De este modo las tres ancianas se arreglaban, después de todo, casi tan cómodamente como si todas pudiesen ver a un tiempo. La que tenía el ojo en la frente llevaba a las otras dos de la mano, mirando intensamente en derredor suyo; tanto, que Perseo temía que pudiese atravesar con la vista la espesa zarza tras de la cual él y Azogue se habían escondido. ¡Decididamente, era terrible encontrarse al alcance de ojo tan penetrante!
Pero antes de llegar a la zarza, una de las Tres Mujeres Grises exclamó:
–¡Hermana, hermana Espanto, ya hace mucho tiempo que tienes puesto el ojo! Ahora me toca a mí.
–Déjamelo un momento más, hermana Pesadilla—respondió Espanto—. Me parece que veo algo detrás de aquella zarza.
–Bueno, ¿y qué?—respondió Pesadilla con malos modos—. ¿No puedo yo ver tan bien como tú lo que haya detrás de la zarza? El ojo es tan mío como tuyo, y me parece que sé usarle tan bien como tú, por no decir mejor. Quiero que me lo entregues inmediatamente.
Pero al llegar aquí, la tercera hermana, cuyo nombre era Quebrantahuesos, empezó a quejarse, y dijo que a ella era a quien le tocaba tener el ojo, y que Pesadilla y Espanto siempre le querían sólo para ellas. Para terminar la disputa, Espanto se quitó el ojo de la frente y le levantó en la mano.
–Pues tomadle vosotras, y sea de quien quiera—exclamó—, y acabemos con esta disputa necia. Por mi parte, me alegraré muchísimo de estar un rato en la obscuridad. Agarrarle pronto, o me lo vuelvo a poner en la frente.
Pesadilla y Quebrantahuesos extendieron las manos, procurando ansiosamente arrebatar el ojo de la mano de Espanto. Pero como las dos estaban ciegas, no acertaban a encontrar la maño de su hermana; y como en aquel momento Espanto estaba tan ciega como ellas, tampoco acertaba a poner el ojo en sus manos. Así, como comprenderéis fácilmente, las tres viejas estaban en grandísimo apuro. Porque aunque el ojo brillaba y centelleaba como una estrella, ninguna de las tres mujeres alcanzaba una sola chispa de su luz, y estaban todas en obscuridad completa por su demasiada impaciencia por ver.
A Azogue le divertía tanto ver a Pesadilla y a Quebrantahuesos esforzándose en vano por encontrar a su hermana Espanto, que apenas podía contener la risa.
–Ha llegado el momento—dijo en voz muy baja a Perseo—. Vivo, vivo, antes de que alguna pueda pescar el ojo. ¡Quítaselo de la mano!
Y en un instante, mientras las Tres Mujeres Grises seguían disputando, Perseo saltó de detrás de la zarza y se hizo dueño de la presa. El ojo maravilloso, al pasar a su mano, centelleó más brillante que nunca, y pareció mirarle a la cara con aire de inteligencia, con la misma expresión que si hubiese tenido un par de párpados para hacer un guiño. Las Tres Mujeres Grises no sabían nada de lo que había sucedido, y suponiendo cada una de ellas que el ojo estaba en poder de una de las otras, empezaron a disputar de nuevo. Por fin, Perseo no quiso que las pobres viejas se insultasen más de lo necesario, y creyó que había llegado el momento de las explicaciones.
–Señoras mías—dijo—, tengan ustedes la bondad de no disgustarse unas con otras. Si hay aquí algún culpable, ese soy yo, porque tengo el honor de llevar en la mano vuestro brillantísimo y excelentísimo ojo.
–¡Tú, tú tienes nuestro ojo! ¿Y quién eres tú?—chillaron a un tiempo las Tres Mujeres Grises. Porque, naturalmente, se asustaron muchísimo al oir una voz extraña y comprender que su vista había caído en manos no sabían de quién—. ¡Ay, hermanas, hermanas! ¿Qué vamos a hacer? ¡Todas estamos en la obscuridad! ¡Danos nuestro ojo precioso y único! ¡Tú tienes dos para ti solo!
–Diles—apuntó Azogue a Perseo—que se lo entregarás en cuanto te hayan dicho dónde puedes encontrar a las Ninfas que tienen las sandalias que vuelan, el saco mágico y el yelmo de la invisibilidad.
–Mis queridas, buenas y admirables señoras—dijo Perseo, dirigiéndose a las Tres Mujeres Grises—: no hay motivo para que se asusten ustedes de ese modo. No soy un malvado, ni mucho menos. Les devolveré a ustedes el ojo sano y salvo, brillante como nunca, en cuanto me digan dónde puedo encontrar a las Ninfas.
–¿A las Ninfas? ¡Pobres de nosotras, hermanas! ¿Qué dice este hombre?—gritó Espanto—. La gente asegura que hay muchísimas Ninfas: unas que se pasan la vida cazando en los bosques, otras que viven entre los árboles, otras que tienen cómoda habitación en el agua de las fuentes. De ninguna sabemos nada nosotras. Somos tres ancianas desdichadas, que vamos caminando en la obscuridad, que nunca hemos tenido más que un ojo para las tres, y ahora nos lo han robado. ¡Devuélvenosle, buen desconocido; quienquiera que seas, devuélvenosle!
Y las tres mujeres extendían la mano, intentando coger a Perseo. Pero él tenía buen cuidado de mantenerse fuera de su alcance.
–Respetables señoras mías—dijo, porque su madre le había enseñado a emplear siempre la mayor cortesía—: tengo el ojo en la mano, y lo conservaré con el mayor cuidado hasta que tengan ustedes la amabilidad de decirme dónde están las Ninfas. Las que yo voy buscando son las que tienen el saco encantado, las sandalias que vuelan y… ¿cómo se llama?… ¡ah, sí!, el yelmo de la invisibilidad.
–¡Desgraciadas de nosotras, hermanas! ¿De qué habla este joven?—exclamaron Espanto, Pesadilla y Quebrantahuesos, dirigiéndose unas a otras con gran apariencia de asombro—. ¡Un par de sandalias que vuelan! Pero, ¿no comprende que si tuviera la locura de ponerse semejante calzado, los pies le echarían a volar por encima de la cabeza? ¡Y un yelmo de invisibilidad! ¿Cómo puede un yelmo hacer invisible a un hombre, a no ser que le cubra de pies a cabeza? ¡Y, por si era poco, un saco encantado! ¿Qué clase de bolso será ese? No, no, buen amigo; no podemos decirte nada de todas esas maravillas. Tú tienes tus dos ojos, y nosotras uno para las tres; mejor podrás tú que nosotras, pobres mujeres ciegas, encontrar todo lo que necesitas.
Perseo, oyéndolas hablar de aquel modo, empezó a creer que, en realidad, las Tres Mujeres Grises no sabían nada de lo que les preguntara, y le daba pena tenerlas en apuro tan grande; tanto, que ya estaba a punto de devolverles el ojo, pidiéndoles perdón por la molestia que les había causado; pero Azogue le sujetó la mano.
–No consientas que se burlen de ti—dijo—. Estas Tres Mujeres Grises son las únicas en el mundo que pueden decirte dónde encontrarás a las Ninfas, y si no consigues saberlo, nunca conseguirás cortar la cabeza de Medusa con los cabellos de serpientes. No te ablandes, y todo saldrá bien.
Y sucedió como Azogue decía. Hay pocas cosas que la gente quiera más que la vista de sus ojos. Y las Mujeres Grises querían al suyo como si hubiese sido media docena. Viendo que no había otro medio de recobrarlo, acabaron por decir a Perseo lo que necesitaba saber. Y en cuanto se lo hubieron dicho, él, con el mayor respeto, puso el ojo en la órbita vacía de una de sus frentes, les dió las gracias por su amabilidad y se despidió de ellas. Antes de que el joven se hubiese alejado lo bastante para dejar de oirlas, ya habían empezado otra disputa, porque dió la casualidad de que había entregado el ojo a Espanto, que ya había disfrutado de él antes de que empezase la cuestión con Perseo.
Es muy posible que las Tres Mujeres Grises tuvieran demasiada costumbre de turbar su armonía con peleas de esta clase; lo cual era muy de sentir, ya que no podían vivir unas sin otras y estaban, evidentemente, destinadas a ser compañeras inseparables. Como regla general aconsejo a todos, hermanos o hermanas, jóvenes o viejos, que no tengan más que un ojo para disfrutarle entre varios, que cultiven la tolerancia y no se empeñen en gozarle todos a un mismo tiempo.
Azogue y Perseo, entretanto, caminaban lo más de prisa que podían en busca de las Ninfas. Las viejas les habían dado indicaciones tan detalladas, que no tardaron mucho en encontrarlas. Eran muy distintas de Pesadilla, Quebrantahuesos y Espanto, porque en vez de ser viejas, eran jóvenes y bonitas; en vez