Episodios Nacionales: Los apostólicos. Benito Pérez Galdós. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Benito Pérez Galdós
Издательство: Public Domain
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Жанр произведения: Зарубежная классика
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la pandilla, tratándoles de tú, era la Décima, por otro nombre el hambre, a quien Veguita dedicó una composición muy chusca. Sin dinero, sin ocupación, sin estímulo, aquellos insignes poetas o prosistas o simples mortales vivían de la poderosa fuerza íntima que en unos era la fantasía, en otros la conciencia de un gran valer y en todos el presagio de que habían de ser principio y fundamento de una generación fecunda.

      Todo cansa en el mundo, hasta el hacer versos. Así es que no podían satisfacer al bullidor espíritu de tales muchachos las sesiones del Parnasillo y el ardiente disputar sobre odas, comedias y poemas. La juventud necesita acción, necesita el elemento dramático de la vida, sin el cual esta no es más que un soliloquio de dolor o un quietismo morboso. La juventud de aquel tiempo, la más ilustre que había tenido España desde que envejeció la gran pléyade del siglo XVII, no sabía vivir sin drama. Es verdad que había amores y de lo fino, pero las aventuras galantes no podían satisfacer completamente a aquella juventud que era la empolladura de una gran época. Si la hubiesen dejado, ella habría hecho revoluciones, derribado gobiernos, aplastado ídolos entre el tumulto estrepitoso de millares de discursos. Sentía en sí, mezclado con la facultad y con la facilidad versificante, el germen de la gloriosa oratoria parlamentaria, que en nuestra tierra y en nuestro genio es una especie de poesía combatiente. En España es común que el fuego de las ambiciones rompa las liras para forjar con ellas las espadas.

      La acción, que era una necesidad, un apetito irresistible de la insigne pandilla, estaba circunscrita por Calomarde a la esfera del Parnasillo. La policía no estorbaba que allí dentro se dispararan ovillejos, quintillas y décimas, llenas de pimienta como los antiguos vejámenes; pero el libro, el drama, el periódico, todas las grandes armas del pensamiento, les estaban vedadas. No se les permitía más que los alfileres.

      Su instinto de grandes empresas con la palabra o con la acción les llevaba derechamente a las travesuras, y aquellos rapaces inspirados se ocupaban de noche en salir por ahí a romper faroles y a dar bromazos a los vecinos pacíficos. ¡Romper un farol! ¡Cuántas delicias, cuánto ingenio, cuánta charla preparatoria y cuántos trámites para obra tan divertida! Escogida por el día la inocente víctima, bien por la diafanidad relativa de sus vidrios, bien por hallarse próxima a cualquier casa de habitantes pusilánimes, se le formaba causa criminal. Uno defendía en toda regla al farol, alegando sus buenos servicios, otro le acusaba probando su complicidad en las tinieblas de la calle, o por el contrario el robo que había hecho de los rayos del sol. Después de consultar toda la jurisprudencia farolística recaía sentencia en verso, y se nombraba la comisión ejecutiva. Por la noche un repentino estruendo y el salpicar de los vidrios rotos anunciaba el terrible cumplimiento de la justicia, y con la oscuridad, la alarma de los vecinos y la intromisión de algunos de estos en la gresca, venían nuevas trapisondas y al cabo palos y carreras.

      Otras veces se entretenían en llamar con fuertes aldabonazos a las puertas, y daban aviso a media docena de médicos, diciéndoles con mucho apuro que tal o cual enfermo se hallaba en crisis. Enviaban la partera a casa de quien menos la necesitaba y la caja de muerto a quien gozaba de excelente salud.

      Desde Santa Catalina hasta la Cuaresma, menudeaban entonces las reuniones de máscaras, diversión que prevalece en épocas de poca libertad. Eran célebres y vistosas las de Aristizábal, Commoto y Mariátegui, familias ricas y que recibían y obsequiaban en el tono y forma de la urbanidad moderna. Pero el españolismo rancio tenía tantas raíces que las tertulias de aquella especie eran señaladas y aun puestas en ridículo por los enemigos de los cumplimientos, partidarios de la antigua llaneza ramplona, de quien eran secuaces la incomodidad, el desaseo, los modales burdos y la grosería.

      Entre las pocas tertulias donde no imperaba el españolismo rancio, había una, que era sin duda la más agradable de todas. No ha llegado su fama hasta nuestros días; pero esto no importa ni hace al caso, toda vez que apenas hemos tenido, como los tuvo Francia, salones célebres que fueran centro de hábiles tramas políticas. La tertulia o salón de Doña Jenara, que tal nombre se le daba, no tuvo importancia mayor como centro político ni podía tenerla en aquellos días; no era tampoco de primer orden por la riqueza de su dueña, y sus únicas preeminencias consistían en el buen gusto, en el trato amable, festivo, ligero y exquisitamente urbano, tan distante de la afectada etiqueta como de la llaneza, en lo exquisito de los manjares, en la comodidad del servicio de estos, en la libertad un tanto excesiva de los juegos de azar, y principalmente en la chispa inagotable de la charla ingeniosa, rica en intención y en travesura. Era opinión común que allí no entraban los tontos. Concurrían a la tertulia menos mujeres que hombres. De los poetas nuevos no faltaba uno, y de la gente antigua y machucha iba toda la turbamulta volteriana.

      No quiere decir esto que la tertulia fuese un centro liberalesco, ni el volterianismo significaba de modo alguno entonces ideas avanzadas en política; por el contrario los más heterodoxos eran comúnmente los más cangrejos, como solía decirse. Si algún color político dominaba en las reuniones era el absolutista tolerante o ilustrado, el ideal monárquico con Carta a lo Luis XVIII, habilidosa componenda de donde en tiempos más próximos había de salir el Estatuto, y luego los moderados, doctrinarios, etc.

      La dueña de la casa parecía complacerse en sostener equilibrio perfecto entre el elemento apostólico y el reformista, pues ambos tenían algún adalid en sus tertulias. Pero no todo era política. Casi casi las tres cuartas partes del tiempo se invertían en leer versos y hablar de comedias, y la música no ocupaba el último lugar. Después que algún aficionado tocaba al clave una sonatina de Haydn o gorjeaba un aria de la Zelmira cualquier italiano de los de la compañía de ópera, solía el ama de la casa tomar la guitarra, y entonces… No hay otra manera de expresar la gracia de su persona y de su canto sino diciendo que era la misma Euterpe, bajada del Parnaso para proclamar el descrédito del plectro y hacer de nuestro grave instrumento nacional la verdadera lira de los dioses.

      Era hermosa sobre toda ponderación y mujer de historia. Estaba separada de su esposo y no se le conocían desvaríos. Si alguien se aventuraba a hablar de cosas que ofendieran su buen nombre, era tan por lo bajo que aquellos vientecillos de murmuración apenas salían de un pequeño círculo. Había viajado mucho y hablaba el francés con perfección, cosa que ya era de grandísimo valor entre los elegantes. Existían en su vida pasajes misteriosos que nadie acertaba a explicar bien, y que, por el mismo misterio, se trocaban en dramáticos; y finalmente, mariposeaban en torno a ella muchos individuos con pretensiones de cortejos; pero aunque a todas horas le echaban memoriales de suspiros o de galanterías, no dio ocasión a ninguno para que se creyera favorecido.

      La danza no podía faltar en las tertulias. ¡Ah!, entonces el baile era baile, un verdadero arte con todos los elementos plásticos que le hicieron eminente en Oriente y Grecia, por donde parece natural mirarle como antecesor de la escultura. Entonces había caderas, piernas, cinturas, agilidad, pies y brazos; hoy no hay más que armazones desgarbadas dentro de la funda negra del traje moderno.

      Al ver en estos últimos años a ciertos hombres eminentes que han sido (y los que viven lo son todavía) el summum de la gravedad en la magistratura, en la política y en el ejército, y al mirarles, repetimos, ora en el sillón presidencial del Senado, ora en el banco azul, ya vestidos con la toga de la justicia, ya con el respetabilísimo uniforme de generales, no hemos podido tener la risa considerando que vimos a esos mismos señores dando brincos y haciendo trenzados en el salón de doña Jenara con el más loco entusiasmo.

      La política se trataba en aquella casa con toda la discreción que la época exigía. Ninguno de los sucesos que ocuparon la atención pública desde 1829 a 1831 dejó de tratarse allí, mezclándose los exteriores con los de casa, según los traía la revuelta corriente del tiempo. Allí se dijo cuanto podía decirse de la trascendentalísima Pragmática Sanción del 29 de Marzo del 30, origen inmediato de varias guerras crueles, pretexto de esa horrible contienda histórica, secular, característica del genio español del siglo XIX y que no ha concluido, no, aunque así lo indiquen las treguas en que el pérfido monstruo toma aliento.

      Esa batalla grandiosa en que han peleado con saña los ideales más hermosos y las tradiciones poéticas, los entusiasmos más firmes y las ranciedades más respetables, los intereses más nobles y los más bastardos, mezclándose en una y otra parte el legítimo anhelo de la reforma con la terquedad de la costumbre, el generoso vuelo del pensamiento