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este punto llegaba, cuando entró Santorcaz, y no bien le vieron las honradas personas que formaban el auditorio del buen Fernández, empezaron todos a desfilar de muy mal talante, porque la presencia del citado flamasón era harto desagradable a todos los habitantes de la casa.

      – Grandes noticias, grandes noticias traigo, señor D. Gonzalo Fernández de Córdoba-exclamó desde la puerta. – Aguárdense todos, si quieren saber la verdad pura. ¿Pero se van estas niñas? ¿Por qué me tienen miedo? ¿Y Vd., D. Roque, no quiere escuchar?… Vayan noramala, pues, y Vds. se lo pierden, porque no saben lo que ocurre… La lanza, Sr. Fernández, tome Vd. al punto la lanza, y prepárese al combate, porque se acerca lo tremendo, y ahora verá quiénes son buenos patriotas y quiénes no lo son.

      – No tomemos a broma estas graves cosas, señor D. Luis – dijo algo amoscado el que podremos llamar vencedor de Cerinola-, ni nos escandalice a la vecindad con sus endemoniados aspavientos.

      – ¿A que no sabe Vd. lo que yo sé? – añadió Santorcaz. – ¿A que no sabe Vd. que el general Dupont, que estaba en Toledo, ha recibido orden de marchar a Andalucía, y que Moncey sale mañana de aquí para Valencia, y que Lefebvre, que está en Pamplona, irá pronto sobre la capital de Aragón; que Duhesme se extenderá por Cataluña y que Bessières baja hacia Valladolid a toda prisa con las divisiones de Lasalle y de Merle?

      – ¡Cómo se conoce que Vd. escupe en corro con la canalla! ¿Y cómo están sus mercedes del estómago?¿Se han hecho al fin al vino de España? Y el gran duque de Berg, ¿cómo anda de sus calenturas? ¿Hay mieditis? Porque yo tengo para mí que si a esos señores se les caen los calzones es porque, como dijo el otro, al que mal vive, el miedo le sigue. Yo, en verdad, no sabía lo que Vd. acaba de decir; pero allá en la oficina oí decir otras cosillas que no sé si sonarán bien en las orejas de la canalla. ¿Por qué no va mi Sr. D. Luis a contárselas, a ver si con el gusto se les quita el destemple?

      – ¿Qué noticias son esas?

      – Nada, poca cosa. Cuando el francés las sepa, verá Vd. qué contento se pone… Que en todas las ciudades se han nombrado o se van a nombrar Juntas, las cuales no harán caso de lo que se mande en Bayona, sino que…

      – Pero si Fernando VII no es ya Rey de España, porque ha cedido sus derechos al Emperador, lo mismo que Carlos IV. ¿Qué son esas Juntas más que cuadrillas de insurgentes?

      – Sí… pues que las quiten: es cosa fácil. ¡Demonios de Juntas! Y los muy simples están formando unos ejércitos… cosa de juego, Sr. de Santorcaz; cuatro gatos que estaban ahí en el Campo de San Roque con unos cuantos cañoncillos… Y también han dado en armarse los paisanos, lo mismo en Castilla que en Cataluña, que en Valencia, que en Andalucía… pero eso no vale nada; son hombres de alfeñique y alcorza, y no digo yo con balas, con saliva los destruirán los franceses.

      – ¿Y todo lo que sabe Vd. se reduce a que la Junta de Sevilla está formando un ejército con las tropas de San Roque que manda Castaños, y las de Granada que están a las órdenes de Reding? Pues eso lo sabe todo Madrid.

      – Mira, Fernández – dijo oficiosamente doña Gregoria-, haces mal en revelar lo que sabes por tan buen conducto, porque yo no soy lerda para conocer que lo que hace nuestro ejército no se debe decir. Y sino, pongo por caso: si tú que estás enterado de todo, a causa de tu gran tino para la guerra, descubres lo que hace el ejército de Andalucía y llega a oídos del francés, puede aprovecharse de la noticia y entonces…

      – ¡Qué ha de aprovecharse, mujer, ni qué entiendes tú de estas cosas! Al contrario, yo quiero que el señor de Santorcaz vaya con el cuento. Y también en Castilla…

      – Otro ejército, sí, compuesto de guardias de corps, acostumbrados a hacer la guerra en los palacios, de estudiantes, de paletos y contrabandistas ¡Ah! – exclamó Santorcaz, dando tregua a las bromas y hablando con completa seriedad. – Es una desgracia para nosotros el tener que confesar que no podemos batirnos con los franceses. ¿Qué importa que se armen multitud de paisanos, si esas turbas indisciplinadas antes que ayuda serán elemento de desconcierto para el escaso ejército español? ¿Qué obstáculo pueden ofrecer a los que han sometido la Europa entera, esos infelices alucinados, a quienes engaña su ignorancia? ¿Han visto alguna vez un campo de batalla? ¿Tienen idea de lo que significa la previsión, la táctica, el genio de un jefe experto para decidir la victoria? Es una triste cosa haber llegado a este extremo por las torpezas de nuestros Reyes; pero una vez aquí, no hay más remedio que someterse a lo que la Providencia ha querido hacer de nosotros. España no puede resistir la invasión, porque si la resistiera haría un milagro, una hazaña sobrenatural nunca vista. Condenada a ser de Napoleón y a ver sentado en su trono a un Rey de la familia imperial, lo más cuerdo es resignarse a este resultado con la conciencia de haberlo merecido.

      – ¡Que España será francesa, que España será de Napoleón! – exclamó el Gran Capitán encendido en violenta ira. – Sr. de Santorcaz, Vd. es un insolente, usted es un deslenguado, Vd. no tiene respeto a mis canas. Ya ¿qué se puede esperar de un trapisondista calavera como Vd. que abandonó a su familia por irse al extranjero a aprender malas mañas? ¡Decir que España ha de ser francesa! Salga Vd. de mi casa, y no ponga más los pies en ella. ¿Qué te parece, Gregoria? Mujer, ¿te estás con esa calma y no bufas de cólera como yo?

      Y levantándose de su asiento, indicó a Santorcaz con majestuoso gesto la puerta de la sala; mas como D. Luis no tuviera humor de marcharse, porque todos los días se repetía la misma escena sin resultado alguno, preparábase a comer tranquilamente, dejando que se desvaneciera, como efectivamente se desvaneció sin efusión de sangre, la ira de su honrado amigo. Durante la comida, D. Santiago gruñó un poco; pero la prudencia y discreción de su esposa evitó un choque que pudiera haber tenido calamitosas consecuencias.

      IV

      Lo que he contado pasaba el 20 de Mayo, si no me engaña la memoria. Poco a poco fui avanzando en mi convalecencia, y en pocos días me hallé ya con fuerzas suficientes para levantarme y dar algunos paseos por los grandes corredores de la casa, pues la vivienda del Gran Capitán tenía como único desahogo el largo pasillo, en cuya pared se abrían hasta veinte puertas numeradas, albergues de otras tantas familias. Peor que mi cuerpo se hallaba mi alma, llena de turbaciones, de sobresaltos y congojas, tan apenada por terribles recuerdos como por angustiosas presunciones, de tal modo que mi pensamiento corría a refugiarse alternativamente de lo pasado a lo futuro, buscando en vano un poco de paz.

      La muerte del cura de Aranjuez, sin dejar de formar en mi alma un gran vacío, me era menos sensible de lo que a primera vista pudiera parecer, porque conceptuándola yo como tránsito que había llevado un nuevo santo a las falanges del Paraíso, consideraba a mi amigo en su verdadero lugar, y no tan lejos de nosotros que pudiera desampararnos si le invocábamos.

      En cuanto a Inés, no dudaba que existía en poder de alguien que la protegiera por encargo de los parientes de su madre, y aunque para esta creencia no tenía más dato que la relación del alucinado Juan de Dios, yo me confirmaba cada vez más en ella, fundándome en antecedentes que omito por ser de mis lectores conocidos, y en la sórdida avaricia del licenciado Lobo, a cuyo carácter correspondía perfectamente una buena recompensa, a quien deseaba poseerla.

      Todo mi afán consistía en hallarme completamente restablecido para poder salir a la calle, y cuando lo conseguí, tuve el gusto de darme a conocer a todos mis amigos como un verdadero resucitado, o alma del otro mundo, que vuelve con forma corporal a cobrar deudas atrasadas.

      No tendrán Vds. idea del aspecto que ofrecía entonces Madrid, si no les digo que la gente toda andaba azorada y aturdida, a veces llena de miedo y a veces haciendo esfuerzos para disimular su alegría. El odio a los franceses no era odio, era un fanatismo de que no he conocido después ningún ejemplo; era un sentimiento que ocupaba los corazones por entero sin dejar hueco para otro alguno, de modo que el amar a los semejantes, el amarse a sí mismo, y hasta me atrevo a decir el amar a Dios se adoptaban y sometían como fenómenos secundarios al gran aborrecimiento que inspiraban los verdugos del pueblo de Madrid.

      A estos se les veía solos en todos los sitios: su presencia hacía detener o apresurar a los transeúntes, y era tan extraordinario estedesvío, que hasta parecían