Mi trabajo consiste en analizar los hechos de esta problemática: un desastre climático, un nuevo informe científico, una acción climática relevante, una protesta ciudadana, una cumbre de naciones, un acontecimiento local. Con el paso del tiempo fui encontrando que una bien balanceada mezcla de investigación, activismo, docencia y periodismo conviene a la búsqueda de un pensamiento colectivo para enfrentar la crisis. Entendí que a partir de esa mezcla es posible aproximarse a la complejidad de la crisis desde el doble flanco de la ciencia y de los hechos.
El economista Manfred Max Neef (1932), coautor junto con Antonio Elizalde de trabajos que les merecieron el Premio Nobel alternativo de Economía en 1983, fue invitado a Bogotá en 1991 y dijo:
Estamos viviendo una especie de megacrisis […] sobre la cual puede haber muchas interpretaciones, pero sentimos que ninguna de ellas es completa y suficiente. Al constatar este hecho, un mundo que empeora en tantos aspectos y crea tantas ansiedades y angustias, uno inevitablemente tiene que enfrentarse a unas preguntas: ¿y por qué hemos logrado crear este tipo de mundo?, ¿qué es lo que sucede con nosotros, ya que después de tantos miles de años de evolución llegamos a este mundo en una crisis tan descomunal como la presente?, ¿a qué se debe?, ¿qué es lo que hemos hecho para que sea esta la situación que impera?, ¿cuál ha sido nuestra contribución responsable a la evolución y al mundo?55
Es cierto que todas las formas de vida están amenazadas, pero la crisis global proviene de una sola de ellas: la nuestra, también amenazada, por supuesto, pero es la única que tiene la oportunidad de reaccionar y detener la catástrofe. Interpreto la crisis ocasionada por la pandemia como un llamado a la humanidad. Es esta una catástrofe global selectiva: solo ataca de manera mortal a los seres humanos. Este libro se concentra en el aporte que puede hacer la educación desde el examen de dos frentes: la perspectiva ética del factor antropogénico de la crisis global (léase mejor: el factor antroposocial): la perspectiva ética del desarrollo; y la búsqueda de una respuesta colectiva (impulsada desde la ciudadanía) antes de que sea demasiado tarde. Para estimular la búsqueda de esta respuesta (y también de las respuestas que buscaba Max Neef), apelo al sentido de lo humano. Creamos o no en dioses (vivos o muertos), sabemos, en virtud de la biología, que a partir del cerebro humano pueden surgir objetivos trascendentes, más allá del individuo, más allá de la comunidad o de la tribu, capaces de producir grandes transformaciones en la sociedad.
Me guía el pensamiento de Rabrindanath Tagore: “La civilización contemporánea ha reducido el sentido de lo humano a un solo fin: la producción y el consumo de bienes materiales y la noción de crecimiento como sinónimo de progreso”56. Es por ello que “estamos atrapados” y que “no hay salida”, como dijo José Saramago57. La verdad es que dentro de ese esquema de pensamiento y de acciones colectivas anticipado por Tagore, no hay salida. No obstante, algo más de mi intuición que de mi razón me dice que, desde un esquema nuevo de desarrollo, de producción y de consumo, y de respeto por la naturaleza, aún existe un resquicio de esperanza; a ese resquicio le apuesto, desde las cátedras, desde el periodismo y desde el activismo. Invito a los estudiantes (y a los ciudadanos) a formularse un propósito trascendente, los invito a trascender ellos, desde la potente posibilidad de sus cerebros. Trato de ubicarlos no en los años que corren sino más allá de 2030, y les digo que trabajen para que podamos construir, entre todos, una cruzada global en defensa de la vida. Una cruzada de tal alcance y de tal ambición como no hubo otra en toda la historia humana. Por la posibilidad de ese despertar de la conciencia biosférica global escribo.
La isla de los muertos, S. Rachmaninof
Invito a escuchar el poema sinfónico de Sergei Rachmaninoff La isla de los muertos. Invito, además, a leer el comentario puesto en el YouTube del poema por quien se identifica como “Guerrero espectral”:
Eras la vida y no lo sabías, porque te comportabas como la muerte, entonces me confundías. Pero ahora, a la distancia, me doy cuenta de que eras la savia, la civilización, la destrucción y nuevamente la vida. Renacía. Eras la muerte y yo te apreciaba, como a todo lo oscuro que siempre amé, pero te comportaste tan bien que pensé que eras la vida y te acepté, pero eras la ruina, la consumación, la alteración, el arrepentimiento58.
Sobre el tiempo presente
Tienen los buenos libros esa virtud oculta de descubrir los vericuetos del alma de quienes los han escrito, más con el corazón que con el cerebro. Vericuetos hechos de nombres, citas, versos, signos, puntos suspensivos que nos llevan a pasadizos, planicies, cimas, simas. Ventanas para asomarnos al corazón de quienes los han escrito; y desde allí, como un efecto rebote, saltar hasta el corazón del lector que es uno, desde donde se vuelven a abrir pasadizos, invisibles pero ciertos, hasta el corazón de otros lectores cuyas señas intuimos, ya dejadas en los libros como huellas en la arena: subrayados, ojos, admiraciones, exclamaciones, interjecciones, flechas de una dirección, de dos, rayas cruzadas, rayas simples, palabras sueltas, deleite en incoherencias quizá, como escribió Pedro Salinas: “Palabras sueltas, palabras, deleite en incoherencias, no eran ya signo de cosas, eran voces puras, voces de su servir olvidadas”.
Este rodeo (algo largo) se debe a la necesidad de atenuar un robo que en el siguiente renglón quedará expuesto (una cita de un poema y el poema). La cita es de Alejandro Gaviria y está en su libro Hoy es siempre todavía59 (2018): “Escribo, hermano mío, de un tiempo venidero, sobre cuanto estamos a punto de no ser, sobre la fe sombría que nos lleva. Escribo sobre el tiempo presente”.
Y el poema Sobre el tiempo presente de José Ángel Valente (1929) pueden leerlo más adelante. Ese tiempo venidero que nos puede llevar al tiempo del no ser, de la nada casi absoluta, desolación de voces y de cielos. Pues bien, yo también escribo este libro desde el tiempo presente y desde un tiempo venidero; pero, vislumbrado con la esperanza de que podamos impedir todo ‘cuanto estamos a punto de no ser’. Por eso, más que una reflexión académica (o intelectual) sobre la educación, sobre la crisis, es (también como escribe Gaviria) “‘un testimonio de amor y gratitud’: a mi familia, a mis amigos, a mis compañeros de trabajo, a mis alumnos”. Un testimonio del aprendizaje que he podido obtener de todos ellos.
También lo escribo desde la razón. Inevitable. Pero no olvido la persistente lluvia de poesía que aún gotea en mi alma de gaviero, desde cuando abandoné mis estudios ‘de mar y de guerra’ en la Escuela Naval de Cadetes de Cartagena de Indias. Entonces creí (a veces aún lo sueño) que sería mejor idea dedicar el esfuerzo de mis días a escribir poemas en lugar de derribar aviones enemigos o dirigir la tropa como “‘Dios y la Patria se lo ordenan’ […] mi ambición más grande es la de llevar con honor el título de colombiano, y llegado el caso, morir por defenderte”60. Traté de escribir poesía (durante aquellos años del mar y de la guerra, de las dudas existenciales y de la soledad), y aunque nunca me abandonó aquella luz temblante que sostenía la vida (que la sostiene), con el pasar de los años, cuando fui asumiendo y luego abandonando otros oficios y profesiones considerados como respetables y lucrativos —al decir de mi padre—, y dediqué mis días al ambientalismo, a la enseñanza, al periodismo; cuando ocurrió todo ello, mantuve abierta una puerta secreta que me conectaría (si fuere menester) con la luz de la poesía. Así fui descubriendo (en el tiempo presente) que lo que había hecho con mi vida (ese azar) había sido regresar a mis orígenes: el ambientalismo existe para sostener la vida, ese es su fin último y superior. Y la poesía en particular, y el arte en general, ayudan a ver mejor lo que el racionalismo esconde, camufla o tergiversa. Por eso muchas veces he sentido que mi verdadera plataforma es la poesía.
No obstante, resulta inevitable para los docentes de hoy (tan