Episodios Nacionales: Juan Martín el Empecinado. Benito Pérez Galdós. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Benito Pérez Galdós
Издательство: Public Domain
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Жанр произведения: Зарубежная классика
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escala carnívora, los cuales desde los tejados, desde las cuevas, desde los picachos, torreones, ruinas y bosques atisban la víctima descuidada y tranquila para caer sobre ella.

      En las guerrillas no hay verdaderas batallas; es decir, no hay ese duelo previsto y deliberado entre ejércitos que se buscan, se encuentran, eligen terreno y se baten. Las guerrillas son la sorpresa, y para que haya choque es preciso que una de las dos partes ignore la proximidad de la otra. La primera calidad del guerrillero, aun antes que el valor, es la buena andadura, porque casi siempre se vence corriendo. Los guerrilleros no se retiran, huyen y el huir no es vergonzoso en ellos. La base de su estrategia es el arte de reunirse y dispersarse. Se condensan para caer como la lluvia, y se desparraman para escapar a la persecución; de modo que los esfuerzos del ejército que se propone exterminarlos son inútiles, porque no se puede luchar con las nubes. Su principal arma no es el trabuco ni el fusil, es el terreno; sí, el terreno, porque según la facilidad y la ciencia prodigiosa con que los guerrilleros se mueven en él, parece que se modifica a cada paso prestándose a sus maniobras.

      Figuraos que el suelo se arma para defenderse de la invasión, que los cerros, los arroyos, las peñas, los desfiladeros, las grutas son máquinas mortíferas que salen al encuentro de las tropas regladas, y suben, bajan, ruedan, caen, aplastan, ahogan, separan y destrozan. Esas montañas que se dejaron allá y ahora aparecen aquí, estos barrancos que multiplican sus vueltas, esas cimas inaccesibles que despiden balas, esos mil riachuelos, cuya orilla derecha se ha dominado y luego se tuerce presentando por la izquierda innumerable gente, esas alturas, en cuyo costado se destrozó a los guerrilleros y que luego ofrecen otro costado donde los guerrilleros destrozan al ejército en marcha: eso y nada más que eso es la lucha de partidas; es decir, el país en armas, el territorio, la geografía misma batiéndose.

      Tres tipos ofrece el caudillaje en España, que son: el guerrillero, el contrabandista, el ladrón de caminos. El aspecto es el mismo: sólo el sentido moral les diferencia. Cualquiera de esos tipos puede ser uno de los otros dos sin que lo externo varíe, con tal que un grano de sentido moral (permítaseme la frase) caiga de más o de menos en la ampolleta de la conciencia. Las partidas que tan fácilmente se forman en España pueden ser el sumo bien o mal execrable. ¿Debemos celebrar esta especial aptitud de los españoles para consagrarse armados y oponer eficaz resistencia a los ejércitos regulares? ¿Los beneficios de un día son tales que puedan hacernos olvidar las calamidades de otro día? Esto no lo diré yo, y menos en este libro donde me propongo enaltecer las hazañas de un guerrillero insigne que siempre se condujo movido por nobles impulsos, y fue desinteresado, generoso, leal, y no tuvo parentela moral con facciosos, ni matuteros, ni rufianes, aunque sin quererlo, y con fin muy laudable, cual era el limpiar a España de franceses, enseñó a aquellos el oficio.

      Los españoles nacieron para descollar en varias y estimadísimas aptitudes, por lo cual tenemos tal número de santos, teólogos, poetas, políticos, pintores; pero con igual idoneidad sobresalen en los tres tipos que antes he indicado, y que a los ojos de muchos parece que son uno mismo, según las lamentables semejanzas que nos ofrece la historia. Yo traigo a la memoria la lucha con los romanos y la de siete siglos con los moros, y me figuro qué buenos ratos pasarían unos y otros en esta tierra, constantemente hostigados por los Empecinados de antaño. Guerrillero fue Viriato, y guerrilleros los jefes de mesnada, los Adelantados, los condes y señores de la Edad Media. Durante la monarquía absoluta, las guerras en país extraño llevaron a América, Italia, Flandes y Alemania a todos nuestros bravos. Pero aquellos gloriosos paseos por el mundo cesaron, y España volvió a España, donde se aburría, como el aventurero retirado antes de tiempo a la paz del fastidioso hogar, o como don Quijote lleno de bizmas y parches en el lecho de su casa, y ante la tapiada puerta de la biblioteca sin libros.

      Vino Napoleón y despertó todo el mundo. La frase castellana echarse a la calle es admirable por su exactitud y expresión. España entera se echó a la calle, o al campo; su corazón guerrero latió con fuerza, y se ciñó laureles sin fin en la gloriosa frente; pero lo extraño es que Napoleón, aburrido al fin se marchó con las manos en la cabeza, y los españoles, movidos de la pícara afición, continuaron haciendo de las suyas en diversas formas, y todavía no han vuelto a casa.

      La guerra de la Independencia fue la gran academia del desorden. Nadie le quita su gloria, no señor: es posible que sin los guerrilleros la dinastía intrusa se hubiera afianzado en España, por lo menos hasta la Restauración. A ellos se debe la permanencia nacional, el respeto que todavía infunde a los extraños el nombre de España, y esta seguridad vanagloriosa, pero justa que durante medio siglo hemos tenido de que nadie se atreverá a meterse con nosotros. Pero la guerra de la Independencia, repito, fue la gran escuela del caudillaje, porque en ella se adiestraron hasta lo sumo los españoles en el arte para otros incomprensible de improvisar ejércitos y dominar por más o menos tiempo una comarca; cursaron la ciencia de la insurrección, y las maravillas de entonces las hemos llorado después con lágrimas de sangre. ¿Pero a qué tanta sensiblería, señores? Los guerrilleros constituyen nuestra esencia nacional. Ellos son nuestro cuerpo y nuestra alma, son el espíritu, el genio, la historia de España; ellos son todo, grandeza y miseria, un conjunto informe de cualidades contrarias, la dignidad dispuesta al heroísmo, la crueldad inclinada al pillaje.

      Al mismo tiempo que daban en tierra con el poder de Napoleón, y nos dejaron esta lepra del caudillaje que nos devora todavía. ¿Pero estáis definitivamente juzgados ya, oh insignes salteadores de la guerra? ¿Se ha formado ya vuestra cuenta, oh, Empecinado, Polier (9), Durán, Amor, Mir, Francisquete, Merino, Tabuenca, Chaleco, Chambergo, Longa, Palarea, Lacy, Rovira, Albuín, Clarós, Saornil, Sánchez, Villacampa, Cuevillas, Aróstegui, Manso, el Fraile, el Abuelo?

      No sé si he nombrado a todos los pequeños grandes hombres que entonces nos salvaron, y que en su breve paso por la historia dejaron la semilla de los Misas, Trapense, Bessieres, el Pastor, Merino, Ladrón, quienes a su vez criaron a sus pechos a los Rochapea, Cabrera, Gómez, Gorostidi, Echevarría, Eraso, Villarreal, padres de los Cucala, Ollo, Santés, Radica, Valdespina, Lozano, Tristany, y varones coetáneos que también engendrarán su pequeña prole para lo futuro.

      VI

      Perdóneseme la digresión y a toda prisa vuelvo a mi asunto. No sé si por completo describí la persona de D. Juan Martín, a quien nombraban el Empecinado por ser tal mote común a los hijos de Castrillo de Duero, lugar dotado de un arroyo de aguas negruzcas, que llamaban pecina. Si algo me queda por relatar, irá saliendo durante el curso de la historia que refiero; y como decía, señores, D. Juan Martín salió de su alojamiento a visitar los heridos, y al regresar, envionos a mi compañero y a mí orden de que nos presentásemos a él.

      Después de tenernos en pie en su presencia un cuarto de hora sin dignarse mirarnos, fija su atención en los despachos que redactaba un escribiente, nos preguntó:

      – A ver, señores oficiales, díganme con franqueza, qué les gusta más, ¿servir en los ejércitos regulares o en las partidas?

      – Mi general – le respondí – nosotros servimos siempre con gusto allí donde tenemos jefes que nos den ejemplo de valor.

      No nos contestó y fijando los ojos en el oficio que torpemente escribía el otro a su lado, dijo con muy mal talante:

      – Esos renglones están torcidos… ¡Qué dirá el general cuando tal vea!… Pon muy claro y en letras gordas eso de obedeciendo las órdenes de vuecencia… pues. Después de los latines… (porque estos principios son latines o boberías), pon: participo a vuecencia y pongo en conocimiento de vuecencia; pero son éstos muchos vuecencias juntos…

      El Empecinado se rascaba la frente buscando inspiración.

      – Bueno: ponlo de cualquier modo… Ahora sigue… que hallándonos en Ateca el general Durán y yo… Animal, Ateca se pone con H… eso es, que hallándonos en Ateca, risolvimos… está muy bien… risolvimos con dos erres grandes a la cabeza… así se entiende mejor… atacar a Calatayud… Calatayud también se pone con H… no, me equivoco. Maldita gramática.

      Luego, volviéndose a nosotros, nos dijo:

      – Aguarden ustedes un tantico que estoy dictando el parte de la gran acción que acabamos de ganar.

      Emprendiéndola