El idilio de un enfermo. Armando Palacio Valdés. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Armando Palacio Valdés
Издательство: Public Domain
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Жанр произведения: Зарубежная классика
Год издания: 0
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nuestros pobres libros sin digerirlos: es igual que le den a mascar carne de dioses o piedras berroqueñas.

      No, compañeros, no: tratemos de producir obras sazonadas, sacando de nuestro ingenio todo el partido posible. Quien haya producido una sola obra en su vida, si es bella, jamás será olvidado. No nos fatiguemos en dilatar nuestra popularidad agradando a la muchedumbre, sino en obtener la aprobación de los pocos hombres de gusto que existen en cada generación. Éstos son los que al cabo imponen su criterio. Si así no fuese, si el renombre del escritor dependiese de la turbamulta, ni el Quijote, ni la Iliada, ni la Divina Comedia, ni ninguna de las obras maestras del ingenio humano, serían estimadas en lo que merecen.

      La fecundidad del escritor no debe medirse por el número de sus obras, sino por el tiempo que éstas duran en la memoria de los hombres. Escritor fecundo es aquel que a través de las edades hace sentir su influencia, fecundiza con su obra el pensamiento de la posteridad, vive con todas las generaciones, las acompaña, las instruye, les hace gozar y sentir. En este supuesto, Cervantes con un solo libro es más fecundo que Lope de Vega con sus millares de comedias.

      Lejos, pues, de enorgullecerme por el número de obras que llevo escritas, me avergüenzo pensando en los grandes escritores que tras larga y laboriosa vida no han producido otro tanto. Es un vicio de la época al cual tampoco he podido sustraerme.

      Nadie recorrerá las muchas páginas que seguirán a ésta con igual paciencia que tú, hijo mío. En ellas leerás la historia íntima de mi pensamiento. Sobre ellas he exprimido la sangre de mi corazón. A ti te las dedico, no a ningún prócer que las ponga bajo su amparo, no a ningún crítico que las defienda y las alabe. Alguna vez, leyéndolas, las lágrimas se agolparán a tus ojos. ¡Llora, sí! Harta razón tendrás para ello. Por debajo de la ficción verás palpitar la tremenda realidad, adivinarás los tormentos de tu padre y tu propia desdicha. Lo que para los demás es fábula más o menos divertida, para ti será triste y solemne confesión. Poco vale desde el punto de vista del arte, pero he gozado escribiéndola. No hay medio más eficaz de suavizar nuestros dolores, de aplacar nuestra cólera y arrojar el veneno de las pasiones que verlas reflejadas en el espejo de una obra de arte.

      Ninguna otra recompensa espero. Estoy plenamente satisfecho. Pero si al recorrer el mundo, cuando llegues a la edad viril, escuchando tu nombre, algunos ojos brillan con simpatía, algunas manos se extienden hacia ti, será quizá que alguien recuerde todavía los cantos de tu padre. Estréchalas, hijo mío: recibe esta simpatía como una herencia sagrada. Corta es, pero ha sido ganada con alegría y sin mancilla.

      I

      Il a tout, il a l'art de plaire,

      Mais il n'a rien s'il ne digère.

Voltaire.

      Abriose la puerta y entró en la sala un joven flaco, que saludó a los circunstantes inclinando la cabeza. Las dos señoras, sentadas en el diván de damasco amarillo, y el caballero de luenga barba, situado al pie del balcón, le examinaron un momento sin curiosidad, contestando con otra levísima cabezada. El joven fue a sentarse cerca del velador que había en el centro, y se puso a mirar las estampas de un libro lujosamente encuadernado.

      Reinaba silencio completo en la estancia esclarecida a medias solamente. La luz del sol penetraba bastante amortiguada al través de las persianas y cortinas. Detrás de la puerta del gabinete vecino percibíase un rumor semejante al cuchicheo de los confesonarios.

      El caballero de la barba se obstinaba en mirar a la calle por las rendijas de la persiana, dándose golpecitos de impaciencia en el muslo con el sombrero de copa. Las señoras, sin despegar los labios y con semblante de duelo, paseaban la mirada repetidas veces por todos los rincones de la sala, cual si tratasen de inventariar la multitud de objetos dorados que la adornaban con lujo de relumbrón.

      Al cabo de buen rato de espera, se entreabrió la puerta del gabinete y escucháronse las frases de cortesía de dos personas que se despiden. La señora que se marchaba cruzó la sala con una hermosa niña de la mano y se fue dando las buenas tardes. El doctor Ibarra asomó la cabeza calva y venerable, diciendo en tono imperativo:

      – El primero de ustedes, señores.

      Adelantose con prontitud el caballero impaciente. Y volvió a reinar el mismo silencio.

      El joven flaco siguió hojeando el libro de estampas, que era un tratado de indumentaria, sin hacerse cargo del minucioso examen a que le estaban sometiendo las dos señoras del diván. Era casi imberbe, dado que el tenue bozo que sombreaba su labio superior no merecía en conciencia el nombre de bigote. A pesar de esto, se comprendía que no era ya adolescente. Los lineamientos de su rostro estaban definitivamente trazados y ofrecían un conjunto agradable, donde se leían claramente los signos de prolongado padecer. Alrededor de los ojos negros y brillantes advertíase un círculo morado que les comunicaba gran tristeza; en los pómulos, bastante acentuados, tenía dos rosetas de mal agüero, para el que haya visto desaparecer deudos y amigos en la flor de la vida.

      En tanto que el barbado caballero se estuvo dentro con el doctor, nuestro joven continuó repasando los preciosos cromos del libro con sus dedos tan finos, tan delicados, que parecían hacecillos de huesos prontos a quebrarse. ¿Pero con tales manos puede un hombre trabajar? ¿Se puede defender? Eran las preguntas que a cualquiera le ocurrirían mirándolas. Las señoras del diván contempláronlas con lástima y se hicieron una leve señal con los ojos, que quería decir: ¡pobre joven! Después se hicieron otra señal, que significaba: ¡qué pantalones tan bonitos lleva, y qué bien calzado está! Indudablemente aquel muchacho les fue simpático. La vieja se irritó en su interior contra las mujeres infames, como hay muchas en Madrid, que se apoderan de los chicos y les beben la sangre, al igual de las antiguas brujas. La joven pensó vagamente en salvarle la vida a fuerza de amor y cuidados.

      – El primero de ustedes, señores— dijo nuevamente el doctor Ibarra, despidiendo al caballero, que salió grave y erguido como un senador romano.

      Las dos señoras avanzaron lentamente hacia el gabinete. Antes de encerrarse, la niña dirigió una mirada de inteligencia al joven flaco, tratando sin duda de decirle: «No soy yo la que vengo a consultar; es mi madre. Gracias a Dios, yo estoy buena y sana para lo que usted guste mandar.» Los labios del joven se plegaron con sonrisa imperceptible y siguió examinando el pintoresco manto de un caballero de la Orden de Alcántara que le había dado golpe, al parecer. No obstante, de vez en cuando volvía los ojos con zozobra hacia la puerta del gabinete. Trataba inútilmente de reprimir la impaciencia. Aquellas señoras tardaban mucho más de lo que había contado. Dejó el libro, se levantó, y como no había nadie en la sala, se puso a dar vivos paseos sin perder de vista el pestillo, cuyo movimiento esperaba. Al cabo de media hora sonó por fin la malhadada cerradura; pero aún en la puerta se estuvieron las señoras largo rato despidiéndose. Cuando terminaron, la niña le miró: «No tengo la culpa de que usted haya esperado tanto: ha sido mamá ¡que es tan pesada!» El joven contestó con otra mirada indiferente y fría y entró en el gabinete. La niña salió de la sala con un nuevo desengaño en el corazón.

      Era el célebre doctor Ibarra un anciano fresco y sonrosado, pequeñito, con ojos vivos y escrutadores, todo vestido de negro. El gabinete donde daba sus consultas distaba mucho de estar decorado con el lujo cursi y empalagoso de la sala. Se adivinaba que el doctor, al amueblarla, siguió el modelo de todas las salas de espera, al paso que en el gabinete había intervenido más directamente con sus gustos y carácter un tanto estrafalarios, resultando una decoración severa y modesta, no exenta de originalidad. La mesa en el centro, las paredes cubiertas de libros, y el suelo también, dejando sólo algunos senderos para llegar al sofá y a la mesa. Por uno de ellos condujo el doctor, de la mano, a nuestro joven, hasta sentarlo cómodamente, quedándose él en pie y con las manos en los bolsillos. Después de permanecer inmóvil algunos instantes examinando con atención el rostro desencajado de su cliente, dijo poniéndole una mano en el hombro:

      – ¿Es la primera vez que viene usted a esta consulta?

      – Sí, señor.

      – Bien; diga usted.

      El joven bajó la vista ante la mirada penetrante del médico, y profirió con palabra rápida, donde bajo aparente frialdad se traslucía la emoción:

      – Vengo