Y estas profecías fúnebres, que, dichas con franqueza, a lo aragonés, espeluznaban al infeliz Melchor, se iban cumpliendo poco a poco.
Don Melchor languidecía visiblemente. Su buen humor había desaparecido junio con los colores de su cara; una obesidad grasosa y amarillenta hinchaba su cuerpo; y al fin, un año después de abandonar la tienda, murió sin que los médicos supieran con certeza su enfermedad. Fue cosa del hígado, del corazón o del estómago; sobre esto no se pusieron de acuerdo los doctores; lo único indiscutible fue que cayó lánguidamente y sin ruido, como esos pájaros a quienes el lazo traidor arranca del espacio para encerrarlos en una jaula.
Fue un luto estrepitoso el de doña Manuela. Misas a centenares, funerales a toda orquesta, limosnas a porrillo, y lágrimas y lamentos que afortunadamente tenía el poder de evitar con sus frases chistosas el doctor don Rafael Pajares, quien, como médico de alguna fama, había sido llamado en los últimos días de la enfermedad del marido, lo que aumentó la languidez de éste y su desesperado desaliento.
Ya sabía doña Manuela que no era muy correcta la presencia del antiguo novio en los primeros días de su viudez. Pero al fin era su primo, y trataba con tanto cariño al huérfano Juanito, con tales cosas sabía alegrar al pequeñín, que éste no podía pasar sin el tío Rafael.
Quien más murmuraba contra tales visitas era don Juan, el hermano austero, huraño y de pulcra rectitud; pero sus quejas fueron, recibidas tan acremente, que acabó jurando no volver a poner los pies en aquella casa.
Quedó el médico dueño del campo. Tan complaciente era, que para entretener al sobrino no vacilaba en despojarse de su dignidad profesional, y las criadas oían sonar en el salón una guitarra y la voz de don Rafael cantando las cancioncillas de sus buenos tiempos de estudiante. Primero sólo visitaba a la viuda por las tardes; después prolongó las entrevistas, saliendo de la casa a media noche; y por fin, llegó un día en que no salió.
Don Eugenio y don Juan estaban escandalizados, diciéndose que el buen Fraile conocía perfectamente a su hija; y aunque los dos tenían poco afecto al médico, experimentaron cierta satisfacción al saber que la viuda y el primo se casaban apenas transcurriera el plazo marcado por la ley.
A los tres meses de casados tuvieron una niña, Conchita; un año después un muchacho, al que pusieron por nombre Rafael, y por fin, la menor, Amparito, último fruto de unos amores que se extinguieron tras rápidas e intensas llamaradas.
El matrimonio fue al poco tiempo de realizado un motivo de satisfacción para don Juan, que aunque no odiaba a su hermana se alegraba de sus desgracias, hijas de la imprevisión.
El primo Rafael, amante rabioso de los placeres y obligado a reprimir sus deseos en la atmósfera de sórdida avaricia en que se había educado, lanzóse sin temor a saciar sus apetitos al verse dueño de la fortuna de su esposa. La supeditación amorosa de doña Manuela le hacía ser dueño absoluto de la casa, y no tardó en hacer sentir su tiranía.
Egoísta hasta la brutalidad, era derrochador para sus placeres y tacaño feroz cuando se trataba de las necesidades de los demás. Encontró ridículos los gustos aristocráticos de su esposa, y los suprimió despóticamente. Vendió el carruaje y los caballos, y doña Manuela, que tan exigente se mostraba en materia de ostentación con su primer esposo, acató servil y gustosa las órdenes del segundo. Ignoraba que aquel hombre tan avariento en los gastos de la casa arrojaba el dinero fuera de ella, y cubriéndose con el velo de la hipocresía, llevaba una vida de calavera, tal como la había soñado en su juventud.
La ceguera de la esposa duró algunos años. Cuando supo toda la verdad, tuvo un momento de indignación y de protesta valiente, como al dar su mano a Melchor; pero ya era tarde para remediar el mal.
El doctor había jugado fuerte, perdiendo miles de duros; mantenía queridas costosas por pura ostentación y emprendía viajes divertidos por toda España con audaces compañeros de bureo. La fortuna de doña Manuela estaba casi destruida. Su marido, en momentos de expansión amorosa, cuando ella se sentía más supeditada, habíala arrancado firmas comprometedoras y tenía que pagar, so pena de ver sus bienes embargados. Para dar en la cabeza a su marido— según ella decía— volvió a sus antiguos gastos, a la ostentación falsa de una fortuna que no existía; contrajo, por su parte, deudas y guiada por el engañoso pundonor de las gentes que se arruinan, en vez de vender fincas y ponerse a flote, prefirió gravar sus inmuebles con hipotecas y echarse en brazos de la usura, buscando préstamos con intereses aplastantes.
Por fortuna, un sinnúmero de enfermedades provenientes de la vida crapulosa del doctor surgieron en su gastado organismo, y murió cuando ya su mujer, si no le odiaba, veíase separada para siempre de él por sus infidelidades y desvíos.
La muerte del primo Rafael hizo que don Juan volviera a casa de su hermana y se dignase ocuparse en sus asuntos. Con su buen instinto de hombre práctico, puso orden en aquel maremágnum: vendió fincas, canceló hipotecas, pagó a los usureros con harto pesar de éstos, que querían ver correr los intereses hasta devorar al cliente, y al fin, un día pudo decir a su hermana:
– Mira, chica, ya tienes libre y sano lo que te queda, pero te advierto que no eres rica. Tienes, a lo sumo, veinte mil duros, más ocho mil que pertenecen a Juanito, por ser la herencia de su padre. Se acabaron, pues, las locuras. Ahora mucho orden y mucha economía, y así podrás ir tirando. Sobre todo, no cuentes conmigo en los apuros. Si fueras pobre te tendería la mano; pero tienes para comer, y a mí no me gusta amparar a los derrochadores. Se acabaron las berlinitas y los demás gastos con los que se aparenta lo que no se tiene. Una vida arreglada, gastando conforme a la renta, es lo decente y lo digno. Esa fanfarronería, ese afán de aparentar con cuatro cuartos lo que la gente llama «arroz y tartana», es ridículo… ¿lo entiendes bien? soberanamente ridículo.
Doña Manuela sintióse impresionada por los consejos de su hermano, y por mucho tiempo los siguió escrupulosamente.
Dedicóse a criar a sus hijos, es decir, a los hijos de su segundo matrimonio, pues el pobre Juanito siempre había sido tratado con falso cariño, con un desvío encubierto, como si doña Manuela quisiera vengar en el pobre chico el haber sido poseída por su difunto padre.
Aquella mujer resultaba incomprensible. Al marido fiel y bondadoso apenas lo nombraba, como si su matrimonio hubiese sido de algunos días; y en cambio, de aquel calavera que tanto la hizo sufrir habíase forjado después de muerto una figura ideal, y ya que no de sus virtudes, hablaba a todos de su talento, pintándolo como un sabio ilustre, cuya ciencia no había podido apreciar el mundo.
El pobre hijo de Melchor, con su carácter apocado y dulce y su afán de cariño, era el paria de la casa. El doctor, viéndole siempre callado, contemplando a su madre con estúpida adoración, había declarado que el niño era tan bruto como su padre, y cuando más, podría servir para el comercio. Y como el muchacho, por su parte, le tenía gran afecto a don Eugenio y cierta querencia a Las Tres Rosas, que era donde habían transcurrido los primeros años de su vida, de aquí que Juanito, a los trece años, entrase en la tienda como aprendiz distinguido, con la ventaja de comer y dormir en su casa.
En cambio, los hijos del doctor Pajares gozaron una niñez rodeada de atenciones. Las dos hijas estuvieron hasta los catorce años en un colegio y Rafaelito fue dedicado al estudio, pues doña Manuela v quería hacer de él una lumbrera médica como su padre.
Estas predilecciones irritaban a don Juan, que había sentido un afecto fraternal por su primer cuñado, trabajador infatigable como él y amigo del ahorro. Además, Juanito era su ahijado. Pero callaba viendo que la hermana seguía sus consejos económicos y— según sus palabras— no estiraba el pie fuera de la sábana.
Pero llegó el momento en que las niñas se convirtieron en unas señoritas, conservando sus relaciones amistosas con sus antiguas compañeras de colegio, y doña Manuela sintió el afán de ostentación de