– No creo en la mina ni en el torpedo – dijo este hombre – . Deben haber embarcado dinamita en Nueva Zelandia ó alguna otra materia explosiva. Lo cierto es que nos vamos á pique irremediablemente.
Gillespie se dió cuenta de que este pasajero decía verdad. El buque empezaba á hundir su proa y á levantar la popa lentamente. Las olas invadían ya la parte delantera del buque, llevándose los objetos rotos por la explosión y los cadáveres despedazados.
Los tripulantes echaban los botes al agua. Los oficiales, ayudados por algunos pasajeros, todos con su revólver en la diestra, iban reglamentando el embarco de la gente. Las mujeres y los niños ocupaban con preferencia las grandes balleneras; luego embarcaban los hombres por orden de edad.
Se abstuvo Gillespie de unirse á los grupos que esperaban sobre la cubierta el momento de huir del buque. Sabía que él, por su juventud y su vigor, debía ser de los últimos. Un tranquilo fatalismo guiaba ahora sus acciones. La muerte se le aparecía como algo dulce y triste que podía solucionar todas las contrariedades de su existencia.
Automáticamente se metió en su camarote, tomando muchos objetos de un modo instintivo, sin que su razón pudiese definir por qué hacía esto.
Al volver á la cubierta, ya no vió á los grupos de pasajeros. Todos estaban en los botes. Sólo quedaban algunos tripulantes, y el mismo oficial que le había hablado corría ahora de una borda á otra, dando órdenes en el vacío.
– ¿Qué hace usted aquí? – le preguntó severamente – . Embárquese en seguida. El buque va á hundirse en unos minutos.
Así era. La proa había desaparecido enteramente; las olas barrían ya la mitad de la cubierta; el interior del paquebote callaba ahora con un silencio mortal. Las máquinas estaban inundadas. Un humo denso y frío, de hoguera apagada, salía por sus chimeneas.
Gillespie tuvo que subir á gatas por la cubierta en pendiente, lo mismo que por una montaña, hasta llegar á un sitio designado por el oficial, del que colgaba una cuerda. Se deslizó á lo largo de ella con una agilidad de deportista acostumbrado á las suertes gimnásticas, hasta que tuvo debajo de sus plantas el movedizo suelo de madera de un bote.
Unos pies golpearon su cabeza, y tuvo que sentarse para dejar sitio al oficial, que descendía detrás de él.
El bote no era gran cosa como embarcación. Lo habían despreciado, sin duda, los demás tripulantes y pasajeros que llenaban varias balleneras vagabundas sobre la superficie azul. Todas estas embarcaciones se alejaban á vela ó á remo del buque agonizante.
Por fortuna, este bote, en el que podían tomar asiento hasta ocho personas, sólo estaba ocupado por tres: Gillespie, el oficial y un marinero.
El paquebote, acostándose en una última convulsión, desapareció bajo el agua, lanzando antes varias explosiones, como ronquidos de agonía. La soledad oceánica pareció agrandarse después del hundimiento de esta isla creada por los hombres. Las diversas embarcaciones, pequeñas como moscas, se fueron perdiendo de vista unas de otras en la penumbra vagorosa del crepúsculo. El mar, que visto desde lo alto del buque sólo estaba rizado por suaves ondulaciones, era ahora una interminable sucesión de montañas enormes de angustioso descenso y de sombríos valles, en los que el bote parecía que iba á quedarse inmóvil, sin fuerzas para emprender la ascensión de la nueva cumbre que venía á su encuentro.
Los tres hombres remaron varias horas. Luego la fatiga pudo más que su voluntad, y acabaron tendiéndose en el fondo de la embarcación.
La lobreguez de la noche abatió sus energías. ¿Para qué seguir remando á través de las sombras, sin saber adonde iban? Era mejor esperar la luz de la mañana, economizando sus fuerzas.
Acabó Gillespie por dormirse con ese sueño pesado y profundo, de una densidad animal, que sólo conocen los hombres cuando están en vísperas de un peligro de muerte.
Le pareció que este sueño y la misma noche sólo habían durado unos minutos. Una impresión cáustica en la cara y en las manos le hizo despertar.
Era la caricia del sol naciente. El bote se agitaba con movimientos más suaves que en la noche anterior. El cielo no tenía sobre sus ojos una nube que lo empañase; todo él estaba impregnado de oro solar. Las aguas se extendían más allá de las bordas del bote, formando una llanura de azul profundo y mate que parecía beber la luz.
Se incorporó, y al tender su vista de un extremo á otro de la embarcación, no pudo retener un grito de sorpresa. Se llevó una mano á los ojos, restregándoselos para ver mejor.
Estaba solo.
II. Noche de misterios y despertar asombroso
No pudo comprender la desaparición de sus compañeros. Es más: presintió que este misterio no lo aclararía nunca. Tal vez se habían precipitado sin quererlo en el mar, al hacer una maniobra de la que él no se dió cuenta durante su sueño. Luego pensó que, al encontrarse en el curso de la noche con alguna de las grandes balleneras procedentes del paquebote, el oficial y el marinero habían querido pasar á ella por considerarla más segura, abandonando á Edwin á su suerte para no cargar á la repleta embarcación con un pasajero más.
El joven olvidó pronto esta felonía. Necesitaba trabajar para salir de su angustiosa situación. Durante algunas horas remó y remó, siguiendo el rumbo que le aconsejaba su instinto.
Se había sentido en muchas ocasiones orgulloso de su vigor corporal, pero jamás sus fuerzas se mostraron tan poderosas é incansables como en la presente aventura. De vez en cuando se ponía de pie, esparciendo su vista por todo el círculo del horizonte, sin distinguir la más pequeña embarcación. Los fugitivos del naufragio estaban ya muy lejos, ó los había tragado el mar durante la noche.
A mediodía descansó para comer. En el bote había abundantes provisiones, así como numerosos y diversos objetos en disparatado amontonamiento. Era una suerte que sus compañeros no hubiesen pensado en llevarse tantas cosas preciosas.
Algunas horas después, Edwin presintió la proximidad de la tierra. El mar tranquilo, sin más alteración que algunas leves ondulaciones, mugía sordamente en el horizonte, formando una línea de espumas. Debía ser una barrera de obstáculos submarinos, en torno á los cuales se revolvían las aguas, hirviendo en incesantes espumarajos.
El ingeniero remó directamente hacia estos escollos, adivinando que eran las crestas de invisibles murallas formadas por el coral. Más allá existirían tal vez tierras firmes. Avanzó con precaución á través de las aguas alborotadas, sufriendo violentas sacudidas sobre tres líneas de olas, que casi le hicieron zozobrar. Pero una vez pasado tal obstáculo, se vió en un inmenso y tranquilo circo de agua.
En todo lo que abarcaba su vista, el mar ofrecía la tersura de un lago, teniendo por orla la línea de rompientes, y por el lado opuesto, una sucesión de tierras bajas que debían ser islas.
Edwin siguió bogando. Varias veces hundió un remo verticalmente en el agua con la esperanza de tocar fondo. No pudo conseguirlo; pero adivinó que su bote se deslizaba sobre una extensión acuática que sólo tenía algunos metros de profundidad.
Media hora después, al volver á hundir el remo, creyó tocar una roca; pero siguió avanzando mucho tiempo, sin que la quilla del bote rozase ningún obstáculo. Empezaba á ocultarse el sol cuando llegó cerca de tierra, y fué siguiendo su contorno á unos cincuenta metros de distancia. Iba en busca de una bahía pequeña ó de la desembocadura de un riachuelo para poder desembarcar, conservando su bote.
Como empezaba á anochecer, aceleró su exploración antes de que se extinguiese por completo la incierta luz del crepúsculo. Vió que la costa avanzaba formando un pequeño cabo y que, en torno de su punta, las aguas se mantenían tranquilas, con una pesadez que denunciaba