«Si me amas y vienes por mis amores, encaminate á la gruta que tienes á tus espaldas.» – Bekralbayda4.
El jóven besó la carta; arrojó otro beso á la casita, puso la flecha en la aljaba, y se dirigió hácia la oscura gruta esclamando:
– ¡Oh! ¡bendito sea el buho, por quien ha penetrado mi flecha hasta la doncella de la frente pálida!
III
LA DAMA BLANCA
Pero cuando el mancebo llegó á la entrada de la gruta, se vió precisado á romper con su yatagan, para abrirse paso, las tupidas zarzas que la cubrian.
Despues penetró de una manera resuelta en el oscuro antro.
Por algun tiempo descendió en línea recta por una estrecha y resvaladiza rampa: luego se vió obligado á volver y revolver oscurísimas sinuosidades, por una pendiente mayor y mas resvaladiza, y al fin la inclinacion del terreno se hizo tal, que perdió los pies, resvaló y se sintió descender de una manera violenta.
Entonces se acordó del buho, de la carcajada, de cien supersticiosas consejas musulmanas: se retiró, é invocó á Dios: hubo un momento en que creyó que el terreno le faltaba, que caia despeñado en un abismo, dió un grito de espanto y perdió el conocimiento.
Cuando volvió en sí se encontró en un magnífico lecho de pieles de tigre y respiró una atmósfera impregnada de perfumes: lo primero que vió ante sí fué una alta figura blanca que estaba de pié é inmóvil delante de él á los pies del lecho.
Era una muger.
Pero una muger hermosísima, irresistible á pesar de que habia pasado de su primera juventud.
Sin embargo, y aunque parecia contar mas de treinta años, su semblante blanco, nacarado, pálido, un tanto demacrado, exhalaba de sí tal fuerza de vida, que hacia bendecir á Dios que habia creado una criatura, en la cual parecia haberse estacionado la juventud mas brillante.
Sus negros ojos fijos en el príncipe, con una espresion ardiente y melancólica, brillaba con no sabemos qué fuego dulce, concentrado, bajo la sombra de sus negras y convexas pestañas: su boca entreabierta, por la que parecia salir una alma llena de sufrimiento y de dolores en un continuo suspiro, dejaba ver sus voluptuosos labios contraidos por una triste sonrisa y pálidos como sus megillas: por último, sus largos y brillantes cabellos caian en flotantes rizos sobre sus hombros y sobre sus espaldas, y era alta, esbelta, magestuosa, y vestida únicamente con una larga túnica de lana blanca, sujeta en el cuello, de mangas perdidas y suelta enteramente hasta cubrir los pies, ocultando las formas de aquella singular belleza bajo su ancha plegadura.
Ni un solo adorno, ni una joya, ni una flor se veia sobre esta muger.
En su mano derecha tenia una lámpara de plata.
Jamás habia visto el jóven una figura tan hermosa, tan imponente; de aspecto tan sencillo, á un tiempo.
La habitacion en que se encontraba era tambien severa y sencilla, pero rica; cuatro paredes labradas de arabescos dorados sobre fondo blanco, y una cúpula de estalácticas, blancas tambien, con filetes de oro: la puerta de arco de herradura estaba cubierta por una cortina blanca de seda y oro, y de seda blanca y oro eran tambien los divanes que orlaban las paredes, y la alfombra que cubria el pavimento.
Debemos advertir que en aquellos tiempos entre los moros, el vestir completamente de blanco era una señal de luto, y que se admitia en el luto el oro, como se admite ahora en los negros túmulos de las iglesias y en las lápidas de las tumbas.
Esta estraña muger y esta habitacion, produjeron en el jóven el mismo efecto que produciria en nosotros una persona enteramente vestida de negro, en una habitacion enteramente negra tambien con adornos dorados.
La impresion de todo esto al volver en sí preocupó al jóven; pero lo que mas le preocupó, cuando de la dama enlutada pasó su vista á la habitacion, fué ver sobre sus armas, que estaban en un divan, un buho enorme que dormia sobre una de sus patas, teniendo escondida la otra entre su plumage.
El jóven se incorporó violentamente y fijó una mirada vacilante en la dama enlutada, cuyas negras pupilas estaban fijas en él, destellando en su oscuro foco, una chispa de fuego intenso y opaco.
– ¡Oh! ¡hermoso! ¡hermoso como su padre! esclamó aquella muger con una voz tan ardiente que el jóven se estremeció.
– ¿Quién eres tú, que has nombrado á mi padre? esclamó.
– ¡Yo soy la maga de las humbrías! contestó la enlutada.
– ¡La maga de las humbrías! esclamó el jóven.
– Sí, dijo la dama sonriendo tristemente; yo soy la maga de las humbrías.
Hubo un momento de solemne silencio, durante el cual continuaron cruzándose y confundiéndose las miradas de la dama y del jóven, que se sentia arrastrar por un poder desconocido hácia aquella muger.
– No, tu no eres maga, la dijo: tu no eres un espíritu maldito: la amargura con que me has contestado me lo prueban, tu eres una muger que sufres y lloras.
– Las lágrimas han hervido en mi corazon y se han secado, respondió aquella muger.
El jóven se levantó, se acercó á la dama, la tomó una mano que ella no retiró.
– ¿Por qué quieres engañarme? la dijo con dulzura; en el momento en que abrí los ojos me aterró esta desolacion; el luto que te cubre, el que reviste estas paredes: creí haber cerrado los ojos á la vida; que el puente de Sirat5 que todos hemos de pasar, se habia abierto para mí, y que me encontraba en las regiones de la eterna sombra: ¡y luego ese buho!
– Ese buho es mi compañero.
– Ese buho ha revolado tres veces en derredor de mi cabeza cuando me encontraba junto al remanso del rio.
– El desdichado sale de noche, vuela, se pierde entre las espesuras, asusta á los murciélagos y se vuelve á dormir.
– Ese buho se precipitó en la casa blanca que está al otro lado del remanso, entre los cipreses.
– En esa casa le conocen y le aman.
– Tras ese buho entró en esa casa por un ajimez una flecha mia.
– ¡Hé aquí la maldad humana! ¡el hombre destruye por el placer de destruir! ¿Qué daño le habia hecho ese pobre pájaro?
– Antes de que te conteste respóndeme á una pregunta: ¿me conoces tú?
– No te he visto hasta ahora y sé tu nombre.
– ¿Por tu ciencia de maga?
– Sí, por mi ciencia, dijo la dama repitiendo la estraña sonrisa que le era peculiar.
– ¿Y quién soy yo?
– Tu eres el príncipe Sidy Mohammet-Abd'Allah, hijo y compañero en el mando del poderoso Sultan de Andalucía, Nazar-ebn-Al-Hhamar el magnífico.
Y el acento de la dama, al pronunciar el nombre del Sultan de Granada, era amargo y doloroso.
– Sí, yo soy; pues bien: voy á decirte ahora por qué me horrorizan los buhos.
La dama hizo un leve mohin de impaciencia.
– Dicen nuestros viejos que el dia en que nació mi padre, en la fiesta de las buenas hadas, cuando todos los circunstantes estaban alegres y regocijados, un buho entró en la sala y apagó las luces: aquella noche mi abuela murió á consecuencia del alumbramiento.
– ¡Ah!
– Siendo mozo mi padre, salió la primera vez en algara contra cristianos: era de noche: un buho revoló tres veces alrededor de su cabeza, y mi padre fué gravemente herido en el combate.
– ¿De modo que tu padre, el poderoso sultan Nazar, dijo con profundo acento la dama; el invencible, el fuerte, acabó por estremecerse al nombre