DOS
De Eva Forte
Traducido por: Mariano Bas
A quien me ha dado el valor para empezar esta nueva aventura.
Prólogo
Cada uno de nosotros tiene dentro de sí muchas historias ligadas a su vida, pero también a su fantasía. Historias listas para nacer y terminar sobre el papel, para tomar vida bajo la pulsación de los dedos sobre el teclado.
Dos nace así y, como en la vida real, ha tomado forma día tras día, aprendiendo a conocer a los protagonistas y su voluntad de jugar y conocerse yendo más allá de las convenciones y de las relaciones sentimentales normales que siguen rutas bien definidas.
El redescubrimiento de los cinco sentidos, del saber recuperar el pasado incluso dentro del presente, del saber superar la soledad buscada durante mucho tiempo.
Un viaje por la ciudad, el campo y lugares lejanos para entender qué es verdaderamente el amor que nace de una mirada que ofrece un refugio seguro cada mañana.
CAPÍTULO 1
EL CAMPO
No hay nada mejor que levantarse pronto por la mañana, cuando la ciudad duerme todavía y el silencio nocturno comienza a quebrarse con la irrupción de los primeros sonidos del día. En invierno parece que estás incluso acunado por la luna, con el frío que te envuelve en cuanto sales de la cama, abandonando la calidez nocturna y el aroma del suavizante sobre las sábanas.
El calor del edredón, con toda su blandura, deja paso a pequeños escalofríos que me ayudan a despertar mientras atravieso la casa todavía oscura y silenciosa. Después de encender la máquina del café, mis ritos matutinos comienzas a sucederse uno tras otro. Pongo la ducha con un fuerte chorro caliente que disuelve la espuma. Mi albornoz está ya listo ahí cerca, para evitar que el frío se convierta en molesto y cortante. Con las primeras noticias del día, saboreo el café caliente y humeante, recién hecho mientras me vestía. Pequeñas cosas que me ponen de buen humor, incluso antes de salir de casa y afrontar la vida cotidiana. Como todos los lunes, la alegría de volver a verla es tanta, después de dos días dedicados a fantasear sobre su vida y sobre lo que podría haber estado haciendo en cada instante del día. En los últimos años he perdido el entusiasmo por tener una relación duradera con una mujer, dado que los últimos periodos transcurridos de pausa entre cada relación están produciendo beneficios. Cuando la encontré después, la idea de atarme a otra ya se había desvanecido, al menos por el momento, y esta nueva aventura hecha de encuentros platónicos y de miradas robadas se hace más excitante cada día, casi con la esperanza de que todo se mantenga en este plano, sin un contacto real, sin saber quién es o a qué se dedica.
Oigo al perro del vecino que ladra y, regular como un reloj, se abre la puerta del rellano para el habitual paseo matinal a Villa Borghese. Una anciana tiene la tarea de sacar a pasear ese minúsculo perrito, tan ruidoso que no se puede creer que sea tan pequeño. Una señora simpática, ya sola y sin otros intereses que ayudar a que el ingeniero no tenga que dar un corto paseo a su animalillo, por el cual no tiene mucho interés. Envuelta en su gran abrigo apelmazado, toma la correa y baja las escaleras, paso a paso, con el pequeño perro tirando impaciente por llegar a la calle después de una larga noche bajo techo. Espero siempre hasta que deje de ladrar antes de salir de casa. La simpática anciana muestra un cariño especial en nuestros encuentros y parece tener siempre el deber de informarme de todas sus vicisitudes médicas sin perder nunca el aliento y cuando eso ocurre, siempre corro el riesgo de perder mi encuentro matinal con mi fascinante desconocida, cosa que generalmente me pone de mal humor. Hasta hoy, pocas veces ha ocurrido que no nos hayamos encontrado en el bar o al menos en la calle que la aleja del local, para ese encuentro visual que basta para darme fuerzas para todo el día.
En cuanto oigo cerrar el portal estoy de inmediato delante de la puerta con las llaves en la mano y la mochila en la espalda, con el anorak bien abotonado sobre la bufanda cálida y suave sin la que estaría perdido en los meses más fríos. Ya impaciente, imaginando cómo se habrá vestido hoy, a menudo trato de imaginármela y hago apuestas conmigo mismo para ver si estamos de acuerdo también en estas cosas más frívolas. También he tratado de adivinar al menos el color de los pantalones o qué vestiría en general. Un juego infantil, pero que me hace sonreír cuando veo que he acertado algo de ella. Acelero el paso por la calle, la anciana esta mañana se ha retrasado con el ingeniero, que le ha dado algún consejo sobre a dónde llevar a su «hijo peludo», como le gusta llamarlo.
Ya en el umbral del bar, la veo, junto con su habitual compañera de desayuno, sentada en la pequeña mesa junto a la nevera de la bollería en exposición. Todos los días cruzamos nuestras miradas y ella tarda en apartar la suya, el calor de nuestras sonrisas parece solo uno. Con eso basta, nuestra no relación acaba ahí, aunque siempre trato de verla sin que se pueda dar cuenta, para contemplar cómo se mueve, como se toca el pelo. Una de las primeras veces me senté detrás de ella por la curiosidad de sentir qué perfume llevaba y para poderla recordar durante el día no solo por el destello con el que respondió a mi mirada. En estos tres meses, desde nuestro primer encuentro, no he oído nunca su nombre y esto hace todo aún más fascinante y misterioso. De ella solo sé que es muy madrugadora como yo y que no puede empezar el día sin un capuchino y un simple cruasán.
A veces me escondo detrás de la nevera, que me permite verla tras los cristales, entre las esponjosas tartas de colores de su interior. Hace unos días su amiga debió haberse dado cuenta, visto el modo en que ahora me mira en cada encuentro y por eso he abandonado mi fresco escondite para volver al lugar habitual al lado del mostrador, entre ella y la salida, para no perderme ni un momento de nuestro encuentro.
Cuando he tenido el valor de confesar mi amor platónico a Stefano, he tenido que esperar más de cinco minutos a que dejara de reírse. Debe haberle divertido mucho, sobre todo lo de que me esconda entre las tartas y la bollería del bar. Conociéndome a mí y mi facilidad de aproximación al sexo femenino, se ha sorprendido bastante por el hecho de que en estos meses no haya dado un paso adelante, pero no entiende que la belleza de mi sentimiento está precisamente en el hecho de haberla idealizado. Ir más allá acabaría con todo, sobre todo con esta sensación de lo desconocido que da a esta historia una carga de misterio.
Después de una semana de lluvia incesante, hoy por fin ha vuelto al sol y he aprovechado para tomarme un día de vacaciones para dar una vuelta por la campiña romana. Así que después de una media hora me encuentro ya lejos del caos ciudadano, de las calles atestadas y de los altos edificios que esconden el cielo. En el automóvil ni siquiera he encendido la radio, tan presente está su recuerdo mi mente. Por un momento incluso he tenido la absurda idea de presentarme y pedirle que venga conmigo. La habría llevado a uno de los hermosos parques de la Vía Flaminia, para contarle por fin todo sobre mi y saber también al menos su nombre. Al final ha prevalecido la razón y ahora estoy a punto de llegar a casa de mi madre, en un pequeño pueblecito con cuatro casas puestas en fila, que permanece paralizado en el tiempo. Se huele incluso el pan recién cocido con leña y el frío penetra hasta los huesos en cuanto entro en la calle principal. El viento te envuelve y te acompaña, mientras suena en tus oídos casi susurrándote consejos para la vida. Vengo aquí a menudo para reflexionar, en este ambiente surrealista de otros tiempos. También mi madre parece una mujer que no ha aceptado seguir los calendarios. Siempre guapa, a pesar de las arrugas que marcan los años y con las manos toscas y nudosas de quien nunca ha ahorrado un segundo en los campos ni en la cocina. Su único paso adelante ha sido el de aceptar el celular que le he regalado, a la fuerza, la última Navidad. Desde que mi padre no está, saber que está sola tan lejos de la ciudad no me deja tranquilo y poder así hablar con ella al menos telefónicamente me hace sentirme más sereno. Después de sus primeras dudas, incluso ha aprendido a usarlo y de vez en cuando me manda alguna foto y así nos sentimos más cercanos a pesar de los kilómetros de distancia.
Hoy no le he avisado de mi llegada, sé que le gustan mucho las sorpresas y además he querido esperar hasta el último momento para ver el tiempo antes de salir a la carretera. Una vez llegado a la calle principal, las primeras en darme la bienvenida han sido dos gallinas, tal vez escapadas de algún corral. Estos