– ¡Qué Laura esta! Pero dime una cosa, papá. ¿Y Sandalio? ¿y Rosa? ¿qué ha sido de ellos? Nada me has dicho…
La altiva cabeza de don Pancho experimenta, al oir la pregunta, algo así como una imponderable sacudida. Mira sus manos, mira la lámpara pendiente del cielo raso, donde antiguas goteras han pintado enormes manchas amarillas, y luego, con las pupilas clavadas en los ojos de su hijo, y a tiempo de disparar una miguita de galleta contra la puerta, responde indiferente:
– ¿Sandalio? Ahí está Sandalio; está siempre con Rosa… Están en la laguna de Los Toros. ¿Por qué?
– Por nada… por saber, no más. Tendría ganas de verlos… Pero tienen hijos ¿verdad?
– Sí; tienen varios chicos.
Don Pancho no debe sentirse cómodo, porque la uña de su pulgar derecho agranda ahora, inconscientemente, una descascaradura del hule del mantel, y porque sus pies, apoyados en el suelo, han iniciado un bailecillo nervioso que dice muchas cosas.
– Deben tener hijos mozos, ya.
– Sí… no; tienen varios chiquilines…
Don Pancho ha fruncido el entrecejo poblado y se mira las uñas; su hijo, a su vez, lo observa con ojos escrutadores y curiosos. Un reloj de metal, uno de esos comunes despertadores ordinarios, puesto sobre el mármol de la mesa de trinchar, cuenta centímetros de vida, y afuera, en el patio, el viento que acaba de levantarse agita las ramas de los árboles produciendo un rumor de correntada.
– Sandalio – murmura al cabo don Pancho —, es un gaucho trompeta, es un gaucho sinvergüenza.
– ¡Ah! ¿sí? ¿No te sirve?
Y el rostro de don Panchito manifiesta solicitud e interés. Don Pancho continúa con cierta vehemencia:
– ¿Servirme? ¡Qué me va a servir! Nunca ha servido para nada ese estúpido. Ya le he dicho que no me pise más aquí.
– ¿Sí?
– Sí; y tengo hecho el propósito de despedirlo hace una punta de tiempo…
Don Panchito cambia de postura, y mirándose la hebilla del tirador filosofa gravemente:
– ¡Qué gauchos éstos! Siempre los mismos; no comprenden ni sus propios intereses.
– Así es.
– Un hombre casado, un hombre con familia, tener que marcharse a la vejez. Pero ¿qué es lo que ha hecho?
– ¿Qué me ha hecho? Nada. Es un gaucho haragán, un gaucho sinvergüenza, un gaucho…
Se ve claramente que don Pancho habla con esfuerzo, que no tiene argumentos sólidos para apoyar su aseveración. Se calla y mira hoscamente la bandeja de galleta que está sobre la mesa.
Don Panchito piensa que su padre, algo maniático, habrá tomado entre ojos al pobre gaucho; pero, como la cosa no le preocupa mayormente, se abstiene de formular nuevas preguntas.
Al cabo de algunos instantes, sin embargo, don Pancho insiste sobre el tema:
– Pienso despedirlo, como te digo, dentro de poco; pero, mientras tanto, no quiero que nadie de la estancia ¿me entiendes?… nadie, vaya para nada a la laguna de Los Toros.
Don Panchito palidece ligeramente, y encogiéndose de hombros exclama en tono despectivo:
– Por mí…
Don Pancho se da cuenta de su error y entonces trata de corregirlo, agregando risueño e insinuante:
– ¿Sabes? Lo hago para que el gaucho se embrome y se vea aislado. ¿Me comprendes?
– Sí, sí – dice don Panchito poniéndose en pie —. ¡Cómo no!
Pero se nota, en su tono, que la suspicacia ha sido herida, y que el resentimiento perdura; mas su padre, que no sabe comprenderlo, no obstante la gran similitud que hay entre ambos carácteres, exclama alegremente:
– Bueno, hijo, vamos a acostarnos; ya son las diez.
Y sin más despide a don Panchito besándole en la frente, a don Panchito que se va a su cuarto cabizbajo y haciendo crujir, con ese crujido característico de la suela nueva, sus correctas polainas amarillas.
La alcoba es modesta, tan modesta y descuidada como corresponde al resto del edificio y a la casa de un hombre solo, donde no hay más representante del bello sexo que aquella vieja cocinera gaucha, cuya mocedad transcurrió en un rancho de chorizo, en un rancho que tenía por toda puerta el cuero de una yegua colorada.
Si hubiera vivido la madre de don Panchito, si hubiera tenido hermanas, es indudable que aquel cuarto lo hubiera acogido coqueto y cariñoso como una mujer enamorada; pero su padre no entiende de esas cosas ni puede prever tales detalles.
– Vea, Laura – ha dicho aquella misma noche a su cocinera tuerta – ; vea, Laura, arregle una cama para mi hijo donde le parezca mejor.
Y a Laura le ha parecido lo mejor, aquella piececita con piso de ladrillo, a la que llama pomposamente “cuarto de los güespes”. Una cama de hierro, un lavatorio de latón, una antigua percha de madera, una mesilla circular, sosteniendo el candelero con la vela de sebo que chorrea, y nada más. En un rincón se ve la máquina de matar hormigas, y pendiente de un clavo, junto a la puerta, un viejo lazo chileno, sin argolla y sin presilla.
Don Panchito deja con desgano su gorra sobre la mesa, cuelga el saco en la vieja percha, se quita el tirador de cuya pistolera asoma la culata negra y el cañón reluciente del revólver, y lo coloca cuidadosamente debajo de la almohada.
Como su padre, como sus tíos, como su primo, como todos los Suárez de la familia, don Panchito tiene una gran pasión por las armas, una pasión que manifiesta sin reparo y que allá, en la vida claustral de los colegios, le había valido el apodo de Pistolita entre sus compañeros chacotones.
Decía él que experimentaba voluptuosidades, enfermizas si se quiere pero exquisitas, en presencia de la hoja desnuda de una daga, y que era capaz de pasarse horas enteras ante un escaparate, contemplando amorosamente una de esas armas complicadas con que los artífices del daño vienen persiguiendo desde hace siglos quién sabe qué inconcebibles perfecciones.
Don Panchito tomaba una navaja, un bisturí, una cuchilla, una espada, un hacha, una hoz, una guadaña, cualquier instrumento, en fin, capaz de cortar, de hendir alguna cosa, y ya se le tenía abstraído para rato, y por más ocupado que estuviese, probando y reprobando aquel filo en el cutis de sus dedos, con un interés y una complacencia que resultaban curiosísimos.
Su revólver, un revólver que le regaló su padre cuando lo envió a Europa, diciéndole gravemente: “Tome, amigo, para que se haga respetar por los gringos” constituía para él la prenda de todos los afectos.
Jamás instrumento alguno, jamás ningún aparato complicado de astronomía recibió trato más cuidadoso ni exámenes más frecuentes que aquel modesto revólver Smith Wesson.
Allá, en Alemania, y durante los largos años de estudios facultativos, durante los largos años que la índole especial de su carácter hizo horriblemente monótonos para él, don Panchito limpiaba su revólver todos los días, y cuando alguno de los escasos condiscípulos que conservaba amigos, pese a sus insoportables asperezas, insinuaba alguna broma sobre aquellos cuidados paternales, él le respondía sonriendo:
– Hay que cuidar a los amigos verdaderos, a los que no traicionan nunca.
Don Panchito, pues, como decimos, coloca cuidadosamente su fiel amigo debajo de la almohada, y luego se sienta meditativo en la vieja cama de hierro, que cruje y se doblega bajo su peso de veinte años.
Afuera, el viento, agitando los sauces, las araucarias y los álamos, le recuerda el rumor de la lluvia monótona, de esa lluvia que, escuchada en la soledad, de un cuarto silencioso, engendra en el espíritu melancolías infinitas, melancolías se llenan el cerebro de nostalgias y arrastran al pensamiento hacia los tiempos pasados y hacia las cosas muertas.