Preocuparse más por las necesidades del cónyuge que por las propias
Evitar que la atención y las conversaciones se centren en uno mismo
Creer que en nuestro corazón y en nuestra mente el cónyuge ocupa el segundo lugar después de Dios
Comprometerse a imitar las cualidades de nuestros padres en lugar de su egoísmo
Confiar en que la gracia y la ayuda de Dios pueden ayudar a superar nuestras conductas negativas
El hábito de la generosidad tiene alguna de estas manifestaciones:
Manifestar el amor y el cariño tanto con las obras como con las palabras
Dedicar al cónyuge muchos más comentarios positivos que negativos
Reservar tiempo para conversar a diario
Cenar juntos con la mayor frecuencia posible
Abrir la casa más a menudo a familiares y amigos
Entregarse con alegría
Corregirse mutuamente y corregir a los hijos con amabilidad siempre que se detecte egoísmo
Dedicarse con más generosidad a labores caritativas
Rezar juntos
Informarse sobre la planificación familiar natural y abandonar el empleo de anticonceptivos
De la teoría a la práctica
Basándose en las guías que ofrecemos más arriba, Ken y Sandra elaboraron su propio listado de aspectos en los que crecer en generosidad. Semanalmente revisaban juntos esos listados y se animaban y evaluaban el uno al otro. A medida que crecía la generosidad entre ellos, con sus hijos y con los demás, experimentaron un sentimiento más hondo de plenitud. Cuando Ken volvía la vista atrás, hacia el punto del que habían partido, comprendía que había dedicado mucho más de sí mismo al trabajo y a los deportes que a su esposa y sus hijos. «Ahora veo que era prisionero de mi propio egoísmo —decía—. Ahora mi corazón está más abierto. Poner a Sandra y a los niños por delante de mí me hace sentir más pleno y más feliz».
El egoísmo se encuentra tan arraigado en la condición humana que, como es natural, a veces Ken y Sandra tenían un tropiezo. El crecimiento en virtudes exige mucho esfuerzo y perseverancia. Un esfuerzo a largo plazo ante el que hay que adoptar una actitud deportiva: después del «resbalón», se pide perdón y se perdona amablemente, y se retoma la lucha. «Uno de mis principales retos consiste en dejar de ser tan independiente y estar tan centrado en mí mismo como lo estaba mi padre —confesó Ken—. Es increíble hasta qué punto ha influido en mi vida ese mal hábito».
Sandra empezó reflexionando sobre el daño que le había hecho a Ken su negativa a tener más hijos. Según ella, «no parecía que ese tema fuera tan importante para él. Solo lo mencionó en contadas ocasiones». Su corazón se abrió a medida que fue conociendo la doctrina de la Iglesia sobre el matrimonio a través de la lectura de algunos textos de Juan Pablo II. Cobró mayor conciencia de la belleza de su llamada vocacional a estar abierto al don divino de los hijos conforme a la enseñanza de la Iglesia sobre la paternidad responsable. Estas palabras de la Carta a las mujeres de Juan Pablo II la conmovieron de un modo especial:
Te doy gracias, mujer-madre, que te conviertes en seno del ser humano con la alegría y los dolores de parto de una experiencia única, la cual te hace sonrisa de Dios para el niño que viene a la luz y te hace guía de sus primeros pasos, apoyo de su crecimiento, punto de referencia en el posterior camino de la vida[15].
Sandra pidió perdón a Ken por su insistencia en emplear anticonceptivos —en contra de lo que enseña la Iglesia— y por haberse negado a tomar en consideración tanto el deseo de Ken como la llamada de ambos a abrirse al don de la vida. Después del esfuerzo que hizo Sandra por entender la noción católica del matrimonio y de la vida de familia, los dos acordaron dejar de usar anticonceptivos. Asistieron a un breve curso sobre planificación familiar natural en el que aprendieron a interpretar las señales de la fertilidad de Sandra. Ambos descubrieron que ese conocimiento es empoderador, ya que lleva a asumir la responsabilidad conjunta de elegir el momento de mantener relaciones sexuales y de planificar el tamaño de la familia.
La corrección y el perdón
A veces Ken y Sandra se enfrentaron al obstáculo compartido de no saber cómo corregir amablemente la conducta egoísta del otro. Ni los padres de ella ni los de él se habían corregido nunca con ternura y cariño, de modo que desconocían esa práctica. No obstante, cuanto más motivados se sentían para eliminar el egoísmo de su matrimonio, más rezaban pidiendo la gracia de aprender a corregirse el uno al otro siguiendo el consejo de san Pablo: «Enseñaos con la verdadera sabiduría» (Col 3, 16).
Ken y Sandra escribieron una lista de las cosas a las que cada uno tenía que aprender a renunciar. Igual que habían hecho con el listado de pensamientos y conductas generosas, repasaban juntos semanalmente esos compromisos y se corregían con cariño si el otro había retomado sus malos hábitos. Después de corregirse se pedían perdón y se perdonaban, e intercambiaban palabras de ánimo para perseverar en su búsqueda conjunta de una generosidad y una renuncia mayores. Durante ese viaje de sanación el perdón ayudó muchas veces a Ken y a Sandra. Cuando uno de los dos reincidía en alguno de los hábitos egoístas del pasado, la primera reacción del otro era perdonar y después corregir.
El matrimonio no tardó en darse cuenta de que también necesitaba corregir el egoísmo de sus dos hijos. Les dolió reconocer que su egoísmo había dejado huella en los niños, poco dispuestos a contribuir al bien de la familia ni siquiera en las tareas más insignificantes. Sus ojos se abrieron a la realidad de que sus dos hijos se pasaban demasiado tiempo aislados del resto delante del ordenador, los videojuegos, el móvil y la televisión.
Cuanto más generosa iba siendo la entrega de Ken y Sandra, más felices se sentían y menos centrados en sus propias necesidades. Descubrieron que su anterior búsqueda personal de comodidad y placeres solo les había traído soledad, tristeza, aislamiento, insatisfacción, ansiedad y un deseo insaciable de más cosas materiales y más entretenimientos. Comprendieron que su amistad conyugal y las relaciones con sus hijos se habían resentido, porque todos los miembros de la familia se pasaban casi todas las noches y los fines de semana separados los unos de los otros. Todos se comprometieron a cambiar el horario del fin de semana y a reservar el domingo para Dios y para la familia. Pasar tiempo juntos adquirió más importancia que cualquier actividad de las que antes hacían solos y el amor y el respeto mutuos los unieron mucho más.
Las ventajas de la fe
La práctica de su fe católica ayudó muchísimo a Ken y a Sandra a crecer en generosidad. Para la Iglesia católica el matrimonio es un sacramento, un canal de la gracia de Dios, y una ayuda poderosa en la lucha contra el egoísmo: «El matrimonio ayuda a vencer el repliegue sobre sí mismo, el egoísmo, la búsqueda del propio placer, y a abrirse al otro, a la ayuda mutua, al don de sí» (CEC 1609).
A medida que crecía el compromiso de los dos a servirse mutuamente y servir a los hijos, descubrieron que sus corazones se abrían a los demás miembros de la familia y a los necesitados. Empezaron a colaborar económicamente con la parroquia y a contribuir al banco de alimentos y a otras labores benéficas. Hallaron en la Iglesia el aliento y las oportunidades que necesitaban para practicar la generosidad dentro y fuera de su familia más cercana.
La fe ayuda a muchos esposos a ganar la batalla contra ese poderoso enemigo del amor conyugal que es el egoísmo. Son muchos los estudios que han confirmado los efectos positivos de la fe no solo sobre la felicidad conyugal, sino sobre la salud psicológica. Las parejas católicas reconocen la gran ayuda de la oración diaria, de la práctica de la renuncia de sí y de la templanza, el examen de conciencia diario y la recepción frecuente de los sacramentos de la reconciliación y la Eucaristía. Otros constatan también los beneficios de la adoración eucarística, la devoción al Sagrado Corazón y el rosario.
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