Si antes no la notábamos, era simplemente porque la intuición es un elemento que se integra en el funcionamiento normal de nuestra mente y porque, desde nuestra más tierna edad, instintivamente escuchamos sus mensajes o tenemos en cuenta sus avisos, sin reflexionar sobre el proceso en cuestión.
Desde siempre, una particularidad del ser humano
En realidad, si se mira atentamente, la intuición se encuentra en todas partes. Y siempre ha sido así, mucho más allá de donde se remonta la memoria de la humanidad. En todas las sociedades, en todas las etapas de nuestra civilización – incluso en las de las que nos precedieron–, han existido referencias a individuos particularmente intuitivos, capaces de «sentir» las cosas, o incluso a los seres, de tener de pronto una visión de lo que sucederá, en los buenos y malos momentos, para emprender una u otra acción.
Se trata de personas sin una particular educación, muy próximas, por el contrario, a la naturaleza y a la esencia de las cosas, a la sensibilidad, que curiosamente reciben todo tipo de «señales» que no pueden compartir con sus congéneres, porque no se pueden formular ni traducir al lenguaje corriente y sólo pueden asimilarse a «impresiones» o a un saber inmediato que trastorna su entorno. En especial, en algunos pueblos primitivos se encuentran huellas de comportamientos extraños, donde se mezclan instinto e inconsciencia, que hacen que en un momento determinado se «sepan» las cosas, sin ni siquiera haber pensado en ellas previamente.
Este mismo principio de «conocimiento instantáneo» se encuentra en unos seres particularmente sensibles, los niños; en efecto, por naturaleza son sorprendentemente receptivos y, a menudo, su comprensión supera de largo su elocución. Ese conocimiento es implícito y no verbal, y se relaciona con el aspecto receptivo, más que expresivo, de la esfera afectiva, todavía no iniciada en las formulaciones abstractas de los adultos. Mucho antes de entender su sentido, el niño «siente», «percibe», se encuentra bien a su pesar en comunión vibratoria con los hechos o los seres.
Cómo no recordar, también, la famosa «intuición femenina», que hace sonreír a muchos hombres y que, sin embargo, a menudo resulta mucho más pertinente que los grandes discursos y las reflexiones de estos últimos. Una vez más, la sensibilidad – incluso la ultrasensibilidad, esa alta capacidad de percibir las intenciones latentes–, en una especie de paréntesis extraintelectual, cuyo acceso aparentemente resulta más difícil para el género masculino, supera la lógica y el razonamiento. Es preciso reconocer, en toda su objetividad, la pertinencia de las intuiciones femeninas – de las que se dice que podrían estar relacionadas con particularidades biológicas de este sexo–, de ese conocimiento inducido fuera de toda presuposición racional, que en numerosas ocasiones trastorna, pero que, en contra de lo esperado, resulta temiblemente exacto.
Intuición e imaginación
Uno de los primeros ámbitos donde podemos tomar conciencia de nuestra intuición es, sin duda, en la imaginación. Sabemos que el proceso imaginativo se alimenta de todos los elementos que pasan por la mente, consciente o inconscientemente, tanto si son reales, como si son abstractos. En este sentido, es normal que se tengan en cuenta los «impulsos» intuitivos que de vez en cuando afloran a la superficie de nuestra conciencia.
No es casualidad que los grandes pensadores, los creadores de todo tipo, los investigadores más prestigiosos, los inventores de renombre hayan admitido, antes o después, el papel ejercido por la imaginación intuitiva en sus trabajos.
En la fuente de toda invención del ser humano se encuentra necesariamente el razonamiento, pero también, en una proporción variable, una parte no despreciable de datos sin ninguna relación con el pensamiento, el intelecto o la conciencia. Entonces surgen imágenes, sonidos, asociaciones de ideas, pensamientos imprescindibles, certidumbres que orientan, matizan, aclaran e iluminan el contexto con su repentino brillo.
De pronto, algo más que una coincidencia se apodera de nosotros: es la sensación, a la vez extraña y embriagadora, de estar bruscamente conectado con una verdad esencial, inexplicable y, sin embargo, cierta; de haber abandonado el mundo material y tangible de lo conocido, pasando un límite invisible para penetrar en un universo de evidencias. En un curioso paréntesis de tiempo y espacio, las palabras y los pensamientos, los conceptos y las asociaciones de ideas… son un simple hilo de luz que parece vincularnos con la creación más pura. La elevación que se produce en ese momento genera un «sentimiento de liberación que se separa de todo lo que tienen en común los seres humanos y procura alivio y alegría. Un sentimiento también de coincidencia con el esfuerzo generador de la vida».[3]
Esto es lo mismo que decir que el poder de invención, cuya constancia al cabo de los años ha hecho que sea admirado por todos, está fuertemente teñido de una potencia intuitiva poco despreciable. En otras palabras, en muchos casos será la intuición la generadora de ideas, de invenciones, que proporcionarán a la imaginación el material para sus desarrollos creativos.
Intuición e intelecto
Así es como, adornada con este poder de generar ideas, de provocar en cierto modo mecanismos de invención, la intuición toma una dimensión intelectual y entra en el campo de la conciencia elaborada. Con las experiencias, trasciende su primera importancia, y se establecen nuevas relaciones entre lo conocido y lo desconocido, para pronto mutar hacia un acto de completa inteligencia.
Tal y como recordábamos anteriormente, el «saber inmediato» de la intuición, por su asombrosa perspicacia, no puede negarse y representa indiscutiblemente una forma de inteligencia. Es fácil dar el paso de la inteligencia al conocimiento con la mente que racionaliza y formaliza el saber intuitivo. A partir de ahí, la intuición, más allá de su primer surgimiento, accede a un segundo nivel de concreción y se encuentra íntimamente relacionada con el intelecto.
En este sentido, la intuición debe considerarse como el punto de partida del conocimiento, el fundamento inicial en el que la mente realiza entonces su análisis reflexivo y crea conceptos, establece relaciones entre las sensaciones, porque así lo decía el filósofo alemán Emmanuel Kant (1724-1804): «Las intuiciones sin concepto son ciegas».
Intuición y matemáticas
Uno de los ejemplos más significativos en materia de intuición a la vez imaginativa e intelectual se sitúa, sin duda, en el campo complejo – y a menudo considerado ingrato– de las matemáticas. En efecto, contra todo lo esperado, el campo de la investigación matemática se manifiesta como un terreno de exploración casi ilimitado y recurre a todas las capacidades mentales y psíquicas, intuitivas y conceptuales del ser humano.
Muy lejos de la tradicional frialdad que los no especialistas reservan a estos temas, sugiriendo parecidos entre las nociones matemáticas, la intuición supera el estadio de la única sensibilidad y alcanza otras cimas, demostrando una sutileza pocas veces igualada: «En este universo específico, la intuición sensible, tal como se encuentra en la percepción (…), ya no puede intervenir, proporciona objetos al pensamiento prematemático. Entre estos objetos se realiza de forma aproximada un carácter común. La imagen sensible da una visión global de un conjunto en el que se aplica una misma propiedad. Es una intuición que puede despertar nociones que no tienen su origen en la experiencia. Otro tipo de intuición se produce en la mente del matemático que trata los datos matemáticos “como seres familiares” entre los que entrevé relaciones. Así es como se aplicará un tipo de intuición más sutil que la intuición inmediata, y esta hará surgir tanto una afiliación que pueda ir hasta la equivalencia de problemas distantes en un principio, como categorías de objetos que pueden diferir en cuanto a su naturaleza, pero que dan lugar a un mismo sistema de relaciones. Percibir tales posibilidades es propio de la intuición prolongada. Así, la aplicación del cálculo de imaginarios a la geometría deja