♦ ¿Y después?
Tras las primeras pruebas «para ver», la mayoría de los adolescentes se conforman con una sensación borrosa y una pequeña satisfacción personal («¡Lo he hecho»!) que les basta. Un buen número de ellos se quedan ahí y abandonan sus experiencias de fumeta en pocos meses.
De todas formas, esos pocos meses son un periodo de riesgo y los padres deben mantenerse atentos. En ese momento, todo lo que estimula la necesidad de transgresión y las ganas de fumar puede empujar al joven a aumentar poco a poco su consumo: una hipersensibilidad a los discursos ambiguos sobre el hachís, un agravamiento del malestar propio de esa edad, problemas personales… Entre estos, cabe citar las tensiones familiares, las dificultades escolares y la muerte de parientes o amigos, sin olvidar tampoco las respuestas inadecuadas de los padres cuando descubren que el adolescente ha consumido cannabis: represión excesiva o, al contrario, complicidad pasiva que le hace pensar que no se interesan por él.
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