Pero igualmente, la imposición del deber de respeto del contrato ajeno encuentra un límite concreto en el postulado de la libre competencia, de tal forma que, si el negocio jurídico va en contravía de esta, dicho acto le es igualmente inoponible al tercero, salvo que el ordenamiento jurídico haya adoptado otro remedio jurídico frente a tal situación.
Sobre la libre competencia la Corte Constitucional ha afirmado que
[…] es una garantía constitucional de naturaleza relacional. Quiere esto decir que la satisfacción de esta depende del ejercicio de funciones de inspección, vigilancia y control de las actuaciones de los agentes que concurren al mercado, con el objeto de evitar que incurran en comportamientos abusivos que afecten la competencia o, una vez acaecidos estos comportamientos, imponer las sanciones que prevea la ley. Sobre el particular, la Corte ha insistido en que “se concibe a la libre competencia económica, como un derecho individual y a la vez colectivo” (artículo 88 de la Constitución), cuya finalidad es alcanzar un estado de competencia real, libre y no falseada, que permita la obtención del lucro individual para el empresario, a la vez que genera beneficios para el consumidor con bienes y servicios de mejor calidad, con mayores garantías y a un precio real y justo. Por lo tanto, el Estado bajo una concepción social del mercado, no actúa sólo como garante de los derechos económicos individuales, sino como corrector de las desigualdades sociales que se derivan del ejercicio irregular o arbitrario de tales libertades.
[...] Por ello, la protección a la libre competencia económica tiene también como objeto, la competencia en sí misma considerada, es decir, más allá de salvaguardar la relación o tensión entre competidores, debe impulsar o promover la existencia de una pluralidad de oferentes que hagan efectivo el derecho a la libre elección de los consumidores, y le permita al Estado evitar la conformación de monopolios, las prácticas restrictivas de la competencia o eventuales abusos de posiciones dominantes que produzcan distorsiones en el sistema económico competitivo. Así se garantiza tanto el interés de los competidores, el colectivo de los consumidores y el interés público del Estado.14
Este carácter relacional de la libre competencia económica también ha servido para que la jurisprudencia constitucional defina las libertades básicas de los participantes en el mercado, que operan como mecanismos para resolver la tensión generada por los intereses opuestos de dichos agentes. Así, a partir de la revisión de la doctrina sobre la materia, la Corte ha dispuesto que estas libertades refieran a:
a) la necesidad que los agentes del mercado puedan ejercer una actividad económica libre, con las excepciones y restricciones que por ley mantiene el Estado sobre determinadas actividades; b) la libertad de los agentes competidores para ofrecer, en el marco de la ley, las condiciones y ventajas comerciales que estimen oportunas, y c) la libertad de los consumidores o usuarios para contratar con cualquiera de los agentes oferentes, los bienes o servicios que requieren.15
La Sala Civil de la Corte Suprema de Justicia ha privilegiado el principio de libre competencia afirmando que:
La competencia, esto es, la oposición de fuerzas entre dos o más rivales entre sí que aspiran a obtener algo, tiene su significado propio en el campo de las relaciones mercantiles, pues aquello que se busca obtener no se consigue como fruto de un esfuerzo momentáneo, sino como resultado de un proceso en el que influyen factores de muy diversa índole, tales como el prestigio comercial, la calidad de los productos o servicios ofrecidos, los antecedentes personales y profesionales del empresario, las condiciones de precios y de plazos, la propaganda y el lugar de ubicación de los establecimientos de comercio.
Considerada objetivamente, la competencia debe significar una emulación entre comerciantes tendiente a la conquista del mercado con base en un principio según el cual logrará en mayor grado esa conquista el competidor que alcance la mejor combinación de los distintos elementos que puedan influir en la decisión de la clientela.
Así concebida la competencia, encaja perfectamente dentro del esquema de la libertad de empresa (art. 32 C.N., hoy art. 333) y, por tanto, la posibilidad de competir por la clientela se convierte en un verdadero derecho para el empresario, garantizado en las disposiciones constitucionales [...].16
Se sigue de lo expuesto que los negocios jurídicos que atenten contra el dinamismo del mercado, contra la libertad de los agentes que intervienen en este o contra la libertad de elección del consumidor son inoponibles a terceros, sin perjuicio de que, como antes se dijo, la legislación imponga otras consecuencias jurídicas (v. g. nulidad o ineficacia), que igualmente tienden a su protección evitando abusos de posición dominante, monopolios, prácticas restrictivas o desigualdades significativas.
Los parámetros teóricos planteados parecen claros, pero su aplicación a casos concretos suscita serias dudas, advirtiendo que el desarrollo jurisprudencial en Colombia en la materia es incipiente.
Así, ¿si A y B celebran un contrato de promesa, y C conoce de la existencia de dicho contrato, ello sería óbice para que C le formule una oferta a A que pudiera dar al traste con el cumplimiento del contrato de promesa?
Desde una óptica –coherente con el derecho anglosajón– C podría justificar su conducta en la libertad negocial, e inclusive en la libre competencia, aduciendo que tal libertad no puede ser limitada por la decisión de terceros. El negocio preparatorio celebrado por las partes no podría impedir que un tercero en procura de sus intereses y del dinamismo económico, formule una mejor oferta, sin que ello –salvo cuando haya un fin abusivo o torcido– le acarree responsabilidad.
Desde otra perspectiva, la conducta de C comportaría una infracción del deber jurídico de respetar la situación jurídica ajena creada por el contrato (violación del principio de oponibilidad), que lo haría responsable de los perjuicios generados por el incumplimiento contractual que le es imputable.
Personalmente –y admitiendo la dificultad del caso propuesto–, considero que la conducta del tercero sería constitutiva de una conducta jurídicamente reprochable, dado que sobre él pesaba el deber jurídico de respetar el contrato ajeno, sin que su interés personal pueda anteponerse al del respeto de la situación jurídica ajena consolidada.
El contrato parece ser el punto de partida para predicar la existencia del deber jurídico referido, estimando que el mismo no debe ser extensivo a una situación antecedente como la de la oferta, teniendo en consideración que en esta etapa negocial el oferente cuenta con la potestad de revocar la oferta indemnizando los perjuicios que genere como consecuencia de la lesión del interés negativo del destinatario.17
Diferente es el caso de un pacto que entrañe una afectación del derecho a la libre competencia, tal como ocurre con ciertas cláusulas de exclusividad o de acuerdos de precios, que tienden a limitar la circulación de productos, afectando el mercado y a los consumidores.
En relación con las cláusulas de exclusividad, la Corte Constitucional en sentencia C-535 de 1997, al analizar la constitucionalidad del artículo 19 de la Ley 256 de 1996, indicó que:
La interdicción de la ley no se predica de todos los pactos de exclusividad que se convengan en los contratos de suministro. Sólo se aplica la prohibición a las cláusulas que tengan por objeto o como efecto “restringir el acceso de los competidores al mercado, o monopolizar la distribución de productos o servicios”.
Agregando que
El examen de estricta proporcionalidad de una disposición legal que injiere en la libertad de empresa, postula que la intervención debe fundarse en un bien, fin, o interés que exhiba una jerarquía constitucional por lo menos semejante a la libertad afectada y que la restricción sea necesaria y no represente para el titular del derecho costos o cargas excesivas, sin perjuicio, desde luego, de