Una vez llegado a la puerta de casa, me paro un momento para recuperar el aliento, después de esas escaleras empinadas y resbaladizas, en la penumbra que deja la luz del día a mis espaldas. La puerta está abierta, como suele pasar en los pueblos pequeños, y desde la entrada la entreveo detrás de una cortina de plástico de colores, con su delantal y las mangas arremangadas, yendo de una parte a otra de la gran cocina. Lo que adoro de ella es la sonrisa siempre lista para acogerte. Me cuelo en la cocina sin hacer ruido y susurro:
—Mamá…
Como si fuera una palabra mágica e intocable. Cuando se gira sobresaltada, en sus ojos veo una mezcla de sorpresa y alegría infinitas y así acabamos abrazándonos como si no nos hubiéramos visto desde hacía mucho tiempo. Como si fuera todavía un niño, me besa las mejillas una y otra vez, en ese abrazo suave que no quiero que termine. Curiosa por mi llegada, hace que me siente junto a ella y empieza a preparar el café y a poner sobre la mesa galletas, un pastel y un bizcocho ya ha empezado, todo rigurosamente hecho por ella. Al no tener muchas visitas, cada vez que llego debe ofrecerme todo lo que haya en casa y sé muy bien que incluso un pequeño rechazo sería para ella una ofensa, así que empiezo a comer un trozo de pastel con mermelada de naranja, mi preferida. Mientras maneja la pequeña cafetera para dos, empieza a contarme todos los chismes de la zona: desde la llegada del nuevo sacerdote hasta el parto gemelo de dos potros en la granja de al lado.
Tiene un modo de hablar tan sereno que parece que sigue cantando y me quedo escuchándola sin pestañear, envuelto en esta atmósfera cada vez más lejos del mundo. Hoy tengo necesidad de hacer confidencias, así que le hablo de mi misteriosa mujer del café. Se sienta y apoyando un brazo sobre la mesa de madera me escucha como si le estuviera contando un cuento. No me interrumpe y en cuanto acabo de hablar se queda un rato en silencio, debatiéndose entre comentar mi absurda no relación y continuar permaneciendo en silencio. Luego se levanta, me sonríe y se dirige a la cafetera, que ha empezado a resoplar y a salpicar café sobre la cocina blanca e inmaculada. Después de este interminable momento de silencio, me pregunta si es por esta razón por lo que estoy ahí y si debe decirme que querría que hiciera… porque, según ella, toda historia de amor, y también locuras como la mía, deben seguir su propio curso sin que nadie pueda meter baza, arriesgándose a cambiar el curso exacto de las cosas. Mientras me pone el café en la tacita de cerámica finísima, tanto que parece de mentira, le respondo que solo quiero compartir mi vida con ella, como he hecho siempre, sin querer nada más. Me acaricia la cara, sonríe y empieza a contarme como se conocieron ella y papá, una historia que conozco muy bien, pero que me encanta oír de su boca. Sus ojos se vuelven llorosos y por primera vez veo en ella la melancolía de la soledad y de la ausencia y me doy cuenta de que verdaderamente necesita atesorar estos momentos juntos, para recordarlos para siempre, registrándolos en la memoria, esperando sin embargo que se puedan reproducir en la eternidad. Después de tomar la bolsa preparada con la pasta recién hecha, un pedazo de cada postre y con los huevos frescos y las verduras de nuestra huerta, vuelvo a la calle hacia mi automóvil. El viento ha amainado y el sol aún más alto me calienta el rostro.
Comienzan a apreciarse los primeros aromas de comida, en alguna casa están asando pimientos, de una ventana abierta llega el olor de una tarta recién sacada del horno y todo el pueblo participa de estos olores que se mezclan los unos con los otros en una bellísima alternancia que solo los pequeños pueblos pueden regalar a sus visitantes. Me bajo en el obrador para comprar la pizza blanca, siempre caliente y recién sacada del horno. Se que me voy a arrepentir de haberla comprado, ya que cada vez que la compro me siento mal porque está muy bien condimentada y es algo pesada, pero si no la como no me parece haber estado aquí, entre las pequeñas montañas del Lazio. Interrumpe mi tranquilidad, hecha de manos manchadas por el aceite y con la boca satisfecha gracias a la pizza y la sal gruesa, el sonido del celular que me sorprende y rompe el encantamiento. La próxima vez debo acordarme de apagarlo. Como un equilibrista, trato de sacarlo del bolsillo del abrigo, sin que se caiga la pizza y tratando de no romper los huevos envueltos en el periódico, dentro de la bolsa. En la pantalla veo la foto de mi ex, Lucía, pero cuando intento responder deja de sonar. La llamaré más tarde. Con ella he pasado los mejores años de mi vida, en una sincronía única durante seis años, hasta que aceptó un trabajo en el extranjero y me negué a seguirla. Entonces me di cuenta de que ya no era el gran amor que creíamos, una toma de conciencia común hasta el punto de hacernos muy cercanos todavía hoy. Estos días está en Italia y por eso hablamos más de lo habitual y no solo con mensajes de texto y correos electrónicos. Siempre es bonito volver a verla y alguna vez he pensado que hice mal al dejarle que se fuera, pero luego me doy cuenta de que solo era algo puramente egoísta y por tanto he aceptado nuestra amistad a distancia, que cada día se refuerza más. Nos veremos esta tarde, por fin solos para contarnos a la cara este último año alejados.
Me subo al coche y después de haber dejado la bolsa en el asiento de atrás, vuelvo a la capital, con los pulmones llenos de aire limpio y los zapatos sucios de tierra. Hoy de verdad que me gustaría volver a verla, pero sé muy bien que tendré que esperar a mañana por la mañana para nuestro habitual intercambio de miradas. Durante el trayecto devuelvo la llamada a Lucía y le cuento mi mañana campestre, quedamos para la tarde y me despide diciéndome que tiene que darme una noticia. Su tono de voz está lleno de entusiasmo, parece una niña delante de un árbol de Navidad lleno de regalos para ella. ¿Tal vez vuelve a Italia? La idea me hace sentir bien y empiezo a hacerme a la idea de volver a tenerla de nuevo cerca de mí, laboralmente hablando. Ambos somos fotógrafos freelance o, mejor dicho, todavía yo lo soy, mientras que ella trabaja para una famosa revista satinada de fotografía en Francia. Llegando a Roma, me paro para hacer unas fotos a las lejanas balas de heno en los campos en torno a la autovía, aprovechando una pequeña área de descanso donde puedo detener el coche. Me dan ganas de trepar la valla y correr alrededor y tumbarme en el suelo a tomar un poco de ese sol que transforma el grano en hilos de oro. Sería agradable quedarme con la espalda sobre la hierba recién cortada para luego levantarme lleno de briznas de paja en los cabellos. A lo lejos, dos caballos justo delante del sol permiten algunas fotos más vivas: parece que están corriendo dentro de sus rayos, da casi miedo a que se incendien y que su correr adelante y atrás sea un desafío contra esa bola ardiente. Luego desaparecen en el horizonte y el sol pierde su aspecto que infunde temor y pasa a ser solo el fondo de un escenario para enamorados. Perdido en mil pensamientos y tras unas pocas fotos, me doy cuenta de que estoy retrasado en mi plan de trabajo y así, a mi pesar, debo volver a la gran ciudad para ser fagocitado por las tareas cotidianas antes de que llegue la esperada cita de la tarde.
CAPÍTULO 2
MIRADAS EN EL BAR
El despertador suena como cada mañana cuando ya estoy con los ojos abiertos desde hace al menos un cuarto de hora revolcándome en la cama y sintiendo el primer frescor de la mañana que se mete bajo el edredón de plumas de oca. Un pequeño momento solo para mí, para pensar como será el día, aunque en los últimos meses el primer pensamiento es para él. Es absurdo pensar lo primero de todo en un completo desconocido, que ahora es sin embargo parte de mi vida cotidiana. Estoy tan colada por esta persona que todos los preparativos se centran en él, en tratar de saber qué le puede gustar y cómo atraer su atención. Al final solo quiero esto, atraer la atención de mi hombre misterioso, reduciéndose todo a esta primera aproximación,