Weng Tonghe (1830-1904) era hijo de un primer secretario y había aprobado con honores en 1856 los exámenes de jinshi (al ser un de los tres mejores recibió el título zhuàngyuán). Fue tutor imperial durante veinte años y profesor de historia de la emperatriz, también desempeñó un alto cargo en lo que diríamos Ministerio de Hacienda en la sección de impuestos. En su opinión, China no podría sobrevivir como una gran nación si no iniciaba reformas. Fue expulsado del Gobierno y, aunque se le acusó de varios crímenes y de aceptar sobornos, no se pudo probar nada. Murió seis años después de su destitución.
La primera guerra chino-japonesa (del 1 de agosto de 1894 al 17 de abril de 1895) se libró entre la dinastía Qing de China y el naciente Imperio del Japón, principalmente por el control de Corea. Después de más de seis meses de victorias ininterrumpidas del Ejército imperial y la Marina japonesa, así como de la toma del puerto chino de Weihai; China, humillada, hubo de solicitar la paz en febrero de 1895.
Por primera vez, el dominio regional en el este de Asia pasó de China a Japón y el prestigio de la dinastía Qing, junto con la tradición clásica en China, sufrieron un duro golpe. La bochornosa pérdida de Corea como Estado vasallo de la dinastía Qing provocó una protesta pública sin precedentes. En China, la derrota fue un catalizador para una serie de revoluciones y cambios políticos dirigidos por Sun Yat-Sen y Youwei Kang. Estas tendencias se manifestarían más tarde en la revolución de 1911 que acabó con la monarquía. Pero no adelantemos acontecimientos, prosigamos con nuestra relación. En marzo de 1895, se firmó el Tratado de Shimonoseki entre Japón y China por el cual esta cedía Taiwán, las Islas Pescadores y Liaodong al Imperio del Japón.
Durante los dos siglos anteriores al suceso que estamos relatando, el Japón había limitado el comercio que realizaba a muy pocas naciones. Entre ellas Corea (a través de Tsushima), la China de la dinastía Qing (a través de las Islas Ryukyu) y Holanda (a través del puesto comercial de Dejima).
Las otras naciones europeas estaban excluidas de cualquier comercio con el Imperio del Sol Naciente y el Shogunato nunca había pensado en comerciar con aquellas naciones que consideraba bárbaras y en todo caso enemigas. Sin embargo, el comodoro Matthew Perry obligó a abrir los puertos japoneses.
En 1854, bajo la amenaza implícita del uso de la fuerza, abrió Japón al comercio global. Este acto de fuerza fue sin embargo una puerta que se abrió al Japón para un período de rápido desarrollo del comercio exterior y de la occidentalización del país. Tras el período de expansión, los japoneses enviaron delegaciones y estudiantes a todo el mundo para aprender y asimilar las artes y las ciencias occidentales, con el objetivo de no solo evitar que Japón cayera bajo la dominación extranjera, sino permitir a Japón competir en igualdad de condiciones con las potencias occidentales.
Sintiéndose una potencia, Japón quiso emular a las occidentales y buscó tener colonias. Con este fin centró su atención en Corea para anexionarla a sus territorios o, al menos, asegurar la independencia efectiva de la península mediante el desarrollo de sus recursos y la reforma de su Gobierno conforme a los intereses japoneses. No deseaba que ninguna otra potencia, sobre todo europea, se hiciese con el control de Corea, pues el Imperio opinaba que ello sería una seria amenaza para Japón. Por otra parte deseaba asegurarse los recursos naturales de ese país: yacimientos de carbón y mineral de hierro, que eran codiciados en Japón para su propio desarrollo industrial. Por estas razones, entre otras, se decidió poner fin a la milenaria soberanía china sobre Corea. China, por su parte, trataba de mantener su control sobre el último, mayor y más antiguo de sus Estados vasallo.
El comodoro Matthew Perry en Japón
El 7 de febrero de 1876, Japón impuso el Tratado Japón-Corea por el que se obligaba a Corea a abrirse al comercio con Japón y otras potencias, además de proclamar su completa independencia de China. Para China esta fue una nueva humillación, ya que Corea había sido tradicionalmente nación vasalla y durante el reinado de Cixí había continuado siéndolo; ahora China, debilitada por las derrotas de las guerras del Opio en 1839 y 1856, no podía impedir la pérdida de su soberanía sobre Corea y Japón reemplazaba la influencia china por la suya.
Los japoneses provocaban a China sin cesar y se atrevieron a asesinar a la reina Min en Corea, lo cual desencadenó una serie de enfrentamientos que acabaron mal para los chinos. Nadie se atrevió a reprocharle nada a la emperatriz, aunque en secreto la culpaban de descuidar el Ejército y sobre todo la Armada china. Y para colmo de males, el emperador despreciaba a su consorte y se divertía con la concubina Perla, que al final no resultó ser tan incauta y simple como pensaba la emperatriz. Parecía que Cixí nunca podría descansar; cuando no eran los diablos extranjeros, eran los enanos de las islas cercanas o era su propia familia la que no le daba tregua.
Huída de la delegación japonesa a bordo del Flying Fish
Menos mal que tenía a su diosa particular, Guanyin, a la que podía contar sus penas y creía que se podía comunicar en sueños con ella. El forcejeo entre Japón y China por la influencia sobre Corea no cesó y por fin tras una hambruna en Corea la masa de hambrientos atacó a la delegación japonesa que tuvo que escapar a Chemulpo y después a Nagasaki a bordo del buque de investigación británico Flying Fish.
En respuesta los japoneses enviaron cuatro buques de guerra y un batallón de tropas a Seúl para salvaguardar los intereses japoneses y exigir una compensación. Los chinos también desplegaron cuatro mil quinientos soldados para hacer frente a los japoneses. Por fin se firmó un tratado denominado Tratado de Chemulpo, firmado en la tarde del 30 de agosto de 1882. Por él se establecía que los conspiradores implicados serían castigados y que se pagaría una indemnización de cincuenta mil yenes a las familias de los japoneses que murieron durante el incidente. El Gobierno japonés recibió además quinientos mil yenes, una disculpa formal y permiso para establecer cuarteles y estacionar sus tropas en sus delegaciones en Seúl. China quedaba, una vez más, desairada. Todo esto llegó a producir una xenofobia que aumentaba de día en día.
No entraremos en la historia del movimiento Bóxer, toda vez que este no es el sitio adecuado, solo resumiremos su génesis. El general Jung-Lu, de quien tantas veces hemos hablado, dirigió una carta al virrey del distrito del Fu-Kien, Ju-Ying-kue, que empieza así: «Los bóxeres comenzaron a organizarse en dieciocho pueblos del distrito de Kuan y recibieron al principio el nombre de Puños de la Flor del Ciruelo, cuando [en 1895] Li Bingheng era gobernador de la provincia, lejos de oponerse a su acción los enroló en la milicia…». Es decir, que desde el principio estos rebeldes contaron con apoyo de hombres del Gobierno, quienes, lejos de detener sus embestidas y desmanes, los alentaron y ayudaron en lo posible, pues veían en ello verdaderos patriotas que los salvarían de las intromisiones extranjeras. En último término sus acciones estaban encaminadas a aterrorizar y expulsar a las potencias extrajeras y a eliminar a los cristianos chinos, pues creían que esta religión disolvería la cultura china y sus tradiciones. La sociedad secreta de los bóxers reforzaba sus campañas jurando que mataría a todos los extranjeros «hombres peludos primarios» y a sus simpatizantes chinos «hombres peludos secundarios».
El barón Klemens August von Ketteler, embajador alemán asesinado por los bóxers
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