Estas ondas de choque, estas olas que impactan y sacuden a nuestra apacible nebulosa desencadenan en ella su contracción, y al contraerse comienza a girar y a achatarse.
Este disco achatado que es ahora nuestra nebulosa planetaria, conduce la mayor parte de la materia hacia el centro donde ésta se acumula.
Este enorme cúmulo de materia (en su mayoría gas) hace que -bajo su propio peso y por efecto de la gravedad- colapse, iniciando así la combustión de la incipiente estrella central, el Sol.
La misma fuerza de gravedad -la misma fuerza gravitacional- que genera la acumulación de materia en el centro y como consecuencia la creación de una estrella, en nuestro caso el Sol, también produce remolinos y grumos en el disco de polvo, disco de polvo en el que se ha convertido la nebulosa original y que ahora gira lentamente alrededor del Sol.
Estos grumos que giran como remolinos sobre sí y que continúan su viaje en torno al centro, son los nodos que van a dar origen a los planetas.
Estos planetas primigenios, estos nodos o remolinos de materia estelar, continúan su camino en torno al Sol, pero no con un movimiento circular, sino en forma de espiral, cayendo hacia él, acercándose un poco más en cada vuelta, en cada órbita. Por lo que se deduce que cuando iniciaron sus giros, los remolinos originales, se encontraban más lejos de lo que los planetas “terminados” se encuentran actualmente.
¿Y cuál fue la consecuencia de ese acercamiento al Sol por ese camino en espiral? Bien, lo que ocurrió fue que esos planetas bebés -podríamos decir-, fueron “limpiando” de escombros, polvo, y gas, el espacio por donde pasaron y, de esa forma, acrecentaron sus masas con la materia capturada.
Entonces, recapitulemos y observemos el panorama general.
Primero: surge una nube de polvo y gas caótica que flota en el abismo interestelar, fruto de la explosión previa de alguna supernova que desperdiga por el espacio su materia.
Segundo: se genera un disco de acreción a partir de esa materia que va a dar origen, primero al Sol y luego a los planetas.
Tercero: ese disco es en sí mismo una nube de polvo y gas, que los planetas al orbitar irán limpiando del espacio circundante.
Al “barrer” ese material, al atraerlo hacia sí, los planetas incrementarán su tamaño con el polvo y el gas capturado.
Muchas de esas rocas, polvo y hielo, remanentes[6] de aquella nube, son los meteoritos que aún hoy continúan precipitándose a la Tierra, y que han dejado tan marcada la superficie de la Luna y de nuestro propio planeta.
También el viento solar, producto de la combustión nuclear del Sol, limpia el espacio circundante del material liviano y lo desaloja hacia los confines del sistema.
Mientras esa ola de gas y polvo liviano es expulsada por el viento solar, vuelve a ser capturada en su camino por la gravitación de los planetas que encuentra a su paso, acrecentando así –un poco más- la masa de cada uno de ellos.
6 Polvo Zodiacal: Los astrónomos han detectado polvo interplanetario, remanente y nuevo, -producto de la llegada de polvo interestelar y de los cometas-, en nuestro sistema solar. Se le llama polvo zodiacal y genera una luminiscencia que puede verse en el plano de los planetas, o sea, el plano de la eclíptica, allí donde estuvo -en el principio- el disco de acreción.
También se han descubierto varios sistemas solares en formación en los que se puede apreciar el polvo protoplanetario existente entre los planetas que se están consolidando y la estrella central.
Luego de 4.000 millones de años de vida del Sol y de su viento solar, aún continúa flotando polvo en el espacio interplanetario. El polvo remanente de la nebulosa original al que se suman permanentemente lo que sueltan los cometas y el que llega del espacio interestelar, o sea, el polvo que está más allá del sistema solar y que arriba a nuestro sistema gracias a las corrientes de vientos de las estrellas, novas, ondas gravitacionales y toda la dinámica de la galaxia.
Bien, ya tenemos entonces, planetas primitivos que giran en órbitas casi circulares en torno al Sol, porque al estabilizase el movimiento general del sistema, dichas órbitas han dejado de ser espiraladas.
Estos planetas, que estuvieron recibiendo material del gas y polvo del espacio -posiblemente, muchas veces, en forma de colisiones violentas-, tienen que haber existido, en ese momento, en estado de lava fundida (en el caso de los planetas no gaseosos), porque la fricción genera calor, y las colisiones de esa materia produjeron muchísima fricción lo cual derivó en un gran aumento de temperatura que derritió las rocas y el polvo uniendo todo ello en masas únicas, por lo general, de forma casi esféricas.
Los planetas, al recibir cada vez menos impactos, comenzaron a enfriarse, y al enfriarse generaron una cáscara, una costra, una superficie sólida, la corteza terrestre sobre la que actualmente caminamos. No sólo se formó la superficie, sino que además, los gases que se liberaron y quedaron atrapados por la fuerza de gravedad dieron lugar a una atmósfera, como es el caso de nuestro planeta Tierra y la atmósfera cuyos gases hoy respiramos.
Por su parte, el hielo de la nube original, también atrapado, originó el agua y, por consiguiente su acumulación generaría los mares, los ríos, la lluvia.
Bien, muy bien, ahora pensemos cómo fue ese tiempo en que el planeta, aunque ya se había enfriado bastante como para que la costra terrestre se formara, aún era demasiado caliente como para que el agua lograra acumularse en forma líquida sobre la superficie. En esa época, el ciclo de: evaporación–condensación–lluvia era mucho más rápido debido a las altas temperaturas de la superficie. En ese tiempo, la humedad era verdaderamente insoportable. Lluvias y tormentas eléctricas se sucedían sin solución de continuidad. La lluvia se evaporaba tan sólo tocar la tierra.
Un cielo impenetrable, mucha niebla, y la luz del Sol que apenas lograba filtrarse.
Seguramente habría sido imposible para una persona, de haber podido estar en la superficie, haber visto las estrellas o el mismo Sol debido, por un lado, a lo cerrado de las nubes y la niebla, y por otro, a causa del polvo remanente que aún flotaría en el espacio entre los planetas en formación.
¿Suena muy complicado o difícil de imaginar? Sí, es posible.
Me parece que un buen ejercicio, para ubicarse en esa situación, sería imaginarse estar en medio de una fuerte tormenta de arena y una vez allí intentar ver el Sol.
Seguramente veríamos la luz, el resplandor que nos rodea, pero difícilmente podríamos identificar con exactitud la fuente, el origen de esa luz. El polvo, “la arena” que vuela en la tormenta, ese polvo en suspensión nos impediría ver el Sol.
Por otra parte, mientras “afuera” se desarrolla esta “tormenta de arena” aquí dentro, en la atmósfera del planeta, nos encontraríamos en medio de una lluvia hirviente torrencial, con nubes, rayos y relámpagos, además de erupciones volcánicas, lluvias de cenizas y vapores venenosos.
Ciertamente todo un escenario, un tremendo escenario, un escenario muy distinto del actual.
Este escenario, en el que hoy probablemente no duraríamos vivos ni un minuto, crearía las condiciones ideales para iniciar el camino de la vida (humedad, temperatura, rayos cósmicos y radiación solar -que impactaban sin casi ningún impedimento). Condiciones ideales que crearían los primeros aminoácidos, las primeras cadenas moleculares. Cadenas que luego darían origen a organismos más complejos.
Ahora, que las condiciones están dadas, vamos a adentrarnos en el siguiente paso. La evolución de la vida.
3 ¡Y EN ESTE RINCÓN… LA VIDA…!
Ya vimos antes que la vida, como la conocemos