—¡Maldición!
Levanté de golpe la cabeza, que tenía inclinada sobre algunos documentos que estaba reordenando. Tenía los ojos cerrados, y una expresión tan vulnerable en aquel rostro de muchacho, que quedé enternecida.
—¿Todo bien?
Su mirada fue bruscamente gélida, y casi me molestó que hubiera abierto los ojos.
—Es mi condenado editor —explicó, agitando una hoja.
Era una carta que había llegado con el correo de la mañana, a la que no había hecho caso. Yo clasificaba la correspondencia, y me recriminé por no habérsela dado primero. Quizás estaba molesto conmigo por haber omitido una misiva importante. Sus palabras sucesivas revelaron, sin embargo, el enigma.
—Hubiera querido que esta carta se perdiera por la calle —dijo disgustado—. Pretende que le envíe el resto del manuscrito. —Mi silencio pareció alimentar su furia—. Y yo no tengo otros capítulos para mandarle.
—Son tantos días que lo veo escribir —expresé perpleja.
—Son días que escribo idioteces, dignas sólo de terminar donde han ido a parar —precisó, señalando la chimenea.
Había notado que el fuego había sido encendido el día anterior, y me sorprendí, considerando la temperatura totalmente veraniega; pero no pedí explicaciones.
—Intente hablar con su editor. ¿Quiere que le haga la llamada? —propuse, rápida—. Estoy segura de que comprenderá...
Me interrumpió, agitando bruscamente la mano, como si quisiera expulsar una mosca molesta.
—¿Comprenderá qué? ¿Que estoy en crisis creativa? ¿Que estoy viviendo el clásico bloqueo del escritor? —Su sonrisa burlona hizo palpitar mi corazón, como si lo hubiera acariciado. Echó la carta sobre la mesa—. El libro no continuará. Por primera vez en mi carrera me parece que no tengo nada más que escribir, que he agotado mi vena.
—Entonces haga otra cosa —dije impulsivamente.
Él me miró como si yo hubiera enloquecido.
–¿Disculpe…?
—Concédase una pausa, así podrá entender qué está sucediendo —le dije frenéticamente.
—¿Haciendo qué? ¿Un poco de footing? ¿Una carrera en coche? ¿O una partida de tenis?
El sarcasmo en su voz era tan afilado como para lacerarme. Me pareció casi sentir el calor pegajoso de su sangre que brotaba de sus heridas.
—No solo existen hobbies físicos —dije, agachando la cabeza—. Podría escuchar un poco de música, quizás. O leer.
¡Ajá!, ahora si que me liquidará en un abrir y cerrar de ojos, pensé, como a quien hubiera sugerido el peor cúmulo de tonterías de la historia. En cambio, sus ojos estaban atentos, concentrados en mí.
—Música. No es una idea perversa. Total, no tengo nada mejor que hacer, ¿no? Me señaló un tocadiscos, en el estante más alto de la librería.
—Cójalo, por favor.
Subí en la silla y lo bajé, admirando al mismo tiempo sus detalles.
—Es maravilloso. Original, ¿verdad?
Él asintió, mientras lo ponía sobre el escritorio.
—Siempre he sido un apasionado de enseres antiguos, aunque este es más moderno. En la caja roja encontrará los discos de vinilo.
Me detuve delante de la librería, con los brazos inertes a lo largo del cuerpo. Había dos cajas negras de dimensiones similares en el mismo estante en el que había estado antes el tocadiscos. Me pasé la lengua sobre los labios áridos, mi garganta ardía. Él me llamó, impaciente.
—Dese prisa, señorita Bruno. Sé que no voy a ninguna parte, pero eso no justifica su lentitud. ¿Qué es? ¿Una tortuga? ¿O ha ido a lecciones de Kyle?
Nunca seré capaz de acostumbrarme a su sarcasmo, pensé encolerizada, mientras tomaba una apresurada decisión. Era el momento: confesar mi aberrante anomalía o seguir la vía más fácil, como en el pasado. Es decir, coger una caja al azar y rogar que fuera la correcta. No podía abrirla antes y espiar el contenido, estaban cerradas con grandes trozos de cinta adhesiva. Luego de pensar en las frases terroríficas de las que sería objeto si dijera la verdad, me decidí. Subí sobre la silla, y traje abajó una caja. La apoyé sobre el escritorio sin mirarla. Lo sentí que buscó en ella, en silencio. Sorprendentemente era la correcta. Y volví a respirar.
—Mira. —Me presentó un disco—. Debussy.
—¿Por qué él? —pregunté.
—Porque he vuelto a valorar a Debussy, desde que sé que su nombre fue elegido en homenaje a él.
La sencillez primitiva de su respuesta me dejó sin respiración, con el corazón que se retorcía entre esperanzas punzantes como espinas. Porque eran demasiado hermosas para creerlas.
Yo no sabía soñar. Quizás porque mi mente ya había entendido al nacer aquello que mi corazón se negaba a hacerlo. Es decir, los sueños no se convierten nunca en realidad. No los míos, al menos.
La música tomó cuerpo, e invadió la habitación. Primero suavemente, luego con mayor vigor, hasta subir en un crescendo emocionante, seductor.
El señor Mc Laine cerró los ojos, y se apoyó en el respaldo de la silla, absorbiendo el ritmo, haciéndolo suyo, apropiándose de él en un robo autorizado.
Yo lo miraba, aprovechando el hecho de que no podía verme. En ese momento me pareció tremendamente joven y frágil, como si una simple ráfaga de viento pudiera quitármelo. Cerré yo también los ojos ante aquel pensamiento vergonzoso y ridículo. Él no era mío, nunca lo sería, con o sin silla de ruedas. Mientras más pronto lo entendería, más pronto recuperaría mi sentido común, mi reconfortante resignación, mi equilibrio mental. No podía poner en peligro la jaula en la que deliberadamente me había encerrado, no debía exponerme a un sufrimiento atroz a causa de una simple fantasía, de un sueño irrealizable, digno de una adolescente.
La música cesó, candente y embriagadora. Reabrimos los ojos en el mismo instante. Los suyos habían retomado su habitual frialdad; los míos estaban empañados, somnolientos.
—El libro así no está bien —determinó—. Haga desaparecer el tocadiscos, Melisande. Quisiera escribir un poco, incluso reescribir todo. —Me dedicó una sonrisa resplandeciente—. La idea de la música ha sido genial. Gracias.
—¿Le parece...? No he hecho nada especial —balbuceé, escapando a su mirada, a las profundidades en las cuales corría el riesgo regularmente de perderme.
—No, no ha hecho nada especial, en efecto —admitió, haciendo bajar mi moral por debajo de mis tacones, por el modo rápido con el que me había liquidado—. Es usted, que es especial, Melisande. Usted, no lo que dice o hace.
Su mirada chocó contra la mía, decidida a capturarla como de costumbre. Levantó las cejas, con esa ironía que ya conocía tan bien.
—Gracias, señor —respondí compungida.
Él rio, como si hubiera dicho un chiste. No me lo tomé a mal, me encontraba divertida. Es mejor que nada, quizás. Recordé nuestra conversación de unos días atrás, cuando me había preguntado si por amor hubiera cedido mis piernas, o mi alma. Esa vez, respondí que nunca había amado, y por lo tanto ignoraba