El Cuarto Poder. Armando Palacio Valdés. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Armando Palacio Valdés
Издательство: Public Domain
Серия:
Жанр произведения: Зарубежная классика
Год издания: 0
isbn:
Скачать книгу
las doce por filo de una, en que don Roque había rebasado con tres cuarterones más la tasa de seis que ordinariamente se imponía, cuando las cinco columnas de la confitería de la Morana salieron en apretada cadena hacia sus domicilios. Cerraba la marcha Marcones, con el fusil al hombro. El primero que se soltó fué don Segis, que vivía en una casita de dos balcones, pegada al convento de las Agustinas. Después fué don Juan el Salado. Después el coadjutor. Por último, el señor Anselmo, sacando la enorme llave lustrosa que le servía de batuta cuando dirigía la orquesta, abrió el taller donde dormía.

      Quedó el alcalde solo con la fuerza de su mando. Dijo algo; pero la fuerza no le entendió. Comenzaron a caminar hacia casa, que ya no estaba lejos. Mas antes de llegar a ella, don Roque, que soplaba y bufaba como una ballena, e imitaba en lo posible la marcha jadeante y arremolinada de este cetáceo, se paró de repente, y pronunció en alta voz un largo discurso, del cual no entendió Marcones más que la palabra ladrones, repetida bastantes veces. Miró el alguacil con sobresalto a todas partes por ver si veía alguno, preparando el fusil al mismo tiempo; pero nada observó que le hiciese sospechar la presencia de los forajidos. Tornó don Roque a usar de la palabra, si tal nombre merecía la regurgitación intermitente de una porción de sonidos extraños, bárbaros, lamentables, que infundían tristeza y horror al mismo tiempo, y Marcones pudo colegir entonces que su jefe deseaba que hiciesen una batida por la villa, en busca de los criminales de las Aceñas.

      Marcones meditó que la fuerza era escasa y mal prevenida para aquella empresa; pero la disciplina no le permitió hacer objeciones. Además, nació en su pecho la esperanza de que los asesinos fuesen poco aficionados a tomar el fresco a tales horas. Y después de haber examinado cuidadosamente las armas, emprendieron una marcha peligrosa al través de todas las calles y callejas de la villa. En honor de la verdad, hay que advertir que don Roque marchaba delante como cumple a un valeroso caudillo, con su revólver en la mano izquierda y el bastón de estoque en la derecha, exponiendo el primero su noble pecho al plomo enemigo. Marcones, agobiado bajo el peso del fusil y de los ochenta y dos años que tenía marchaba detrás a una distancia de seis pasos próximamente.

      La noche era de luna, pero negros y grandes nubarrones la ocultaban a menudo por largo rato. Y entonces la escasa claridad de los faroles de aceite que ardían en las esquinas de las calles no bastaba a deshacer las sombras que se amontonaban hacia el medio de ellas. Sarrió consta de cinco principales, a saber: la Rúa Nueva, que desemboca en el muelle; la de Caborana, la de San Florencio, la de la Herrería y la de Atrás. Estas calles son largas, bastante anchas y paralelas entre sí. Los edificios en general son bajos y pobres. Otras calles secundarias, en número considerable, las cruzan y las comunican. Además, en las afueras le salen algunos rabos a la villa, donde han edificado suntuosas casas los indianos. Son lo que pudiera llamarse el ensanche de la población.

      Al llegar la columna caminando por la calle de Atrás, cerca de la de Santa Brígida, oyó gritos y lamentos que la obligó a hacer alto.

      – ¿Qué es eso, Marcones?– preguntó el alcalde.

      El anciano alguacil se encogió de hombros filosóficamente.

      – Nada, señor; será en casa de Patina Santa.

      – ¿Y cómo se atreven esas pendangas?… Vamos allá, Marcones, vamos acto continuo.

      «Acto continuo» era una frase de la que usaba y abusaba don Roque. Simbolizaba para él la energía, la decisión, la rapidez de la autoridad para remediar todos los daños.

      Patina Santa era el gran sacerdote de uno de los dos templos del placer que existían en Sarrió. De vez en cuando salía por las aldeas comarcanas y traía las sacerdotisas que le hacían falta, que nunca pasaban de cuatro. No había más gabinetes, y eso que dormían de dos en dos. Vestían el mismo refajo de bayeta verde o encarnada, el mismo justillo sin ballenas, la misma camisa de lienzo gordo, el mismo pañuelo de percal que cuando triscaban allá por los prados y los montes con los vaqueros vecinos. Patina Santa, como únicos símbolos del nuevo y elevado destino a que la suerte les había llamado, colgaba de sus orejas pendientes de perlas y aprisionaba sus pies con zapatos descotados de sarga, los cuales eran bienes adheridos a la casa y servían para todas las que iban llegando. Más adelante Patina, haciéndose cargo de que el mundo marcha y que las leyes del progreso son indeclinables, tuvo la audacia de introducir en su templo los polvos de arroz. Después compró unos medallones de doublé para colgar al cuello con un terciopelito negro. Verdad que a todas estas reformas le estimulaba la competencia desastrosa que le hacía Poca Ropa, el cual tenía su instituto en la calle del Reloj, al otro extremo de la villa.

      – ¿Qué escándalo es éste?– gritó don Roque con voz estentórea acercándose a la inmunda casucha.

      Tres o cuatro muchachos que había en la calle huyeron como pajarillos a la vista del gavilán. Pero quedaban las palomas. Dos de ellas estaban a la puerta en camisa, las otras dos asomadas a las ventanas en el mismo traje. Las de la puerta quisieron retirarse a la vista del alcalde, pero éste las agarró con sus manazas.

      – ¿Qué escándalo es éste,…ajo?– repitió.

      – Señor alcalde, nos han dado dos piezas falsas…– dijo una de ellas.

      – No estáis vosotras malas piezas… ¡A la cárcel!

      – ¡Pero, señor alcalde!

      – ¡A la cárcel,…ajo, a la cárcel!– rugió don Roque.– Y vosotras lo mismo. Todo el mundo abajo. ¿Dónde está ese maricón de Patina?

      ¡Santo cielo, qué alboroto se armó allí en un momento!

      Las niñas de la ventana no tuvieron más remedio que bajar, y Patina lo mismo, todos en camisa, porque don Roque no admitió término dilatorio. No se oían más que gemidos y lamentos, y por encima de ellos la voz horripilante del alcalde, repitiendo sin cesar:

      – ¡A la cárcel…ajo! ¡A la cárcel…ajo!

      Las infelices pedían por Dios y por la Virgen que las dejasen vestirse; pero el alcalde, con la faz arrebatada por la cólera y los ojos inyectados, cada vez gritaba con más fuerza, aturdiéndose con su propia voz:

      – ¡A la cárcel…ajo!.,¡A la cárcel…ajo!

      Y no hubo otro remedio. El sereno, que se había acercado al escuchar los primeros ajos, las condujo en aquella disposición a la cárcel municipal, en compañía de su digno jefe, mientras los vecinos, entre risueños y compasivos, contemplaban la escena por detrás de los cristales de sus ventanas.

      La autoridad de don Roque cerró por sí misma la puerta del palomar, y puso la llave «acto continuo», bajo la custodia de Marcones. Después continuaron su marcha peligrosa.

      No habían caminado mucho espacio, cuando en una de las calles más estrechas y lóbregas, acertaron a ver el bulto de una persona que se acercaba cautelosamente a la puerta de una casa y trataba de abrirla.

      – ¡Alto!– murmuró don Roque al oído de su subordinado.– Ya hemos tropezado con uno de los ladrones.

      El alguacil no entendió más que la última palabra. Fué bastante para que se le cayese el fusil de las manos.

      – No tiembles, Marcones, que por ahora no es más que uno— dijo el alcalde cogiéndole por el brazo.

      Si el venerable Marcones tuviese en aquel momento cabales sus facultades de observación, hubiese advertido acaso en la mano de la autoridad cierta tendencia muy determinada al movimiento convulsivo.

      El ladrón, al sentir los pasos de la patrulla, volvió la cabeza con sobresalto y permaneció inmóvil con la ganzúa en la mano. Don Roque y Marcones también se estuvieron quietos. La luna, filtrándose con trabajo por una nube, comenzó a alumbrar aquella fatídica escena.

      – Phs, phs, amigo— dijo el alcalde al cabo de un rato, sin avanzar un paso.

      Oir el ladrón este amical llamamiento de la autoridad y emprender la fuga, fué todo uno.

      – ¡A él, Marcones! ¡Fuego!– gritó don Roque, dándose a correr con denuedo en pos del criminal.

      Marcenes quiso obedecer la orden de su jefe,