Eduardito vuelve borracho pero contento, y la prueba de ello es que juega con su caballo sin observar que el animal se sofoca bajo aquel ambiente de fuego. Las espuelas nazarenas han picoteado la cincha y teñido de rosa la blancura del vientre, mientras que el bocado, al lastimar los asientos, en los tirones brutales de la mano de hierro, torna roja la espuma que llena la boca. Eduardito, con el chambergo echado a la nuca y fuera los pies de los estribos de plata, cierra las piernas al tubiano, que gime en una atropellada salvaje para ir a rayar en seguida, sofrenado por la mano del taozo que ríe a carcajadas. Una nube de jejenes hambrientos aureola la cabeza del jinete, y otra nube menos densa, pero más temible, de tábanos y de moscas bravas, ataca al caballo, que escarcea con rabia y se castiga la grupa con la cola nerviosa. A poco andar, Eduardito observa que el recado está flojo y que la cincha se corre a las verijas; entonces detiene al animal y desmonta a la orilla del camino. La tormenta continúa su avance sobre la inmensidad del poniente, y sus grandes crestas obscuras, festoneadas por una franja de bronce, van encontrándose ya con el sol que desciende.
Eduardito, que ha desatado el cinchón, aflojado la cincha y corrido un poco el apero hacia la cruz del lomo, siente que sus piernas flaquean, que una pereza enorme invade todo su ser, y entonces, sin ajustar de nuevo el recado, apoya ambos brazos sobre el caballo y se queda mirando el horizonte.
El tubiano, con la cabeza gacha, respira pesadamente como una oveja cansada. Bajo la cincha, bajo las cabezadas del freno, bajo la cogotera del bozal, en cualquier parte, en fin, donde hay un roce, por pequeño que sea, el sudor del caballo ha trazado un surco blanco de espuma. La combustión de la sangre del hombre y de la bestia exhalan un hálito bravío, que atrae como imán irresistible al enjambre zumbador de los tábanos, de las moscas y de los jejenes.
Eduardito contempla la tormenta deseándola, y espanta la sabandija con el movimiento inconsciente de su mano de ebrio, mientras el caballo, enloquecido por el aguijón implacable de los tábanos, cuyas alas de mica van formando constelaciones sobre la tabla del pescuezo y sobre los encuentros sudados, hace retemblar el suelo bajo los golpes nerviosos de sus patas, corta el aire con el azote silbante de su cola, o bien, bajando la fina cabeza cargada de argollas y de trenzas, la restriega desesperado contra sus manos de gama.
– ¡Ingo! – y Eduardito, agregando una guarangada, dobla los cojinillos sobre los bastos y tomando el correón ajusta nuevamente la cincha con un par de tirones tan bárbaros, que hacen gemir al caballo, al que por poco no se echa encima.
– Bueno, entonces vamos a pegarle – dice; pero, al inclinarse para recoger el cinchón que se ha caído, oye el rumor de un galope apresurado y cercano, que le obliga a volverse y a mirar al camino – . ¿Quién es? – murmura observando con los párpados entornados un jinete que se aproxima al galope largo de un caballo gateado – . ¿Será mi primo? ¡La pucha! ¡parece un inglés! ¡parece un inglés por la cara!
Don Panchito sofrena a veinte pasos y se acerca despacio. Eduardito, con el disimulo cauto del gaucho, lo mira de reojo ajustando el cinchón.
– Buenas tardes.
– Buenas, amigo.
Y con la mano izquierda en la cadera, apoya a derecha en la cabezada del recado y trata de borrar de sus labios una sonrisa que vaga retozona.
– ¿Voy bien así para San Luis? ¿quiere decirme?
– ¡Ah, ah!… derechito no más…
– ¡Bueno, gracias, adiós!
Y don Panchito se dispone a continuar su сamino, pero el otro exclama:
– Che, che… pero… pero ¿no me conoces?
– Yo no… ¿quién es usted?
Y don Panchito enarca las cejas curioso y desconfiado.
– ¡Soy Eduardo Suárez!
– ¡Eduardito! – grita entonces el joven, dejándose caer del caballo que pega una espantada y casi le arranca el cabestro de la mano – . ¡Ingo!… pero ¿sos vos, hermano?
Y don Panchito, con su cara agridulce toda descompuesta por la emoción, se lanza sobre su robusto primo y lo palmea y lo abraza con transporte.
Eduardito ríe a carcajadas y se tambalea ante aquel vendaval de caricias, repitiendo todo baboso:
– ¡El mesmo! ¡Sí, pué! ¡el mesmo!
– ¿Para dónde vas? ¡Pucha que estás grandote!
– ¡Vos estás hecho un hombre! Lástima que te afeités… Vengo de San Luis… voy pá la estancia… se viene el agua…
– ¡Es verdad! Yo iba a San Luis a busca unos tornillos para el molino que se há descompuesto…
– ¡Te va a agarrar el agua!
Y Eduardito se ríe satisfecho, mirando a su primo tan elegante y tan correcto bajo su traje de montar, y aquel caballo tan bien ensillado; tan gauchito que no parece el de un cajetilla.
– ¡Ta lindo el gatiao, hermano! ¿Y el viejo?
– Está bien, gracias; está bien.
– ¿No se han peliao entodavía?
– ¡No, hombre! ¿por qué?
Y don Panchito hace un gesto escandalizado.
En ese momento retumba un trueno, lejano y breve como un cañonazo.
– ¡A la pucha! – exclaman los dos a un tiempo, y se apresuran a montar a caballo.
Eduardito pisa lentamente en el estribo y luego bolea la pierna con la agilidad de la costumbre. Don Panchito mancorna su caballo, que es ligero para subir, y lo monta sin usar de los estribos.
– ¡Ah, criollazo, nariz de pato!
– ¡Qué querés, así somos los puebleros!
– Me imagino que no irás aura pa San Luis. Se viene l' agua.
– No – responde don Panchito – ; es muy tarde ya, iré mañana…
Y ambos jinetes parten al galope, vuelta la espalda a la tormenta, que avanza hacia el cénit con prodigiosa rapidez.
– ¡Vamos a tener agua!
– Sí, así parece…
– Estaba haciendo falta la lluvia.
– Sí…
El caballo de Eduardito está más liviano que el de su primo y tiene el galope más largo, de manera que el mozo lo lleva levantado para no adelantarse, por más que, por su vieja costumbre gaucha, lo vaya tocando con su lujoso rebenque.
El camino reseco y sonoro, encerrado por ancha calle de alambre, está interrumpido de trecho en trecho por carcavuezales y esas hondas encajaduras que atestiguan la odisea de las tropas de hacienda y de los carros de carga en los días lluviosos del invierno.
Don Panchito sujeta su caballo cada vez que se encuentra con un obstáculo de esa naturaleza, y Eduardito lo imita, en un principio; pero, a medida que la noche y la tormenta avanzan, la marcha se va haciendo más apresurada, hasta que por último ambos hacen galopar sus caballos sin reparo sobre los pantanos secos, en cuyo centro un resto de fango putrefacto se señala como un ojo negro, y sobre el tejido inextricable de pozos y de zanjas que han marcado en ellos las ruedas de los carros.
Como su jinete ya no lo levanta, el tubiano ha tendido su galope y marcha como una veintena de metros adelante.
Eduardito se tambalea de cuando en cuando sobre el recado, pero es un bamboleo de busto; las piernas se mantienen tan inmóviles, gracias a la flexibilidad de la cintura, como si formaran parte integrante del apero.
– ¿Te venís pá El Cardón?
– No, hermano, mañana; otro día será…
– ¡Sos