El Señor quiso demostrar que Job no maldeciría a su Dios; alterado por una profunda desesperación y desafiando la presunción de Satanás, aceptó poner a prueba al devoto Job.
Este último, pese a todo, sigue siendo fiel a Dios y no pierde el profundo amor que siente por la justicia, ni la fe en los designios divinos. Superada esta dura experiencia, Job recupera todo lo que había perdido.
Es indudable que el Libro de Job no ofrece al lector la clave definitiva para deshacer el enigma del sufrimiento del justo, sino que se limita a plantear como hipótesis de supervivencia (más espiritual que física) el recurso de la fidelidad a un valor (concretamente en Dios), que debe ser considerado un punto de referencia o, si se prefiere, una meta.
Job siente el deseo de encontrar a Dios, y esta búsqueda acaba siendo la clave de su resistencia al sufrimiento, que le permitirá superar muchas pruebas.
Esta búsqueda da origen a una pregunta muy actual, que incluso entra en contradicción con los dogmas bíblicos: ¿Quién es este Dios que permite el sufrimiento del justo? ¿Cuál debe ser la correcta relación del hombre con el cielo?
La justicia se diluye en el misterio de la vida, cuyas normas no pueden adecuarse a la razón humana, que inconscientemente interpreta el dolor como castigo, y no logra considerarlo una prueba a través de la cual la catarsis iniciática forma al hombre y lo hace progresar.
Para el laico, la actuación del Libro de Job no está tanto en la moral, o por lo menos no puede estar sólo allí, sino que debe buscarse en su desarrollo, en sus sugestiones, en el trazado de una narración en la que el hombre que sufre se detiene a observar la máquina de la existencia que se ha averiado y, por primera vez, mira su vida desde una perspectiva diferente, más cruda y angustiosamente terrible.
En el Libro, después de la descripción de bienestar y de la piedad de Job y el inicio de sus penurias, entran en escena los amigos. Cada uno de ellos se lamenta y manifiesta su propia opinión, que contrasta, sin embargo, con la visión de Job, más racional y menos enfática que la que proponen los otros.
El protagonista rechaza las ofertas de los interlocutores, sobre todo cuando se le hace caer en la cuenta de que sus sufrimientos son el castigo por las faltas cometidas. Los amigos acusan directamente a Job, afirmando que la providencia divina no comete errores y que toda reacción está determinada por una acción precedente. El protagonista no acepta esta interpretación, e intenta demostrar que Dios es indiferente al sufrimiento humano y quizás incluso impotente.
El hombre que sufre espera una respuesta de Dios, que hasta aquel momento es todo silencio.
El Libro de Job es una obra compleja que pone de relieve, en todas sus partes, el problema del sufrimiento del justo y de la prosperidad de los malvados.
La homogeneidad temática, según los exegetas, permite entrever la presencia de numerosas intervenciones secundarias, que han actuado en el texto sin alterar su estructura, pero con la intención de situarla cada vez más en armonía con el tema principal del Libro.
En general, se cree que esta obra es el fruto de una lenta pero progresiva adaptación, que encuentra su íncipit en la vida de un tal Job, no ya nuestro protagonista, sino un antiguo sabio que se describe en la mitología fenicia y se recupera en el Libro de Ezequiel (14, 12–14):
Me llegó la palabra del Señor: hijo del hombre, si un pueblo peca contra mí cometiendo infidelidad, extenderé mi brazo contra él y le haré pedazos el bastón del pan; le mandaré el hambre y escindiré hombres y animales.
Si allí estuvieran los tres famosos personajes, Noé, Daniel y Job, estos se salvarían por su justicia, oráculo de Dios, mi Señor.
Aunque con características literarias que tienden a que se le relacione con los Diálogos de Platón, el Libro de Job huye de cualquier clasificación y conserva su autonomía e independencia que, concretamente en la segunda parte, muestra una actitud ante lo divino comparable a la del Prometeo de Esquilo.
El autor del Libro de Job debe conocer también obras como el Diálogo de un hombre atribulado con su buen amigo, y el Poema del justo paciente, de procedencia mesopotámica. También cabe la posibilidad de contactos con la Disputa de un hombre cansado de la vida con su alma y las Lamentaciones de un agricultor, de tradición egipcia.
Por ejemplo, en el Poema del justo paciente el íncipit es significativo: «Quiero celebrar al Señor de la sabiduría», un inicio que se comenta claramente a la luz de la moral perseguida por el autor del Libro de Job, cuyo protagonista acepta su estado con paciencia, resignación y fe.
En el texto egipcio Disputa de un hombre cansado de la vida con su alma, se detecta una actitud que encontraremos en un corto periodo de la experiencia de Job: la invectiva del protagonista contra todo y contra todos, en particular la invocación de la propia muerte, interpretada como efecto liberatorio, como reajuste de una condición inicial de equilibrio y sobre todo de paz.
El texto, en toda su profundidad, pone de relieve el hecho de que el hombre es frágil, su existencia es un «soplo», una «hoja mecida por el viento». Toda la existencia está marcada por el peso que el hombre asigna a su propia experiencia terrenal, siendo «detestable y corrupto, que bebe la iniquidad como agua».
El sufrimiento invade la experiencia de los hombres y la existencia. Esta última se compara, con ligera ironía, a la vida militar cuando intervienen la enfermedad, la pobreza, la falsedad de los amigos, y entonces la muerte muestra su cara, colma justicia porque pone fin al dolor.
La solución final que devuelve el estatus a Job es, en cierta medida, anómala y contradictoria con la realidad, puesto que raramente en la vida el dolor termina definitivamente, y la felicidad es un don breve, una momentánea interrupción del sufrir.
Las dos caras del mal
El Libro de Job tiene la prerrogativa de demostrar que hay varios tipos de mal, y el que está en conexión con la esfera física puede ser la metáfora de los males interiores más grandes, los incurables.
El manantial del mal no puede estar en Dios, y, sin embargo, no hay fuera de Dios otro manantial del ser y de la vida. Pero si el mal no puede tener su fuente en Dios, y si fuera de Dios, no hay otra fuente del ser, ¿cómo se explica el fenómeno del mal? ¿Cuál es la solución a este dilema?[1]
En el Génesis, el mal es introducido por la serpiente, que tienta e induce al pecado a Adán y Eva (grabado de Alberto Durero)
La pregunta de Berdiaeff es legítima, pero no tiene respuesta. La Biblia calla sobre este tema, y de algún modo este silencio puede ser interpretado.
En el Génesis (3, 1) el mal aparece como un exabrupto, sin ningún preámbulo, y quien lo introduce es la serpiente, «El más astuto de todos los animales que el Señor ha hecho», que lleva a los hombres a través de la ambigüedad del pecado. Así, el problema del mal entra en la historia: miles de páginas escritas por filósofos y teólogos, que ni tan siquiera han logrado enfocar el lenguaje.
El mal contrasta el bien: este es el axioma general del que se parte. Según Santo Tomás (1221–1274), el mal no es una realidad en sí, sino que indica la falta «de un bien debido», Summa theologica (I, q. 14–10).
Por lo tanto, el mal como ausencia de algo. Por ejemplo, falta de salud o de amor, que provocan desequilibrios capaces de alterar el curso de la existencia con una maniobra destructiva consentida por Dios, dicen los exegetas, pero no enviada para castigarnos.
Esto, naturalmente, no disipa nuestras incertidumbres ante el escándalo del mal que, si nos es enviado como prueba, provoca hondas ansiedades existenciales, y nos hace jadear a lo largo de la historia con la continua inquietud de saber si formamos parte activa de dicha historia.
Según la Enciclopedia católica, el mal físico se caracteriza por el incumplimiento del ser con respecto a su estructura y a su desarrollo natural. El mal viene dado por el impedimento de alcanzar la perfección