Habría sido apuesto y galán el señor de las Cuevas en sus tiempos juveniles; porque hoy, a los setenta y cuatro años, es un hombre brioso, erguido, de vivos y penetrantes ojos, nariz aguileña, noble y descubierta frente. Toda su figura anuncia energía y decisión.
Estaba en pie sobre uno de los asientos adheridos al pretil del paredón, con unos enormes anteojos de mar dirigidos hacia la lucecita verde que brillaba con intermitencias allá a lo lejos. Era con mucho la figura más elevada que salía del grupo de espectadores.
– ¡Don Melchor, usted aquí ya!… Acabo de enviarle un recado a su casa.
– Hace una hora que he venido— repuso el señor de las Cuevas, separando los anteojos de la cara.– He visto la barca desde el mirador poco después de puesto el sol.
– Debía suponerlo. ¿Cómo se le había a usted de escapar nada que pase por ahí afuera?
– Tengo mejor vista que cuando era un mozo de veinte años— dijo don Melchor con firme entonación y en voz alta para que lo oyesen.
– Lo creo, lo creo, don Melchor.
– A quince millas veo virar una lancha bonitera.
– Lo creo, lo creo.
– Y si me apuran un poco— profirió en voz más alta aún,– les cuento las portas a las fragatas que cruzan para el Ferrol.
– Arríe, arríe un poco, don Melchor— dijo una voz.
Hubo en la obscuridad carcajadas reprimidas, porque el señor de las Cuevas inspiraba respeto profundo a toda la marinería.
El viejo marino volvió airado la cabeza hacia el sitio donde había salido la cuchufleta. Esforzóse en penetrar las tinieblas en silencio algunos instantes, y al cabo dijo con voz ronca:
– Si supiese quién eres, pronto te arriaba yo en banda a la mar.
Nadie osó decir una palabra, ni hubo el más leve conato de risa. En Sarrió se sabía que el señor de las Cuevas era muy capaz de hacerlo como lo decía. Había servido en la marina de guerra más de cuarenta años, gozando siempre opinión de oficial bravo y pundonoroso, pero al mismo tiempo de una severidad que rayaba en barbarie. Cuando ya ningún comandante de buque se acordaba de nuestras antiguas ordenanzas marítimas, don Melchor se empeñaba en ponerlas en práctica y en todo su rigor. Contábase con terror en el pueblo, que había ahogado a un marinero por pasarlo tres veces debajo de la quilla, según prescribía la ordenanza para ciertas faltas; y a más de ciento había derrengado a palos o les había levantado el pellejo con el chicote. Además no había en Sarrió piloto o marinero que se las pudiese haber con él en lo referente a la mar, lo mismo en el conocimiento del tiempo, que en las maniobras de los barcos; en todos los secretos de la navegación.
La lucecita verde se iba acercando con lentitud. Percibíase ya el bulto de la Bella-Paula a simple vista, y además otros dos o tres puntitos negros cerca de ella, que cambiaban a menudo de sitio. Eran la lancha del práctico y los botes auxiliares para tirar del barco cuando fuese necesario. Como el viento no soplaba apenas, la corbeta mantenía izadas todas las velas. Sin embargo, ya estaba demasiado cerca del paredón para que esto no constituyese un peligro. Al menos don Melchor así lo entendió, porque comenzó a jurar por lo bajo y a mostrarse inquieto. No pudiendo resistir más, a sabiendas de que no le habían de oir, gritó:
– Aferra las gavias, Domingo. ¿Qué aguardas?
Apenas había acabado de pronunciar estas palabras, cuando se vieron sobre las cofas los bultos casi imperceptibles de los marineros.
– ¡Acabáramos!– exclamó don Melchor.
– ¡Sí, que Domingo se chupa el dedo!– dijo por lo bajo el marinero a quien el señor de las Cuevas había amenazado.
El casco de la corbeta, pintado de negro con una banda blanca en la obra muerta, se destacó al fin con pureza del fondo obscuro. Los ojos de los espectadores, habituados ya a las tinieblas, veían perfectamente todo lo que pasaba a bordo. Sobre el puente había dos bultos, el del capitán y el del práctico. En la proa uno, el del piloto.
– ¿Y la escandalosa?– gritó de nuevo don Melchor.
La escandalosa de mesana, como si obedeciese a su voz, cayó. La barca siguió acercándose cada vez con más pausa. El viento no conseguía henchir las velas bajas: la cangreja pendía del palo lacia y desmayada como un vestido de baile usado. Pronto quedaron aferradas aquéllas y arriada ésta, y el barco comenzó a caminar con sosiego desesperante remolcado por los dos botes. Las figuras de los remadores se levantaron acompasadamente sobre los bancos. Y la voz de los patrones gritando:– ¡Hala avante! ¡hala duro!– rompió con brío el silencio de la noche.
Pero los tirones eran tan débiles con relación a la masa, que el buque apenas se movía. Cuando al cabo de un cuarto de hora consiguió acercarse unas treinta brazas de la punta del Peón, largó un cabo, que uno de los botes trajo al malecón para ayudar a virar a la corbeta.
– ¡Capitán, capitán!– gritó uno con voz estentórea desde el grupo.
– ¿Qué hay?– contestaron del buque.
– ¿Viene a bordo el señorito de las Cuevas?
– Sí.
– Pues ojo con el señorito de las Cuevas… Los demás que se ahoguen.
La broma produjo gran algazara en la muchedumbre. Volvió a reinar el silencio. La corbeta comenzaba a virar, apoyada en el cabo de tierra, que rechinaba con la tensión. La gente del muelle se puso a hablar con la de a bordo. Pero ésta se mostraba silenciosa, taciturna, atendiendo a las maniobras más que a las preguntas que les dirigían. Entonces el temperamento burlón de la marinería en aquella comarca se ostentó de nuevo. Los de tierra comenzaron a dar vaya a los de a bordo, sobre todo a un cierto sujeto que parecía un montón de pelos, a quien apodaban Tanganada, el cual se movía de un lado a otro, con la gracia de un oso, manejando los cables, y lanzando gruñidos de desprecio a la muchedumbre.
– Oyes, Tanganada; ya tendrás ganas de comer una cazuela de bacalao, ¿verdad?
– Alégrate, Tanganada; hay sidra en el lagar de Llandones.
– ¿Hacía calor en Noruega?
– ¡Allí te quisiera ver yo, ladrón!– gruñó Tanganada, mientras aferraba una vela.
Los marineros saludaron la frase con grandes carcajadas.
– ¡Larga tierra!– gritó el práctico desde el puente.
– ¡Hala a bordo!– contestó el marinero que tenía el socaire soltando el chicote. El cable cayó al mar, y comenzó a subir velozmente por el costado del buque.
Este se encontraba al abrigo del malecón, pero no había marea bastante para atracar al antiguo muelle. El capitán dió una voz al piloto.
– ¡Fondo!
El piloto dijo a los marineros que tenía a su lado:
– ¡Arría!
El ancla cayó al mar con un ruido estridente de cadenas. La barca se dispuso a virar sobre ella.
– ¿Vas a amarrarte a tierra, Domingo?– preguntó don Melchor.
– Sí, señor— respondió el capitán.
– No hay necesidad; amárrate en dos. Dentro de una hora podrás enmendarte.
– Tanto me