Todos hidalgos de honra
Y enamorados de veras,
como canta el viejo romance. Desde entonces no ha deslucido Córdoba su bien cimentada reputación: y no por vana jactancia, sino con sobra de motivo, lleva por mote, en torno de los rampantes leones de su limpio escudo: «Corduba, militiae domus, inclyta fonsque sophiae.» Lucano, Séneca, Averroes, Ambrosio de Morales, Góngora y mil otros dan testimonio de lo segundo. Acreditan lo primero, en multitud innumerable, los acérrimos y audaces guerreros que por todos estilos ha criado Córdoba; ya para pasmo y terror de los enemigos de España, como el Gran Capitán; ya para perpetua desazón y sobresalto constante de los españoles mansos, como el Tempranillo, el Guapo Francisco Esteban, el Chato de Benamejí, el Cojo de Encinas-Reales, Navarro el de Lucena, y Caparrota el de Doña-Mencía.
No es, pues, llano el que haya por allí mucho marido sufrido, mucho padre complaciente, y mucha interesada y fácil mujer. La que lo es se lo hace pagar caro, no tanto por la rareza, sino por lo que pierde. Sólo a fuerza de regalos y de espléndida generosidad, y deslumbrando con su lujo, se hace perdonar en ocasiones sus malos pasos. Aun así, es mirada con desprecio, y no suelen llamarla con su nombre de pila, sino con un apodo irónico, como, por ejemplo, la Galga, la Joya, la Guitarrita. Tal vez la designan con el nombre genérico del país de que es natural, como para designar su origen forastero; y de éstas he conocido yo a la Murciana, a la Manchega y a la Tarifeña.
Si alguna mocita soltera o alguna casada joven siente veleidades de dejarse seducir y sonsacar, hay con frecuencia un padre o un marido que la sana y endereza con una buena vara de mimbre. Ni debe estar muy seguro y descuidado el seductor, por mucho respeto que inspire. No basta a veces la inocencia, si es que infunde recelos algún galán. Cierto compañero mío de colegio, en el Sacro Monte, fue, años ha, a curar las almas en un lugar de mi provincia. Era gran teólogo, recto y virtuoso; pero bien hablado, elegantísimo, peripuesto y agradable; era hombre que en el siglo xviii hubiera figurado, en una corte, como el más delicioso abate. Pues bien, en el pueblo la tomaron con él, y, como vulgarmente se dice, le abroncaron. El brónquis que le dieron llegó hasta tirarle algunos tiros, pero con pólvora sólo, para asustarle. Él calculó que de la pólvora, si no surtía efecto, se podría con facilidad pasar a los perdigones, y se largó con la música y la teología a otra parte menos difícil.
Semejantes extremos son raros, por fortuna. La cordobesa no es coqueta, sino muy prudente y sigilosa, y a nadie compromete. Aunque sea de la más humilde condición, acostumbra a desahuciar al paciente enamorado, hablando de su honor, como las damas calderonianas. Cuando esto no basta, ni chilla, ni alborota, ni escandaliza; pero se defiende cual una Pentesilea; lucha, como el ángel luchó con Jacob, en las tinieblas de la noche; y robusta, aunque angélica, suele echarle la zancadilla, derribarle, y hasta darle una soba, todo con muda elocuencia y en silencio maravilloso. Y no se extrañe esto, porque en la clase de muchachas pobres, y aun en algunas acaudaladas labradoras, es notable la robustez. Son más duras que el mármol, no sólo de corazón, no sólo en el centro, sino por toda la perifería. Cierto día hicimos una gira de campo con las más garridas y principales mozas del lugar. Una de ellas, creyendo el asiento más alto, se sentó de golpe sobre un montón de tejas. Eran de las macizas y mejores de Lucena. Tres vimos rotas. Ella nos dijo con encantadora modestia que ya, antes de la caída, lo estaban.
No se entienda, por lo dicho, nada que amengüe o desfigure en lo más mínimo la esbeltez y gentileza de mis paisanas. Una cosa es la densidad y la firmeza, y otra el desaforado volumen. La moza que desde niña trabaja, anda mucho y va a la fuente que está en el ejido, volviendo de allí con el cántaro lleno, apoyado en la cadera, o con la ropa lavada por ella en el arroyo, es fuerte, pero no gorda. La fuente o el pilar era el término de mi paseo cotidiano, y allí me sentaba yo en un poyo, bajo un eminente y frondoso álamo negro. Al ver lavar a las chicas, o llenar los cántaros y subir con ellos tan gallardas, airosas y ligeras, por aquella cuesta arriba, me trasladaba yo en espíritu a los tiempos patriarcales; y ya me creía testigo de alguna escena bíblica como la de Rebeca y Eliacer; ya, comparándome con el prudente Rey de Ítaca, me juzgaba en presencia de la princesa Nausicáa y de sus amables compañeras. Nada de miriñaques ni ahuecadores en aquellas muchachas. El pobre vestido corto, sobre todo en verano, se ciñe al cuerpo y se pliega graciosamente, velando y revelando las formas juveniles, como en la estatua de Diana cazadora.
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