Es como un solio, es como un trono, como algo inaccesible e inspirador de miedo, para todos los peones del establecimiento y para todos los gauchos de diez leguas a la redonda de La Florida.
Cuando el patrón alunado se sienta en ese sillón, y con el rostro pálido y las cejas fruncidas ordena a algún peón, refiriéndose a otro, caído en desgracia suya por alguna torpeza: “Decile a ése que venga paca”, ya hay música para largo rato y ya procura bien, todo el mundo, apartarse de las inmediaciones de aquel tribunal.
Don Francisco Suárez Oroño es un hombre de carácter violento, es un hombre peligrosamente impulsivo; su valor, mil veces probado en la lucha con los hombres y con las bestias, lo ha rodeado de una aureola tal de prestigio entre las gentes del pago, que sus más insignificantes acciones son comentadas delante del fogón, de todas las cocinas.
Las gentes del pueblo no le quieren porque es casi un misántropo, y porque él las critica con esa intolerancia irritante que suelen tener para la gente de los pueblos pequeños ciertos hombres nacidos en los grandes centros, a quienes galvaniza el orgullo de su prosapia ilustre, como un mal incurable.
Para don Pancho, todos son unos ladeados, calificativo que repite con extraordinaria frecuencia y con el cual quiere significar: personas de poca distinción, personas de cultura escasa y de humildísima cuna.
Los puebleros, con raras excepciones, le odian, como hemos dicho, pero ese odio es sordo y no se trasluce mayormente; primero, porque don Pancho no los ve casi nunca, y después, porque el patrón de La Florida conserva en Buenos Aires relaciones valiosas, relaciones que le colocan en situación de imponer su voluntad cuando se le antoja y aun en las arduas cuestiones de política.
Todos los caudillejos se titulan sus amigos, todos le han solicitado en alguna oportunidad servicios de aquéllos que él puede prestar y que presta, aunque desvirtuándolos siempre, en su afán de humillar con la superioridad de su valer.
– Don Pancho – dice algún mulatillo compadrón con voz plañidera – , el quince voy a ir a Buenos Aires para ver al doctor X.; y como usted es amigo de él, yo quisiera que me diese una carta, a ver si así consigo…
Don Pancho lo interrumpe con una sonrisa perversa dibujada en sus labios delgados, y mirándole en los ojos, con aquéllos los suyos pequeñitos y pardos, exclama:
– ¡Cómo!… ¡Un caudillo como usted! … ¿un hombre que dicen que arrastra doscientos votos me pide recomendaciones a mí, que no valgo un pito en política? ¡Qué cosa rica!
El otro se corta un poco, pero en seguida, agachando el lomo, dice lo que es tan grato al oído de su interlocutor:
– ¿Yo, caudillo? ¡Bah, don Pancho! Tengo algunos amigos, es cierto; pero ¿quién soy yo? ¡Si no conozco a nadie en Buenos Aires! ¡si cada vez que voy allá, ando todo boliado!
Don Francisco Suárez Oroño vino de Buenos Aires a Dolores hace una treintena de años, a raíz de la muerte de sus padres, en compañía de sus dos hermanos mayores, Eduardo y Julián; y entre los tres adquirieron de un gaucho viejo, que vegetaba allí desde hacía medio siglo,una fracción de tierra, cuatro leguas y pico de campo bastante bajo, cuya cabecera sudeste se internaba en los montes del Tordillo.
Eduardo, el mayor, tenía un hijo natural, Eduardito, como le llamaban en la familia; niño de diez años, a quien su padre sacó del colegio para llevarlo consigo.
Julián, de carácter violento y pendenciero, fué[1] muerto por un peón al año justo de estar en el campo, y cuando aun no había comenzado la edificación de su estancia.
Eduardo pobló su fracción de campo, que era la del lado del Tordillo, y Francisco, a quien había correspondido el casco de La Florida, nombre con que su anterior dueño había bautizado al establecimiento, sintiéndose aburrido, marchó a Europa, dejando aquellos terrones a cargo de su hermano.
Cuando volvió, casado con una inglesa rubia y delicada como una creación romántica, cuando volvió, decimos, con aquella lady de ojos azules, cuyo retrato se ve ahora en la alcoba del viejo estanciero, Eduardo había muerto apenas hacía un mes, y su hijo Eduardito, adolescente, lloraba solo en aquella gran estancia casi abandonada.
Don Pancho se hizo cargo de todo el establecimiento; se llevó consigo a su mujer, y Eduardito, a pesar de sus protestas amargas, fué enviado a Buenos Aires y puesto a pupilo en un colegio británico.
Las malas lenguas del pueblo aseguran que don Pancho mató a su mujer a disgustos, y presa de unos celos tan injustificados como bárbaros, mientras otras, las buenas seguramente, afirman siempre que aquélla murió víctima de una horrible enfermedad que le había contagiado su esposo.
Falsas o ciertas estas dos versiones, la cuestión es que lady Suárez Oroño, “la inglesita de La Florida” como la llamaban en el pago, apenas acompañó a su marido dos años. Una noche de invierno, mientras llovía furiosamente, mientras las lagunas y los arroyos se desbordaban poniendo a nado los albardones más altos ahogando ovejas a millares, la pobre trasplantada murió sin más asistencia que la muy relativa que podían prestarle su marido, su sirvienta Rosa y la torpe cocinera gaucha que entendía de daños y de yuyos.
Ni el carruaje de la estancia, ni cinco chasquis enviados uno tras otro a través de aquel desierto inmenso de cangrejales y de agua, pudieron traer a tiempo un auxilio facultativo; y cuando la luz del alba mostró su faz verdosa a través de los vidrios de la ventana, ya lady Clara estaba muerta, a miles de leguas de la casa de sus padres y ante tres caras llenas de dolor, de azoramiento y de espanto; un niño recién nacido, amoratado y flacucho, lloraba inconsciente de su desgracia enorme…
Aquel mísero chico fué rodeado por don Pancho de tantas comodidades y de tantos cuidados que a los cinco años era ya un hombrecillo vivaracho y perverso, un hombrecillo que cascoteaba las gallinas y hacía aullar de dolor al crédito de su padre, el perro Limay, un hermoso animal tan dócil y suave para con su amo como feroz y agresivo para los extraños.
Panchito tenía los mismos ojos azules y el mismo cabello rubio de la difunta Clara. La nariz no; la nariz y la boca eran idénticas a las de su padre: nariz aguileña y aguda como el pico de los caranchos y boca pequeñita de labios finos.
En lo moral, el niño reveló muy pronto la herencia paterna. Era malo, suspicaz y tan impulsivo que, una vez enojado, arrojaba a la gente lo primero que encontraba a mano.
Cuando Panchito cumplió ocho años, a pesar de la energía de su carácter el padre tuvo miedo y resolvió enviarlo, en consecuencia, a Buenos Aires, en compañía de su primo Eduardo, pobre cautivo que rumiaba en el ostracismo sus incurables nostalgias.
La estancia quedó muy triste. Rosa, la sirvienta de lady Clara, último recuerdo para don Pancho de su disuelta familia, se casó con Sandalio López, un gaucho cuarentón, un pobre gaucho neurótico, que la venía rondando desde largos años y que se la llevó al puesto que atendía, allá, en la costa de la laguna de Los Toros; puesto en donde el patrón lo había colocado, con una majada al tercio y la mitad del beneficio de la nutria.
Dos años resistió don Pancho aquella soledad, hasta que al cabo, conmovido por las súplicas de su sobrino Eduardito, resolvió traerlo a su lado para suplir la ausencia del hijo.
Eduardito vino hecho ya un hombre. La vida del colegio lo había civilizado algo, pero pocos meses de ambiente campero bastaron para devolverlo a sus antiguos hábitos. Amaba la vida gaucha; le gustaba encanallarse; el trato con los peones tenía para él infinitos atractivos. Pero todo eso resultó tan odioso a don Pancho, que, al cabo de tres o cuatro desagrados, en los cuales el rebenque que eternamente colgaba de un pasador de la puerta del comedor anduvo muy cerca de las nalgas del democrático joven, resolvió entregarle lo suyo, enviándolo en seguida a su campo con la prohibición de volver a pisar en La Florida.
“¡Anda y hácete un animal!” fué la despedida; y Eduardito, que si bien era testarudo como un buey chacarero, tenía buen carácter, fuese a su estancia El Cardón, muy contento y barajando en su cerebro romántico proyectos risueños de parejeros, de bailes y guitarreadas.
Cuando