El profesor Flimnap se proponía entrar ahora en las habitaciones particulares de uno de los altos señores del Consejo Ejecutivo, que momentáneamente era el presidente del supremo organismo. Cada uno de los cinco individuos del Consejo lo presidía durante un mes, cediendo su sillón al compañero á quien tocaba el turno.
Estos cinco gobernantes eran mujeres, así como todos los que desempeñaban un cargo en la Administración pública, en la Universidad, en la industria ó en los cuerpos armados. Pero como durante los luengos siglos de tiranía varonil todos los cargos y todas las funciones dignas de respeto habían sido designadas masculinamente, la Verdadera Revolución creyó necesario después de su victoria conservar las antiguas denominaciones gramaticales, cambiando únicamente el sexo á que se aplicaban. Así, las cinco damas encargadas del gobierno eran denominadas «los altos y poderosos señores del Consejo Ejecutivo», y las otras mujeres directoras de la Administración pública se titulaban «ministros», «senadores», «diputados», etc. Por eso Flimnap había protestado al oir que el gigante le llamaba profesora en vez de profesor. En cambio, los hombres, derribados de su antiguo despotismo y sometidos á la esclavitud dulce y cariñosa que merece el sexo débil, eran dentro de su casa la «esposa» ó la «hija», y en la vida exterior, la «señora» ó la «señorita».
Flimnap había creído necesario, teniendo en cuenta su nueva importancia oficial, llevar bajo el brazo una gran cartera de cuero, semejante á la que ostentaban los altos funcionarios del Estado cuando iban á despachar con los señores del Consejo Ejecutivo. En esta cartera guardaba las actas de las tres sesiones que había celebrado el Comité de recibimiento del Hombre-Montaña, así como los presupuestos de gastos, presentes y futuros, para la manutención de tan costoso huésped. Además llevaba una traducción, en idioma del país, que había hecho de los versos escritos por el Gentleman-Montaña en su cuaderno de notas.
El buen profesor Flimnap estaba inquieto por la suerte de su protegido. Gillespie le inspiraba un interés que jamás había experimentado por ningún hombre de su propia tierra. Dedicado por completo á los trabajos lingüísticos é históricos, solamente había tratado con mujeres, y éstas eran todas profesores malhumorados y de austeras costumbres. Sentía una temblorosa timidez siempre que el rector le invitaba á alguna de sus tertulias, donde había hombres jóvenes en edad de casamiento, ansiosos de que alguien los sacase á bailar ó que entonaban romanzas sentimentales acompañándose con el arpa.
Además, en su afecto sincero por el recién llegado había algo de egoísmo. Gracias al Gentleman-Montaña, acababa de conocer instantáneamente todas las dulzuras de la celebridad, siendo el personaje más popular de la República en los presentes momentos. Después de la fama de Gillespie venía la suya. ¡Qué derrumbamiento tan doloroso en la sombra si el gobierno acordaba la muerte de su gigante!…
La tarde anterior había corrido hacia la capital á toda velocidad del automóvil-lechuza, prestado por su jefe el rector. Los altos señores del gobierno estaban sobre un estrado junto al camino para ver llegar al prisionero, teniendo á sus espaldas todo el vecindario de la capital, un gentío tan enorme que se perdía de vista. Estos poderosos personajes lo recibieron con grandes muestras de consideración que no correspondían á su humilde rango de profesor. El les hizo los mayores elogios de la intelectualidad del gentleman gigantesco, declarándole distinto á todos los colosos llegados antes al país. Insinuó la conveniencia de guardarlo por mucho tiempo, hasta saber, gracias á su cultura, los adelantos realizados en el mundo de los hombres monstruosos, y copiar lo que resultase aprovechable, si es que realmente había algo digno de imitación, lo que le parecía algo problemático.
– Es lástima que este Hombre-Montaña no sea una mujer…
Los señores del Consejo miraron con interés á Flimnap después de sus últimas palabras, apreciándolo como un profesor de mérito que había vegetado injustamente en el olvido, y merecería en adelante su alta protección. También halagó los gustos del rector, poderoso personaje cuyos consejos eran siempre escuchados por los señores del organismo ejecutivo.
El Padre de los Maestros – pues tal era su título honorífico – gustaba mucho de los poetas, y hasta hacía versos cuando no estaba preocupado por sus averiguaciones históricas. Todos los escritores de la República alababan sus poesías como obras inimitables, siendo tales elogios el medio más seguro de alcanzar un buen empleo en la Enseñanza pública.
Al verlo Flimnap en el estrado de los señores del gobierno, se apresuró á darle la noticia de que el gigante era también poeta, aunque «á su modo», con toda la grosería y la torpeza propias de su sexo, pero añadiendo que, á pesar de tales defectos, propios de su origen, parecía poseer cierto talento.
– ¡Oh Padre de los Maestros! – dijo – . Mañana tendré el honor de entregarle una traducción hecha en nuestro idioma de los versos que he encontrado en el cuaderno de bolsillo del Gentleman-Montaña. Sería deplorable que los altos señores del Consejo decidiesen su muerte. Mi gusto sería traducir al inglés algunas de las inmortales obras de nuestro admirable Padre de los Maestros, para que ese pobre gigante se entere de que nuestra poesía ha llegado á una altura que jamás conocerá él, no obstante la grandeza material de su organismo.
Sonrió el Padre de los Maestros con modestia; pero esta sonrisa dió la seguridad al profesor de que la vida del gigante estaba asegurada y que éste tendría ocasión de leer los versos del rector traducidos al inglés.
Luego, Flimnap recomendó á todos los ocupantes del estrado gubernamental que mirasen al monstruo con los lentes de disminución que había traído un compañero suyo de la Universidad, profesor de Física, pues así podrían apreciarle tal como era.
Al entrar al día siguiente en el despacho del jefe mensual del gobierno, vió con alegría que el doctor Momaren, el Padre de los Maestros, estaba hablando con el supremo magistrado. Flimnap, antes de dar cuenta al presidente de todos sus trabajos, ofreció á Momaren varias hojas de papel con la traducción de los versos de Gillespie. El Padre de los Maestros, colocándose ante los ojos unas gafas redondas, empezó su lectura junto á una ventana. Cuando Flimnap acabó su informe sobre los trabajos para la instalación del gigante, el personaje universitario se aproximó conservando los papeles en su diestra.
– Algo flojitos – dijo con una severidad desdeñosa – . Son indiscutiblemente versos de hombre, y de hombre enorme. Pero sería injusto negarle cierta inspiración, y hasta me atrevo á decir que aquí entre nosotros aprenderá mucho, si es que llega á ejercitarse en el idioma nacional.
– Para eso, ¡oh Padre de los Maestros! – dijo Flimnap – , será preciso que el pobre gigante viva.
– Mi opinión es que debe vivir – interrumpió el presidente – . Mi esposa y mis niñas lo encontraron ayer muy simpático al verle entrar en la ciudad. Un hijo mío, que es del ejército del aire y montaba una de las máquinas que lo condujeron, me ha contado cosas muy graciosas de él. Todos los muchachos de la Guardia gubernamental lo encuentran igualmente muy agradable, y hasta algunos afirman que es hermoso… Tuvo usted una buena idea, profesor Flimnap, al aconsejar que lo mirásemos con lentes de disminución… Yo opino que debemos dejarle vivir, aunque sea únicamente por una temporada corta. Resultará carísimo, pero la República puede permitirse este lujo, lo mismo que mantiene á los animales raros de su Jardín Zoológico. Y usted ¿qué opina de esto, ilustre amigo Momaren?
El Padre de los Maestros, convencido de que para el jefe del gobierno resultaba infalible la menor de sus palabras, se limitó á decir con lentitud:
– Opino lo mismo.
– Entonces – continuó el presidente – , si usted manifiesta esa opinión á mis compañeros de Consejo, como todos ellos respetan mucho su alta sabiduría, la vida del gigante queda segura.
El profesor Flimnap, deseoso de ocultar la satisfacción que le producían estas palabras, se apresuró á pedir la venía de los dos altos personajes para abandonar el salón. Llegaba hasta él un rumor creciente de muchedumbre. El gran patio del palacio debía estar ya repleto de invitados. Una música