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y la democracia examinadas, se siguen, a su vez, dos concepciones opuestas en orden a la posibilidad de una expansión del paradigma constitucional más allá del estado. Al respecto, se plantea una cuestión teórica de fondo. ¿Cuál es el espacio de la constitución? ¿Existe un nexo entre constitución y estado nacional, de modo que sin este no serían posibles o en cualquier caso legítimas ni las constituciones ni la democracia?

      Es claro que la concepción identitaria y organicista del pueblo y la idea de que la constitución y la democracia tengan un demos por fundamento de su legitimación, excluyen la posibilidad de una constitución por encima de los estados nacionales, por ejemplo europea y, más aún, global. Si acaso, una concepción semejante está en la base de todas las tentaciones secesionistas e independentistas que caracterizan a algunos de los actuales populismos. En efecto, pues está anclada en el nomos de la tierra teorizado por Carl Schmitt, que no es más que la transposición a escala internacional de su concepción de la constitución como expresión de la “unidad política de un pueblo”, fundada, pues, en el principio de homogeneidad o de identidad teorizado por él. Es la idea de un nexo axiológico entre constitución, estado nacional y pueblo que haría imposibles o al menos carentes de legitimación, en ausencia de un demos, una constitución y una democracia constitucional europea o, más aún, global; una idea reaparecida en el debate acerca de una posible constitución para Europa (Luciani, 2000, pp. 367 ss; Luciani, 2001, pp. 7187; Offe, 2002, pp. 65-119) y vista, no por casualidad, con buenos ojos por los poderes económicos y financieros globales, obviamente, hostiles a la construcción de una esfera pública supranacional.

      Por el contrario, un corolario de la concepción pluralista del pueblo y pacticia de la constitución es la tesis opuesta que aquí se sostiene en el § 2, de que una constitución es tanto más necesaria y urgente cuanto mayores son las diferencias que ella está llamada a garantizar y las desigualdades que está llamada a reducir. Tal ha sido, precisamente, el valor histórico, no solo político sino civil, del proceso de integración de la Unión Europea, cuya fuerza consiste, precisamente, en su heterogeneidad, en cuanto “una y múltiple” (Todorov, cap. 8, p.108). Por eso, una eventual constitucionalización de sus “raíces cristianas” habría sido, no solo una violación del principio de laicidad y de igualdad de las diferencias, sino también un menoscabo: porque las raíces de Europa son muchas y heterogéneas —cristianas, árabes, hebreas, liberales, socialistas e incluso agnósticas y ateas— y ninguna puede ser discriminada en favor de otra. De esta multiplicidad y heterogeneidad de las diferencias es de donde proviene no solo la posibilidad, sino también el valor civil y democrático de un constitucionalismo europeo, e incluso global, basado precisamente en la igualdad en los derechos de libertad como derechos a las propias identidades diferentes. En efecto, la homogeneidad cultural no es en modo alguno un valor. Por el contrario, sí lo son la heterogeneidad y el pluralismo, la herejía y la confrontación, el debate y también el conflicto de las ideas, en los que se basan no solo el pluralismo político y la democracia, sino también el espíritu crítico y el progreso científico y cultural. Es por lo que la sola unidad y la única identidad colectiva que merecen ser perseguidas son las que residen en la igualdad de las diferencias garantizada por la igualdad en los derechos, ya que valen para fundar los ligámenes sociales, el tejido civil, las solidaridades colectivas y el sentido cívico de pertenencia a una misma comunidad y, por eso, forman el sustrato político de la democracia, en ausencia del cual una sociedad solo puede mantenerse como tal por la constricción, la disciplina y la represión.

      La prueba evidente de estas tesis se encuentra en las tristes vicisitudes de la Unión Europea. Durante el proceso de formación de la Unión, cuando la memoria de las guerras y de los horrores del fascismo estaba viva todavía y las expectativas populares de la igualdad en los derechos eran alimentadas por las declaraciones de los vértices europeos y luego de la aprobación de la Carta de Niza de los Derechos Fundamentales de la Unión, había un pueblo constituyente europeo formándose progresivamente. Pero, al transformarse el sueño europeo en una pesadilla, este se ha disgregado y disuelto, y no solo no se ha construido un sistema de garantías comunitarias de los iura paria, sino que las políticas antisociales impuestas por las tecnocracias europeas han demolido las esferas públicas nacionales.

      En consecuencia, la tesis de los críticos de la domestic analogy debe ser rechazada. Es la pretensión de una perfecta analogía entre el ordenamiento internacional y los ordenamientos estatales lo que está en la base de la idea, esta sí viciada por la falacia doméstica, de que la única institución política susceptible de ser sometida a vínculos constitucionales es el estado nacional; cuando sucede que esa analogía, aunque sea imperfecta, es solo una confirmación inductiva de la validez de la tesis teórica, sufragada por la experiencia histórica de la formación de los estados nacionales, según la cual el derecho y los derechos son los principales instrumentos racionales de pacificación y civilización de los conflictos y la única alternativa realista a la guerra y a la ley del más fuerte. En definitiva, los que incurren en la falacia de la llamada domestic analogy son, precisamente, quienes consideran inverosímil la perspectiva de un constitucionalismo global solo porque, como ha escrito Hedley Bull, las “características absolutamente únicas” de la comunidad de los estados no calcan las de las sociedades nacionales y los correspondientes ordenamientos estatales (Bull, p. 65): como si el constitucionalismo estatal fuera el único constitucionalismo posible. A mi juicio, se trata de una nueva, singular versión del monismo estatal de cuño hegeliano. El derecho internacional no podría constituirse como ordenamiento jurídico constitucional y universalmente vinculante, solo porque no tiene ni podrá tener los caracteres históricos del derecho estatal —un gobierno central representativo y un pueblo dotado de identidad nacional— concebido como el único posible ordenamiento constitucional.

      La tesis que aquí se sostiene es diametralmente opuesta. El paradigma teórico del constitucionalismo democrático es un paradigma formal, que se caracteriza por la estructura multinivel del ordenamiento jurídico y por los límites y vínculos jurídicos impuestos por normas constitucionales de nivel superior a todos los tipos de poder, con objeto de contener las naturales vocaciones absolutistas y someterlas al derecho. Su estructura es una sintaxis lógica, que puede ser colmada con cualquier contenido: “en el molde de la legalidad”, escribió Calamandrei, “se puede vaciar oro o plomo” (p. 65). Tal es el sentido del carácter formal del principio de legalidad, tanto ordinaria como constitucional: que no designa ningún contenido, sino solo la lógica del derecho, esto es, la normatividad no solo jurídica sino lógica de las normas supraordenadas, cualesquiera que fueren los principios contenidos en ellas, con respecto a las normas subordinadas, sea cual fuere el tipo de poder por el que hubieran sido producidas. En efecto, las relaciones de grado entre normas supraordenadas y normas subordinadas, son relaciones lógicas, además de normativas —la no contradicción entre normas constitucionales y normas de ley y, por otra parte, las implicaciones entre expectativas negativas o positivas en que consisten los derechos fundamentales constitucionalmente establecidos y las prohibiciones y las obligaciones correspondientes— en virtud de las cuales la observancia de las primeras, cualquiera que fuese su contenido, es una condición de la legitimidad de las segundas. Por eso, el paradigma del garantismo constitucional, como sistema de límites y vínculos, es aplicable a cualquier ordenamiento. Si acaso, en el plano teórico, el fundamento axiológico de un constitucionalismo global, positivizado por las declaraciones y las convenciones sobre los derechos humanos producidas durante la segunda posguerra,