada cogió a Marta entre sus brazos con la misma facilidad que si fuese una cervatilla, y dando un prodigioso salto cayó de bruces sobre la peña vecina, lastimándose un poco en una mano. Marta quedó ilesa y contempló la herida del joven: después, sacando su fino pañuelo de batista, lo ató silenciosamente sobre ella y echó a andar con paso rápido. Ricardo la siguió. Los dos marchaban callados. La distancia que los separaba se fué haciendo cada vez mayor, porque Marta ya no andaba, corría. El joven marqués sentía vago malestar y una turbación extraña que le impedían apretar el paso. Estaba enojado consigo mismo. Cuando entraron en el agujero del túnel que conducía al bosquecillo de pinos, perdió enteramente de vista a su amiga y hasta dejó de escuchar el ruido de sus botitas por el suelo. Al hallarse en medio de la cueva sumido en las tinieblas, creyó oir muy confusamente el eco de un sollozo y sintió aún más oprimido su corazón. Después de salir a la luz, empezó a encontrarse mejor.
Cuando llegaron a la casa supieron que se habían expedido ya varios criados a buscarlos, pues hacía rato que todo estaba dispuesto para el regreso. La tarde avanzaba y no era muy del gusto de las señoras que las sorprendiese la noche en el mar. Recibiéronlos, pues, con muestras de satisfacción, y todo el mundo se apresuró a acomodarse nuevamente en las falúas, que con el oleaje no estaban quietas un instante, como los caballos enjaezados, esperando al jinete al pie de la cuadra.
Izáronse las velas y dando largas bordadas para aprovechar el viento, hicieron rumbo hacia El Moral. Marta, al entrar en la lancha, había perdido los vivos colores de las mejillas.
El sol se acercaba cada vez con más prisa al horizonte. Las señoras veían con recelo crecer la sombra en el cielo como en el mar, dirigiendo miradas inquietas a los marineros. Las frecuentes viradas que las lanchas hacían les retrasaban extraordinariamente. Al cabo fué necesario arriar las velas y caminar al remo en línea recta. Nada tenía esto de particular, y es lo más usual cuando no se tiene el viento por la popa; pero he aquí que a Rosarito, la amiga de la señorita de Mory, se le mete en la cabeza de pronto que aquel cambio de motor náutico significa peligro inminente de naufragio, el cual se le representa a la imaginación con todos los horrores de que suele venir rodeado en las novelas por entregas: la densidad espesa de la noche, las olas elevándose como montañas a los cielos, los gritos de los náufragos mezclándose a los rugidos de la mar, etc., etc. Y sin poder evitarlo empieza a agarrarse con mano nerviosa a su amiga y a dejar salir de su boca exclamaciones de angustia y terror.
–¡Ay, Dios mío, vamos a perecer, vamos a parecer!
–No pasa nada; tranquilízate, Rosario.
–¡Sí, sí, vamos a perecer… nos vamos a ahogar!… ¡Dios mío, qué muerte tan horrible!… ¡Por qué habré venido yo a la Isla!… ¡Qué dirá mi papá cuando sepa que no tiene hija!… ¡Papá, papá del alma!…
¡Pero, niña, si no ocurre absolutamente nada!
–¡No me digas eso, por Dios! ¿no estoy viendo que han bajado las velas? ¡Ay, qué muerte, qué muerte tan espantosa!… ¡Morir sin confesión!… ¡Morir separada de mi papá!… ¡Y luego quedar sepultada aquí en este fondo tan negro… y ser comida por los peces… y por los cangrejos!… ¡Es horrible!…
Los esfuerzos de la señorita de Mory para calmar a su amiga eran inútiles. No contribuían poco a asustarla las voces de los marineros, que para alentarse y vencer la resistencia de las olas a cada golpe de remo gritaban a un tiempo: ¡Aaaguanta!… ¡aaaguanta!… Cada vez que sonaba esta palabra en el aire con ritmo brutal, Rosario exhalaba un grito de angustia; tanto que la vivaracha señorita de Mory, temiendo que se pusiera mala, dijo a los marineros:
–Señores, hagan ustedes el favor de no decir aguanta, porque esta señorita se asusta