Cuentos de l a segunda mitad del siglo xx
POLV O P A R A CO N STRUIR MONTA ÃAS
El caballero llegó surcando los cielos con los pies juntos a cuatro metros del suelo, volando, erguido. Atravesó la gran plaza que precedÃa la vivienda del primer piso del matrimonio Seta. Los brazos apenas se separaban de su cuerpo, y con el simple movimiento de las manos fijaba la dirección.
Era una noche despejada, tan despejada que la luna llena se parecÃa al sol cuando el astro está cubierto de nubes lijeras y el cielo es de un gris perla; y era la luna porque las farolas estaban encendidas y habÃa estrellas.
Ni un alma en la plaza, unos pocos coches aparcados, nada de tráfico.
Silencio.
Bruno Seta estaba ante la ventana abierta del salón.
Al ver a su tÃo abuelo, que ya reconociera en la lejanÃa, se alarmó; y es que le habÃan dado sepultura unas pocas horas antes. Sólo ansiedad, nada de terror. Retrocedió unos pasos y se detuvo. Sintió el impulso de acercarse y cerrar la ventana, pero mientras sopesaba sus opciones el otro llegó al salón. ¿QuerÃa entrar? No, se detuvo sin traspasar la ventana, con los ojos grises fijos en él, afligidos. Iba vestido con la misma ropa con la que le habÃan inhumado.
Bruno, no sin esfuerzo, se acercó: comprendió que el caballero querÃa hablar con él. Cara a cara, a una distancia de una cuarentena de centÃmetros. El uno suspendido en el aire, el otro con las piernas algo temblorosas y los pies clavados al suelo. Se miraron durante unos segundos; entonces el ectoplasma dijo:
Somos polvo que pretende construir montañas por sà solo. Ahora sé que Dios sólo nos erige montañas si nos confiamos a él. Lo siento.
Nada, nada, ya ves tú âsoltó su sobrino cómicamente, como si el otro se hubiera disculpado por un pecado venial, por una carencia involuntaria, pero en voz alta por la inquietud.
Entonces su tÃo, sin añadir nada más, dio media vuelta hasta quedar de espaldas y se fue, volando. Recorrió la misma lÃnea que habÃa hilado de ida mientras Bruno observaba cómo se alejaba, convencido de que llegarÃa un punto en el que el fantasma se desvanecerÃa en el aire; pero antes de que eso ocurriera despertó.
Valeria se encontraba a su lado, desvelada, observando al recién despierto marido:
He soñado una cosa muy rara âle susurró, y seguidamente se lo describió.
Era un sueño idéntico al suyo, solo que en la ventana estaba ella y el espÃritu le preguntó si podÃa pedirle perdón a Bruno de su parte. Le comunicó el encargo al instante, temiendo olvidarlo.
¿TelepatÃa? âse preguntó el marido en voz alta.
Una señal del cielo âdecretó su mujerâ, el difunto requiere plegarias y tu perdón.
¡Le hubiera gustado tanto que Valeria estuviera en lo cierto! Una señal verdadera del más allá en vez de la emersión de un sentimiento de culpa por una sempiterna aversión hacia ese hombre. Un sentimiento rechazado inútilmente por la razón, y sin embargo suficientemente fuerte como para perturbar la mente de ella durante el sueño. Pero, ¡¿cómo podÃa creer en una señal cuando habÃa perdido la fe cuando no era más que un niño, rodeado de lecturas ateas y profesores infieles?! Y no obstante sentÃa la necesidad de Dios, que habÃa intentado encontrar en los últimos años, en vano.
Ah, ¡lo que darÃa por un destino que me deparara algo más! Aunque fuera una señal minúscula, pero fuera cierta â. En eso pensaba en el duermevela mientras recuperaba el sueñoâ Si me llegara una verdadera señal y no un simple sueñoâ¦
El odio hacia el tÃo abuelo nació en Bruno más de veinte años atrás.
Era 1963. Estudiante. Acababa de empezar el segundo año de EconomÃa y Comercio, que era como se llamaba entonces el tÃtulo en economÃa de Torino y esperaba incorporarse en la profesión con papá.
La vÃspera de una noche, su padre, corredor de bolsa, recibió de forma inesperada la llamada del caballero. Ãste le pidió cita en su estudio «para hablar de asuntos importantes concernientes al espléndido futuro que le aguarda a mi sobrino, o sea, a tu hijo».
Aquella llamada le pareció a la vez graciosa y desconcertante; por la artificiosa y burocrática expresión que habÃa usado el familiar y porque la parecÃa ridÃcula la idea de que «de ese artesano», y no del estudio profesional, le deparara a su hijo «un futuro espléndido».
Cuando murió su mujer el doctor Seta se prometió no rendirse y dedicarse por completo a un Bruno que apenas tenÃa tres años; pero como no alcanzaba para ayudarle en los estudios se vio obligado a ingresarlo en un internado hasta que terminara la educación primaria. A pesar de que era un liberal agnóstico escogió «un serio centro de religiosos» por la fama que le precedÃa y donde sabÃa que seguirÃan los pasos de su hijo de cerca:
¡Pero sólo hasta que acabe los estudios obligatorios!
Durante la adolescencia le libró a su venerada educación laica; y fue durante el bachillerato, por causa de los profesores ateos, que Bruno perdió la fe en Dios.
Al haberle dedicado a su hijo su propria vida y haberlo hecho lo mejor que pudo papá Seta se tomó a la ligera, aunque en el fondo estuviera disgustado, que de repente otros le plantearan una previsión de futuro a Bruno.
Aquel pariente de tres al cuarto âque en su madurez se casara con la tÃa de la difunta madre de Brunoâ abrió por allá a finales de los cuarenta un negocio artesanal de juguetes con un par de dependientes. Como las familias no se visitaban a menudo nunca supieron que con la expansión económica de los años 50 y principios de los 60 el caballero amplió el negocio hasta convertirse en fabricante de juguetes y materiales plásticos con casi doscientos operarios y un volumen de