Ricardo penetró por las habitaciones de la casa de Elorza con la indiferencia del que se encuentra dentro de la suya, sin quitarse siquiera el sombrero. Cuando entró en el gabinete de doña Gertrudis, esta señora se hallaba tomando una taza de caldo ayudada por dos criadas. Al ver a nuestro joven dejó la taza sobre el velador que tenía delante y echándose hacia atrás en la butaca, exclamó con acento dolorido:
– ¡Ay, querido, en qué mal hora llegas!
– Pues ¿qué pasa?
– ¡Que me muero, Ricardo, que me muero!
– ¿Se siente usted peor?
– Sí, hijo mío, sí, me siento muy mal: no es posible decir lo mal que me siento. Si no me muero hoy, no me muero nunca. Toda la noche la pasé en un puro grito… Después…, después ese tigre de don Máximo no ha venido todavía a pesar de haberle enviado dos recados… ¡Que Dios le perdone!… ¡Que Dios le perdone!
Doña Gertrudis cerró los ojos como si se dispusiese a morir sin auxilios temporales ni espirituales.
Ricardo, acostumbrado a estos exabruptos, permaneció buen rato silencioso. Al cabo dijo en tono indiferente:
– ¿No sabe usted?… Enrique ha conseguido cambiar el aderezo, y ayer ha llegado el otro sin novedad.
– Vaya, gracias a Dios— repuso doña Gertrudis, abriendo los ojos— . Bien creí que no se lo cambiarían.
– ¿Por qué no?
– ¡Toma!, porque vendiendo el otro se habían deshecho de una antigualla de la cual no sé cómo saldrán ahora.
– Sí, pero también perdían un parroquiano que les deja muchas ganancias. ¿Usted no ve que Enrique recibe encargos de toda la provincia?
– Eso también es verdad…, ¿pero no sabes tú que a los comerciantes les ciega la avaricia?… ¡Uf, qué gente más mala! Te digo que no puedo ver a los comerciantes, Ricardo; no los puedo ver, ni pintados.
Después de haber expresado este sentimiento desfavorable para el comercio, que doña Gertrudis en su fuero interno hacía extensivo también a la industria y en general a todas las artes mecánicas, cerró de nuevo los ojos con un gesto de dolor, y siguió de esta manera:
– Lo que siento, hijo mío, es que no os he de ver casados y que por mi causa tendréis que dilatar la boda… Me encuentro muy mal, muy mal… El corazón me dice que me he de morir antes de que llegue el día del matrimonio… Y la verdad es que más vale que me muera si he de padecer tanto…
– Vamos, no diga usted esas cosas; ¡qué se ha de morir! La enfermedad tendrá que ir cediendo poco a poco, se curará usted y se pondrá sana y gorda que dará gusto verla.
En vez de animarse con estas palabras, doña Gertrudis se enfureció.
– Esas son tonterías, Ricardo… Mi enfermedad es mortal, y si no ya se vera… Mi marido no quiere creerlo; pero pronto se ha de convencer… No me quejo de mimo, no… ¡Ay, querido, si supieses lo que yo padezco sentada en esta butaca!
Lo cierto es que desde el día en que el cura había echado la bendición nupcial sobre doña Gertrudis, se puede asegurar que esta noble señora no había hecho otra cosa que atender a los quebrantos y lacerias de su cuerpo, arrastrando una vida mezquina al través de las enfermedades más extrañas e inverosímiles que jamás se hubiesen visto. Antes de dar a luz su primera hija María, había padecido de vómitos de sangre y consunción. Después del parto, y por algunos años, hasta el nacimiento de su segunda hija Marta, padeció un mal dolorosísimo del corazón, tan acerbo y cruel que muchas veces le privaba del sentido. Las manifestaciones de esta enfermedad, tal como la paciente las relataba, inspiraban terror a cualquiera. Unas veces creía sentir que le manoseaban el corazón y se lo estrujaban hasta no poder más; otras veces pensaba que se lo metían entre hielo, y allí lo tenía tiritando sin que valiesen de nada las pieles y franelas que le ponían sobre el pecho, hasta que por una brusca transición entraba en un horno encendido donde se abrasaba de tal suerte que hacía pedazos con sus manos crispadas cuanta ropa le habían echado antes encima; otras, en fin, sentía un animal que clavaba en él los dientes, produciéndole tan agudos dolores que no le dejaban fuerzas para gritar. El licenciado don Máximo permanecía totalmente confundido delante de aquel caso patológico, anunciando en cada visita el próximo fin de la paciente si el antiespasmódico que recetaba no la tornaba al instante sana y salva. Como doña Gertrudis no acababa de fallecer ni su extraordinaria enfermedad desaparecía, don Máximo llegó a perder enteramente la fe en ella. Seguía visitando la casa con mucha frecuencia, pero siempre a la hora de costumbre, que rara vez alteraba por más que doña Gertrudis le moliese muchos días a recados, suplicándole se personase acto continuo en su alcoba. Don Máximo concluyó por despreciar profundamente las enfermedades de su noble cliente, y calificarlas públicamente en la botica adonde solía asistir de cajigalinas de mujeres. El significado exacto del vocablo cajigalinas jamás se supo ni dentro ni fuera del pueblo, ni se llegó a averiguar si era invención particular de don Máximo o si procedía de algún idioma antiquísimo, muerto ya, que el licenciado hubiese estudiado. La palabra por su raíz parece de origen semítico, pero no es posible fallar de plano en este asunto: que los sabios lo decidan. Lo que sí está fuera de duda es que con ella quería decir don Máximo dar a entender algo insignificante, baladí o de poco monto. Y basta con esto para que sepamos a qué atenernos sobre la opinión de la ciencia en lo referente a los males de doña Gertrudis.
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