La maternidad apasionada y ruidosa de la hembra popular estallaba con fieros arrebatos a la vista de los pequeños. Los besos parecían mordiscos; las caras de los asilados se enrojecían con los violentos restregones; muchos se echaban atrás, como temerosos de la primera efusión. Era el anhelo de resarcirse en un momento de la dolorosa abstinencia maternal, de aquella amputación del más noble de los instintos impuesta por la miseria.
La formación de los asilados desbaratábase instantáneamente. Los grises uniformes desaparecían ahogados en el remolino de los grupos. Las mujeres agarrábanse al cuello de los pequeños y lloraban, sin cesar de hablarles con la incoherencia de la emoción.
– ¡Hijo de tu madre… chiquito mío!… ¡Rico!…
Los hermanos rozaban sus harapos de golfos libres con el uniforme, que les admiraba, y no sabiendo qué decir al asilado, enseñábanle en silencio sus juguetes groseros, sus tesoros, los relucientes botones de soldado, los naipes rotos, los trompos, las «estampas» de un periódico ilustrado, guardadas, en sudorosos pliegues, entre la camisa y la carne.
Algún obrero viejo marchaba solo al lado de un hospiciano. ¡Pobrecito! No tenía madre; estaba, en su desgracia, peor que los otros. Su mano callosa, cubierta de escamas del trabajo, acariciaba las mejillas infantiles, mientras la cara barbuda miraba a lo alto, pensando en que los hombres no deben llorar.
– Toma un perro gordo: lo guardaba para «un quince»… Que te apliques… que seas bueno. Pórtate bien con esos señores.
Los asilados avanzaban lentamente, entre los besos, las lágrimas y las recomendaciones, llorando también muchos de ellos, pero sin dejar de andar, con una pasividad automática de soldado, como si les atrajese la obscura boca de la portada monumental.
Allí eran los últimos arrebatos de cariño; y las pobres mujeres, después de desaparecer sus hijos, aún permanecían inmóviles, mirando con estúpida fijeza, al través de sus lágrimas, al rey que, espada en mano, corona la obra arquitectónica de Churriguera.
Isidro también encontraba a su madre al volver al Hospicio en los días de paseo. Abalanzábase con las otras mujeres, rompiendo las filas de asilados, y le abrazaba llorando. La Isidra conocía los progresos de su hijo.
– La señora está muy contenta… Los maestros la hablan mucho de ti. Aplícate, hijo mío; ¿quién sabe a lo que podrás llegar? A ver si resultas la honra de la familia.
Y mientras la pobre mujer hablaba a su hijo, entre sollozos de emoción, Capitán daba saltos en torno de él, esforzándose por lamerle la cara. Maltrana tomábalo en brazos, y así iba hasta la puerta del Hospicio, oyendo a su madre y llorando conmovido por las caricias y los gruñidos del antiguo compañero de miseria.
Un día, la madre no le esperó sola. Iba con ella un hombre de blusa blanca, un albañil, al que recordaba Isidro como vecino del caserón y camarada de su padre. Era un hombre pacífico, que frecuentaba poco la taberna. Según afirmaban las comadres de la vecindad, había sido abandonado por su mujer, una buena pieza que andaba suelta por el mundo después de amargarle la existencia. Maltrana se alegró al verle. «El vecino», como él le llamaba, habíale siempre inspirado gran simpatía. Muchas veces, de chiquitín, entraba en su cuartucho, y sentándose en sus rodillas, le acariciaba el recio bigote, haciéndole preguntas sobre las aventuras de su vida. Era un aragonés, parco en palabras, rudo, sobrio, habituado a la obediencia. Había sido soldado en Ultramar y guardia civil en la Península. De sus años de disciplina guardaba un gran respeto a todo poder fuerte, un hábito de sumisión, que le hacía acoger las contrariedades con inquebrantable bondad.
Quedose ante el asilado sin saber qué decir, sonriéndole con sus ojos de bovina mansedumbre, con su fiero mostacho de veterano, y al fin le acarició la nuca con una manaza dura, en la que el yeso marcaba con entrecruzados filamentos las escamas de la piel.
– Que sigas siendo bueno— dijo con voz fosca y lenta que parecía salir de lo más profundo de su vientre— . Que no disgustes a tu pobre madre.
Y el muchacho se habituó a ver todos los domingos al señor José, como si fuese de su familia.
Un día se presentó solo el albañil, y antes de que el muchacho entrase en el Hospicio, le explicó la ausencia de su madre. La Isidra estaba enferma; no era cosa de cuidado: asunto de quedarse en casa un par de semanas sin bajar a verle. Y cuando pudo descender de aquel barrio extremo, donde se amontonaba la miseria obrera, Isidro la vio más flaca y amarillenta, llevando al brazo un envoltorio de ropas por entre las cuales salía un llanto desesperado y unas manecitas crispadas por la rabia.
– Mírale, Isidro… Es Pepín: es tu hermano. Bésalo, hijo mío.
Maltrana besó aquel hermano inesperado que de repente surgía en su familia; vio en el lío de ropas mojadas y malolientes una cabeza enorme sobre un cuello delgado; un cuerpecillo débil que anunciaba una fealdad igual a la suya.
Desde entonces dividió sus caricias entre el chiquitín y el pobre Capitán, que parecía celoso de este huésped que monopolizaba todas las atenciones de la familia.
Maltrana, años después, al percatarse de las realidades de la vida, había reconstituido la vulgar aventura de su madre, juzgándola con benevolencia. La pobre mujer, en su soledad, se había sentido atraída por «el vecino» infeliz, solitario como ella. Las dos desgracias se habían juntado.
Además, ella necesitaba un arrimo, según declaró a su hijo poco antes de morir. Sus faenas no la daban muchas veces para comer, y aquel trabajador sobrio y bueno, que no frecuentaba la taberna y acogía las desgracias silenciosamente, sin cóleras y sin golpear a la hembra, valía más que su marido.
Vivían «amontonados»– palabras de las vecinas— , sin que esta situación irregular produjese el menor escándalo en un caserón donde la miseria favorecía promiscuidades merecedoras de mayores repugnancias.
El señor José, en su acatamiento supersticioso a todo lo establecido, quería salir de este arreglo anormal. El no iba a misa, pero sentía gran respeto por la religión, como una autoridad más de las que hacen marchar al hombre derecho. Por eso deseaba casarse como Dios manda. Aquella pájara que tanta guerra le dio en su matrimonio debía de haber muerto; habría reventado en el Hospital de San Juan de Dios o en medio de la calle. Sólo faltaba sacar el «mortuorio», y se casaban inmediatamente. Pero la Isidra negose a esto. ¿Y su hijo? ¿No expulsarían a su Isidrín del Hospicio al tener un padre que trabajase por él?… Ella le quería allí; le quería sabio, ya que, según los informes de los maestros, iba para ello, y la señora mostrábase cada vez más dispuesta a hacer de él un señorito, un hombre de carrera. Tenía fe en el porvenir de su hijo. Sería rico y personaje. ¿Quién podría afirmar la imposibilidad de que ella pasase su vejez en un hotel, con carruaje y grandes sombreros, lo mismo que las señoras cuyas casas frecuentaba para trabajar como una bestia?…
– Mi Isidro tiene buena estrella. No faltará quien le empuje, hasta que sepa seguir solíto su camino.
En las grandes fiestas del año, el muchacho salía del Hospicio para pasar el día en la casa de su protectora. Isidra refugiábase en la cocina con las criadas, trémula de emoción al ver a su hijo en el comedor, sentado junto a la señora y hablando con los amigos de ésta, todos personajes de imponente gravedad. Hacían preguntas al muchacho para apreciar sus adelantos, y a todos los asombraba con la rapidez y aplomo de sus respuestas. ¡Que le fuesen al nene con preguntitas!… Isidra, oculta tras un portier, llamaba a las criadas para que admirasen al chico. Era el propio Niño Jesús discutiendo con los doctores del Templo, tal como ella lo había visto en ciertas estampas.
La señora mostrábase satisfecha de su protegido. Los elogios de los amigos, gente seria y parca en la admiración, los aceptaba como otros tantos halagos a su amor propio. Isidro era su obra. Además, le quería por su carácter tranquilo, por su timidez, que le hacía permanecer horas enteras en una silla, sin atentar a la limpieza de su salón y al buen orden de las cosas, que eran en ella una manía.
Viéndole