La necesidad trae la función y el funcionario trae el procedimiento. La necesidad de actuar sobre los poderes invisibles trajo al mago y el mago trajo la magia, hechicería en segundo grado, bifurcada ya en dos ramas o especialidades en el judaísmo y en el paganismo, la una para apaciguar a los poderes imaginarios irritados o propiciarlos por medio de sacrificios, laudatorias y genuflexiones, pues "la sangre y los sufrimientos de los humanos eran el néctar de los dioses"; la otra para pronosticar o predecir sus determinaciones, interpretando, según el método de los profetas, las visiones de la imaginación exaltada por el ayuno y la soledad, en el judaísmo, o los sueños y los presagios, según el método de las pitonisas y los augures en el paganismo.
Entretanto, al lado de las viejas mitologías y liturgias perfeccionadas, surgen la filosofía y la literatura griegas, que, disminuyendo la candidez humana, quebrantan primeramente el prestigio de los adivinadores del porvenir, y luego la eficacia misma de las teogonías corrientes para responder satisfactoriamente a la curiosidad humana ensanchada en el mundo greco-latino. Y el hombre necesita, entonces, en las costas del Mediterráneo, una nueva explicación de los hechos y de las cosas, del mundo, y se la proporciona el supernaturalismo cristiano, con los dos testamentos como nueva teoría de los hechos y de las cosas, y con los sacramentos – hechicería en tercer grado – como nuevo vehículo de comunicación entre los seres humanos que sufren los accidentes de la vida y los acontecimientos del universo, y los seres sobrehumanos que los producen, suspenden o cambian a su arbitrio.
En el Oriente quedaron los astrólogos para investigar el porvenir interrogando a los astros, y los nigromantes para conocer las cosas ocultas por las ciencias ocultas; en el Occidente, los exorcistas para expulsar los demonios del cuerpo de los poseídos, y los beatos para inducir a los muertos a producir bienes y evitar males para los vivos.
Aunque muy lentamente, porque la Iglesia, prohibiendo la duda y la curiosidad para preservar sus dogmas, ha mellado los aguijones que empujan a los hombres a buscar, investigar y averiguar para saber, el entendimiento humano ha seguido creciendo siempre en amplitud y en complejidad, con disminución consecutiva y paralela del miedo a las brujas, duendes, diablos y basiliscos, y el último traje o catecismo de terrores y esperanzas imaginarias, confeccionado con las revelaciones de los profetas y de los apóstoles, llega, también, a quedarle estrecho.
El exorcismo, que había hecho víctimas a millares de millares, quemando herejes, embrujados y endemoniados, – histéricos, locos y sabios, – no pudo sostenerse ante la inteligencia humana llegada a más, y cayó el primero, definitivamente, en la aurora del siglo XIX.
En un principio, la Iglesia, por entonces omnipotente, luchando contra la incredulidad naciente, consigue mantener la integridad de su explicación-credo, destruyendo o aplastando a los que, desde el Renacimiento, empiezan a excederla en capacidad mental, pero éstos siguen brotando en todas partes y en tal progresión que la guerra, la excomunión, el tormento y la hoguera, funcionando en el máximum, no bastan, al fin, para extirparlos, y a su turno, ella también empieza a batirse en retirada, ante la marea creciente de los curiosos insatisfechos con la última explicación de lo natural por lo sobrenatural.
Porque la alquimia ha venido abriendo el camino a la física y a la química, han renacido la filosofía, la literatura y el arte, y el entendimiento humano, de nuevo en camino, empieza a repugnar los milagros de los muertos y los extravíos histéricos de los profetas y de los doctores de la Iglesia, en que siguen comulgando los pobres de espíritu.
Una nueva explicación del mundo empieza a ser necesaria para las inteligencias abiertas de la Europa y de la América, y la inician en el último siglo las ciencias positivas, prescindiendo del origen incognoscible de las cosas para explicar los hechos naturales por sus causas naturales; abandonando el porqué se producen, que hasta aquí ha separado a los hombres en fieles e infieles, enconados y enfurecidos recíprocamente sobre su diferente explicación a priori de los misterios del universo, para contraerse a investigar el cómo se producen, que siendo uno mismo para todos los observadores, constituye un capital común para los hombres de todas las razas, de todos los colores, los lugares y los climas, un vínculo de acercamiento recíproco para beneficio mutuo.
Y sin un sacerdocio desligado de la familia y de la patria y consagrado exclusivamente a propagarlo y explotarlo, sin órdenes de caballería y de predicadores a su servicio, sin jesuítas combatientes a sus flancos, sin misioneros que la difundan, sin un pontífice a su frente, sin déspotas que la impongan por la fuerza, la última explicación del universo y de la vida se ensancha, difunde y extiende espontáneamente, no sobre el filo del sable, como las religiones medioevales, sino en alas del libro y del periódico, enrolando por su propia superioridad intrínseca a todos los hombres y las mujeres, a medida que superan el nivel intelectual del pasado que produjo las supersticiones oficiales de las religiones oficiales, pues del mismo modo que el fetichismo católico, v. gr., resulta inadecuado para las tribus de negros de África, porque les queda demasiado grande para su entendimiento demasiado estrecho todavía, resulta, también, inadecuado para las inteligencias desenvueltas de la Europa y de la América porque les queda demasiado chico y demasiado mezquino.
De la crasa ignorancia a la más grosera superstición, y, ayudando la benignidad del clima y la fertilidad del suelo en las regiones privilegiadas, de una en otra superstición hasta la más alta, de la más alta a la ciencia; del credo obligatorio al libre pensamiento, de la verdad revelada a la verdad demostrada; de la magia religiosa a la mecánica racional; de las palmas benditas al pararrayo; del milagro al vapor, al ferrocarril, al telégrafo, al teléfono; de la rogativa a la cirugía y los sueros; de la censura eclesiástica a la libertad de la prensa; de "la santa ignorancia" a la instrucción obligatoria, tal ha sido la marcha ascendente del espíritu humano, impelido por la necesidad de conocer el porqué de las cosas para conducirse enfrente de las cosas.
Cuestión de millares o de centenares de siglos para subir los primeros escalones de la evolución, de decenas solamente para los últimos, ha llegado a ser, bajo el impulso de la instrucción pública liberal, cuestión de sólo docenas de años para alcanzar aumentos apreciables de capacidad mental en el individuo y en la comunidad.
Pues, según leyes sicofisiológicas conocidas, el órgano que se ejercita se desarrolla, y alguna parte de esto o la aptitud para reproducirlo, se transmite, también, grosso modo, a la descendencia, por manera que, una vez así levantado por los hombres superiores y los medianos de una época el nivel moral o intelectual de la subsiguiente, los de ésta, emergiendo para su respectiva carrera desde una plataforma o base más alta, llegan más lejos con el mismo caudal o impulso, que es lo que explica el hecho notorio de que los hombres medianos y los superiores de Francia, por ejemplo, tomados en conjunto, valgan muchas veces más que los de España, en la misma pretendida raza latina, o los de la Argentina – que tuvo un Rivadavia, un Mitre y un Sarmiento, – mucho más que los de Bolivia, que ha tenido muchos obispos y ningún educador, en la misma América del Sud y del Papa; lo que explica que un Voltaire, un Michelet, un Renan, un Taine, un France, siendo un hecho natural en Francia, serían un caso prodigioso en España, absolutamente imposible en Marruecos.
Ahora, la superstición, que no es más que un conocimiento falso de las cosas, es una forma de actividad de la mente – muy pobre, sin duda, pero "más vale algo que nada" – y de acuerdo con las leyes precitadas, la mente desarrollada por las primeras supersticiones, cuán lentamente lo fuera, creció, al fin, en alguna parte, lo bastante para excederlas, haciendo necesarias las segundas, después las terceras, y así sucesivamente, hasta culminar el género en el paganismo, el budismo, el judaísmo, el cristianismo y el mahometismo, que rematan la edad de la imaginación.
Pobremente alimentada con patrañas, mitos y leyendas, la inteligencia humana ha crecido, al fin, lo bastante para necesitar alimentos más consistentes, explicaciones menos fantásticas y más positivas de los hechos y de las cosas del mundo, y se inicia, entonces, la edad de la razón, con el dominio progresivo del hombre sobre las fuerzas de la naturaleza, conquistadas con los métodos positivos de investigación.
Como los hombres mismos, como los animales todos, que al término de su limitada carrera pasan a ser carga y estorbo, cartas de más en la baraja de la vida universal, que