Era éste un clérigo al cual se le podrían echar cuarenta años de edad, aunque pasaba bastante de cincuenta, grueso, rollizo, colorado, admirable dentadura, los ojos redondos y saltones, la nariz ancha, sin una cana en el pelo ni una arruga en el rostro. Hablaba poco y reía mucho. Todo le hacía gracia: vivía en perpetuo espasmo de alegría y admiración. Celebraba cualquier insulsez de los amigos como el chiste más acerado, hasta verse obligado a sujetar el vientre sacudido por los flujos de risa. Y los reía de buena fe, sin asomo de hipocresía ni adulación, lo cual, como es lógico, lisonjeaba el amor propio de los que estaban a su lado. Por tal razón quizá, el P. Norberto gozaba de generales simpatías en la villa y no era mal quisto de sus compañeros. Sólo se le conocían tres pasiones, los callos guisados, el tresillo y otra de que más adelante hablaremos. Cuando en una casa, de las que frecuentaba, había callos para la comida o la cena, ya se sabía que era de rúbrica el convidarle. Se servía dos o tres platos colmados, se desabrochaba, la frente le empezaba a ahumar y había que dejarle reposar después una hora sobre la cama; si no, corría peligro de estallar como una bomba. Consejero solía decirle que cada día comía más callos y jugaba peor al tresillo. Y nunca soltaba la frase sin que el buen clérigo se retorciese y sofocase de risa. Los chistes jamás se hacían viejos para él.
Las señoras apartaron prontamente su atención de los tresillistas así que comenzaron a disputar. Todas las noches había una porción de reyertas como ésta.
– Y usted, D. Narciso, tampoco ha venido ni ayer ni anteayer. ¿Qué ha sido de usted? ¿Reza también por las noches?– dijo D.ª Marciala, que hacía calceta cerca de la mesa de tresillo; de vez en cuando alzaba las manos hacia el quinqué de los jugadores, para tomar un punto que se le había escapado.
– No, señora; yo no soy gran rezador. No tengo la virtud de la oración. En cambio me abstengo de ciertos vicios, como el de murmurar de mis superiores y compañeros— profirió el capellán con acento insolente, mirando con afectación al techo.
La alusión iba directamente al excusador, que acababa de hablar de la avaricia del cura. Así lo entendió él, y si no lo hubiera entendido claramente, se lo manifestaran los ojos de los circunstantes. Ante aquella brutal agresión se le encendió el rostro como una brasa. Las carcajadas malignas de D. Joaquín y D. Melchor concluyeron de turbarle.
– ¡Hombre, no está mal eso! ¡jo! ¡jo! ¡Me gusta eso! ¡jo! ¡jo! Está bien eso de la abstención. ¡Mucho que sí! Tiene usted ingenio, D. Narciso. ¡Mucho ingenio! ¡jo! ¡jo! ¡jo!
El P. Melchor se reía a boca llena de un modo insolente y grosero, mirando alternativamente al joven excusador y a D. Narciso. El capellán de D.ª Serafina también se reía con una risita aguda, minúscula, que aparentaba sofocar llevándose el pañuelo a las narices. Las señoras permanecían serias y disgustadas comprendiendo la venenosa intención del capellán de Sarrió. Sólo D.ª Marciala sonreía frente a él aplaudiéndole.
En Obdulia el dardo produjo aún impresión más dolorosa que en su confesor. Sintiose invadida por un frío extraño acompañado de ligero temblor; luego fuertes llamaradas de calor le subieron al rostro y con ellas un vivo irracional deseo de lanzarse sobre D. Narciso y arañarle. Costole trabajo inmenso dominar sus ímpetus.
– Malo es murmurar— dijo D.ª Serafina Barrado para salir del silencio embarazoso que reinaba, disgustada como las demás por aquella injustificada agresión;– pero muchas veces se toma por murmuración lo que no es. Se habla de cualquier persona… por hablar de algo, sin ánimo alguno de ofenderla. Hasta nos reímos muchas veces de sus manías, y no dejamos por eso de estimarla, ni nos creemos superiores a ella…
Al llegar aquí sus ojos tropezaron con los de su capellán, que había cesado de reír y le clavaba una mirada fría y aguda como un puñal de Albacete. La pobre señora quedó acortada y sólo tuvo ánimos para concluir con voz más baja:
– …Al menos, eso me pasa a mí…
– Y le pasa a todo el que tiene un corazón franco, señora— dijo impetuosamente Obdulia.
– Sólo los envidiosos, los malintencionados saben dorar la píldora de veneno y clavar el puñal cuando parece que están haciendo una caricia.
La voz de la joven salía alterada, un poco ronca.
D. Narciso dejó escapar una risita maligna y dijo con acento irónico:
– ¡Mire usted cuántas cosas sabe de teología moral la señorita! Habrá que declararla doctora de la Iglesia, como a Santa Teresa.
– ¡Caramba, tampoco está mal eso! ¡jo! ¡jo! ¡Conque doctora de la Iglesia! ¡jo! ¡jo!… ¡Pero qué perverso es este D. Narciso! ¡Jo! ¡jo! ¡jo!… ¡Es mucho D. Narciso!
– No se ría usted tan fuerte, D. Melchor, que puede saltarle la dentadura— dijo la joven, por cuyos ojos pasó un relámpago de cólera.
El P. Melchor cesó de reír repentinamente. Este clérigo, de edad de treinta y cinco a cuarenta años, alto, de facciones regulares, ojos grandes y negros sin expresión, y figura triste y descuadernada, presumía, según pública voz, de guapo, lo mismo que de inteligente, maligno, ilustrado, etc., etc. La frase de Obdulia le hizo un efecto terrible, porque imaginaba que lo de la dentadura postiza nadie lo sabía más que Dios y el dentista de Lancia que se la había puesto. Murmuró algunas frases incoherentes, pero Obdulia continuó sin hacer caso de él:
– Yo de teología sólo sé que los sacerdotes están obligados a tener oración, y que el alabarse de no rezar es más propio de impíos que de ministros del Señor.
Lo dijo con calma y naturalidad que hicieron más incisivo y profundo el arañazo.
– ¿Y dónde ha aprendido usted tanto, señorita?– preguntó D. Narciso, desconcertado ya.
– Pues lo he aprendido en el catecismo explicado y en los sermones del magistral de Lancia… a quien dicen por ahí que usted imita… pero nada más que en los gestos, ¿sabe usted?
D. Narciso se sintió herido en lo más vivo de su ser, porque efectivamente hacía todo lo posible por parecerse al magistral, notable orador sagrado. Quedó algunos instantes silencioso y se disponía a contestar, cuando vino a interrumpir el tiroteo la entrada de una nueva señorita llamada Cándida, alta, delgada, enjuta y apretada, de la familia de los bacalaos. Fortuna tuvo D. Narciso, pues en la disputa llevaba la de perder. Obdulia poseía una imaginación vivísima, y antes de haberse dado a la mística gozaba fama de alegre y chistosa entre sus amigas.
D.ª Eloisa aprovechó la oportunidad para cambiar la conversación, que se había hecho peligrosa. Detrás de Cándida entró D.ª Teodora. Venía ésta acompañada de D. Juan Casanova. Este recto y majestuoso caballero tenía la costumbre desde tiempo inmemorial de hacer la tertulia por las noches a D.ª Teodora. Cuando ésta venía a la de su amiga D.ª Eloisa, lo cual sucedía una o dos veces por semana, la acompañaba juntamente con el criado. D. Peregrín, después que llegó de su excursión burocrática por Cataluña, también adquirió el hábito de pasar un rato todas las noches en casa de D.ª Teodora.
No es posible resolver cuándo y cómo nació en la mente del antiguo oficial del gobierno civil de Tarragona la idea de suplantar a su hermano en el corazón de la fresca señorita; pero es cosa averiguada que nació, y que se desarrolló con extraordinaria fuerza en poco tiempo. Comenzó a tributarla mil atenciones, a recrearla con el sabroso repertorio de sus recuerdos de empleado, a hacer gala en su presencia de un ingenio sutil, de una facilidad pasmosa para los retruécanos. Procuró asimismo demostrar su incontestable superioridad intelectual sobre su hermano, llevando la contraria a cuanto decía, sonriendo despreciativamente cuando hablaba, vejándole, en fin, de mil modos. D.ª Teodora, sin embargo, resistió tenazmente esta suplantación. Aunque debía de estar bien convencida de la superioridad de D. Peregrín, como hombre de mundo y erudito, no por eso dejó de seguir prodigando a don Juan las mismas señales de afecto. Al contrario, los desprecios de su hermano no sirvieron más que para que se lo manifestase más vivo que antes. Esto llenó de amargura el corazón